Vol. 13 Núm. 130 (1936)

La muerte de un poeta es siempre un suceso lleno de sugestiones. Porque nunca los poetas mueren en la opulencia y siempre se van de la vida con un profundo sabor amargo en los labios. Ese sabor áspero de la ceniza de que se habla con desapacible melancolía en una página del Eclesiastés. Fueron reyes suntuosos, espíritus plenos de miel y de oro, y desaparecen como los mendigos, cubiertos de harapos y abandonados de la fama que tanto les ayudó a creer que eran físicamente inmortales.

Publicado: 1936-04-24