Desde la definición dada a "museo" en 1765 por Louis de Jancourt (el autor más prolífico de la Encyclopédie de Diderot con cerca de 17.000 artículos) hasta la definición del organismo internacio nal rector del universo museológico el ICOM (International Council of Museum) consagrada en 1971, han transcurrido más de doscientos años. Tiempo que testimonia el paso de una concepción basada en el espíritu de coleccionista (archivista dirán Foucault y González Echevarría) que, tras la Revolución Francesa, se convierte en un dispositivo de protección del patrimonio inmueble, de investigación y sobre todo en un instrumento di dáctico. Definiciones que por cierto escamotean un problema de alcances mayores y cuyo desafío motiva esta investigación1.
Al comenzar vale la pena realizar una constatación de base. La influen cia decisiva del museo en el desarrollo de las artes visuales o plásticas ha desbordado este territorio para instalarse en múltiples y heterogéneos espa cios culturales (Huyssen, 1996). De este modo el museo, el mismo definido por cualidades inmovilizadoras que privilegian el hermetismo y el mismo que autoriza el paso de ciertos productos culturales al mausoleo sacrali zado, ahora se refunda como eje de innumerables actividades culturales contemporáneas y como material de trabajo de la literatura.
El destacado intelectual mexicano Alfonso Reyes, en la década del 20 del siglo pasado, ya había puesto el acento en la desarticulación de esta imagen arquitectónica cuando propone -en "Contra el museo estático" (1924)- dinamizar el mausoleo, rompiendo la verticalidad de las relaciones propuestas por ese organismo cultural de modo que incluso las miradas de los visitantes o espectadores de las exhibiciones pudieran convertirse en un motivo plástico y, por lo tanto, exponible en ese recinto memorial. La posibilidad de esta subjetividad radical la sugiere con una imagen plástico-poética perturbadora:
quemar los museos y fundar el museo dinámico, el cine de culto, el film de tres dimensiones, donde el bordador chino borde tapices chinos, y donde el espectador pueda, si le place, ser también personaje y realizar sus múltiples capacidades de existencia... Queremos el museo-teatro-circo, con derecho a saltar al plano de las ejecuciones (Reyes, 1924, p. 47).
De este modo Reyes sugiere desembarazarse de los objetos, cuestión re levante cuando comprendemos que el ejercicio museal en su origen revela una profunda obsesión por ellos y el anhelo de posesión casi incontrolable2. Orhan Pamuk describe bellamente lo expuesto cuando apunta en el capítulo 64, "Incendio en el bósforo", de El museo de la inocencia (2008) que la obsesión por los objetos es un indicador de la imposibilidad de po seer aquello que se desea. En el acto de coleccionar se logra rozar el fuego del placer por la posesión (458 y ss). Al respecto, entonces, las distintas perspectivas narrativas ofrecidas por algunas novelas latinoamericanas van develando aquella "herencia agobiadora" percibida por Marta Traba en El museo vacío (1958), donde el desconcierto y la perplejidad desestabilizan la aparente sencillez de la aventura que significa deambular por los sacralizados pasillos de una de las construcciones sustentadoras de la idea de nación, de memoria (sancionadora de aquello relevante para la cultura), para una ideología, para los poderes. El trabajo curatorial (selección, conservación, puesta en valor y montaje de archivos) al que es sometido la memoria pareciera ser uno de los elementos de importancia en que nove la y museo se emparentan, fundamentalmente por su empleo de aquello que Roberto González Echevarría ha denominado "ficciones del archivo" (2000), materializaciones narrativas que denotan la obsesión textual de la literatura latinoamericana por el archivo, ficciones que "siguen buscando la clave de la cultura y la identidad latinoamericana" (González, 2000, p. 238). Así como el museo conjura el olvido, la novela o el carácter memorial de los textos otorgan al museo de papel (literario) un rol singular en que las artes se justifican como instancias de salud (Deleuze, 1996), con lo cual el ejercicio curatorial se transforma en una actividad constructora de ese pueblo que falta.
La posibilidad de diálogo entre literatura y museo nos motiva a leer en conjunto estas dos "experiencias" que en la tradición europea, funda mentalmente francesa, ha tenido un desarrollo especialmente interesante desde el realismo y el naturalismo. Balzac con La piel de zapa y en La obra maestra desconocida (ambas de 1831) realiza una descripción detallada del interior de las casas burguesas vistas como museos en cuanto hacen aco pio de las singulares relaciones entre el hombre europeo y los objetos, sus colecciones y, por supuesto, sus exhibiciones. Cómo olvidar la ironía de La taberna (1877) de Emile Zola (texto muy conocido entre los investigadores de la museología) en que se nos narra el peregrinar de un grupo de invita dos a una boda perdidos en el Museo del Louvre, escena que privilegia la acepción del museo como almacén o bodega en que las obras descontex-tualizadas (o sobresignificadas al momento de su inclusión en el edificio de las bellas artes) pierden su valor debido a esa falsa solemnidad atribuida a obras que en ese territorio han domesticado el placer de su belleza: "las ideas de clasificación, de conservación y de utilidad pública... tienen poco que ver con los placeres" (1999, p. 137) dirá Paul Valery en Piezas sobre arte. El estudio sistemático de las relaciones entre las distintas artes, entonces, no es importante solamente por el conocimiento multifocal de nuestra tradi ción cultural, sino por la capacidad de observación, comprensión y análisis, a partir de una perspectiva integradora, que posibilita un proceso creador de sentidos, de un relato memorial, en muchos casos, en franca polémica con el poder normalizador. En adelante el lector/espectador será consciente de la capacidad correpetidora de las artes y, lo que es mejor, de su capacidad de explorar zonas de sentido que construyan el porvenir.
El museo, al igual que otras múltiples zonas ciudadanas, se mueve entre tiempo real y velocidad (Virilio, 1997), entrelugar que ha ido desestabili zando este espacio memorial (Nora, 2009) tan relevante en la cultura moderna y tan complejo en sus alcances prácticos y simbólicos3. La tendencia, en este contexto, es lo que Virilio ha llamado la desaparición, es decir, la es tética del museo de cierto modo adviene estética de la desaparición (1997), de la borradura que en ese ejercicio de fuerza precisamente hace aparecer lo borrado, aquello que resiste el olvido, aquello cuya memoria permanece, insistente como la vida, como el arte, como la literatura. Aunque "el papel del museo como lugar de conservación elitista, bastión de la tradición y la alta cultura, dio paso al museo como medio de masas, como marco de la miseen-scene espectacular y la exuberancia operática" (Huyssen, 1996, p. 16) el componente humano, aquel resistente y aglutinador del principio esperanza, permanece liberado en un descontrol gozoso y plural.
La finalidad de esta investigación es desarrollar precisamente esa área en que productos culturales como la literatura (novela, cuento) y la plástica configuran una arremetida sobre problemas de orden estético, teórico y, por supuesto, prácticos en que la imagen simbólica del museo abre cami nos posibles para desarticular algunas certezas, percibir la configuración de la memoria (Maleuvre, 1999), ya sea personal o colectiva, y cómo en él se reproduce la paradoja de la seducción por el objeto y el rechazo del mis mo, donde lo coleccionado bajo ciertos criterios de interés y, por lo tanto, consagrados como eminentes por el poder, luego se transforman en objetos que sacuden y resisten al poder que los consagró. En el ejercicio de fuerza que significa escoger y eliminar archivos (Derrida, 2001) se va curatoriando, entonces, un relato interesado al provenir, un relato que privilegia las discontinuidades y la crítica al poder que insiste en homogeneizar y clau surar la disidencia.
Henry Malraux en su Museo imaginario (1956) será categórico al declarar que “el museo suple defectos de nuestra memoria” (Malraux, 1956, p. 14), por lo tanto el rol institucional del museo en la definición de un concepto de nación es apreciable y lo ubica dentro de los dispositivos de vigilancia del orden y punición social. En la afamada novela de Adolfo Bioy Casares La invención de Morel (1940) el museo funciona como panóptico, desde donde se vigila insistentemente a los turistas y desde donde se coleccionan y archivan las escenas repetidas de hombres y mujeres en un simulacro interminable, donde lo único imperecedero son las grabaciones de la máquina que registra y encierra aquello significativo en la pinacoteca, en lo alto de una colina, en el museo. Por otro lado, Américo Castilla en "El mu seo como construcción política"4 agrega que "en sus colecciones se encuen tran las evidencias materiales de todos los enunciados que componen el cuerpo de la cultura, sus indicios y sus marcas" (2010, p. 17), ambas propo siciones en el contexto planteado abren una discusión apasionante que dice relación -ahora con Foucault- con que aquello resguardado y prestigiado como valioso es material primero y último de una construcción discursiva particular -parte de un proyecto mayor, en algunos casos ideológico, en otros político y en otros utópico- marcada por las estructuras de poder que orientan o inducen ciertas interpretaciones acomodaticias de los posibles significados de las obras coleccionadas e inmovilizadas en sus pinacotecas; por lo tanto, la labor curatorial pareciera la continuación de una actividad política por otros medios. De ahí entonces que reconocemos cierta afinidad entre las proposiciones de Michel Foucault y Roberto González Echevarría, para quienes la noción de archivo se circunscribe al campo de los enuncia dos. El francés, en Arqueología del saber, dirá: "El archivo es ante todo la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enuncia dos como acontecimientos singulares" (Foucault, 2000, p. 170). El cubano agrega: "El archivo salvaguarda, retiene, ordena su diseminación, la dicta y organiza sus regularidades como discurso. El archivo guarda el arcano, el secreto" (González, 2000, p. 66). La lectura de una parte importante de tex tos que hacen suya la preocupación plástica en general y su materialización más concreta -el museo-, creemos, ilumina zonas no atendidas suficien temente en la exégesis tradicional de los cuentos y novelas que adoptan el museo como material5.
¿Y LA NOVELA?
"Como el archivo, la novela atesora saber" (González, 2000, p. 62) destaca González Echevarría en Mito y archivo, idea que instala el ejercicio cura torial en un lugar de enorme expectación porque se transforma en una práctica autoritaria de la memoria, que no puede sino ser provocadora. Jacques Derrida en "El cine y sus fantasmas" (2001) anota que "El archivo es una violenta iniciativa de autoridad, de poder, es una toma de poder para el porvenir, pre-ocupa el porvenir; confisca el pasado, el presente y el porvenir. Sabemos muy bien que no hay archivos inocentes" (p. 20). El co leccionismo, referente inmediatamente anterior al museo, desde siempre ha estado relacionado con el poder tanto económico como ideológico6. "La archivación produce, tanto como registra, el acontecimiento" (p. 24) acotará Derrida en Mal de archivo (1997). Las colecciones, entonces, exponen, ade más de los objetos eminentes, representativos y cuya dignidad amerite su vigencia y recuerdo en el futuro, la violencia en la conformación del corpus donde es posible percatarse de la posición de los objetos como dispositivos de valor(es) definidos por beldades más allá de su materialidad, relegada a posiciones inferiores a favor de la consagración de la esfera simbólica que facilita su instrumentalización en direcciones tan múltiples como contra dictorias. Wolfgang Ernst en Das rumoren der archiv (2002, El ruido de los archivos) apunta lúcidamente que el archivo oscila entre un "cementerio de hechos y un jardín de ficciones" (2002, p. 60).
El hospital, la prisión, el manicomio son algunos ejemplos de dispo sitivos de vigilancia, lista a la que agregamos el museo, construcción que reúne, encapsula y encierra contenidos (obras, objetos rupestres, arqueo lógicos, científicos, etc.)7 como lo hacen las prisiones o el manicomio con aquello que curiosamente atenta contra la estructura dominante. González Echevarría parece concordar con esto cuando en las líneas finales de su influyente texto señala: "El archivo no es un carnaval bajtiano, pero, si aca so lo es, ocurre dentro de los muros de la prisión de Foucault" (González, 2000, p. 252). En este sentido nos parece sumamente sugestivo plantearnos cómo funciona esta dimensión en los textos, en que también hemos reali zado un proceso de selección interesado precisamente para desenmascarar esta acción de que nos hacemos parte en las novelas y cuentos escogidos.
A continuación ofrecemos una mirada centrada en la incorporación de esta imagen arquitectónica y simbólica en el registro novelar y cómo se revela y descubre ante nosotros como una estructura carcelaria que, por cierto, no trabaja con cuerpos a los cuales disciplinar, pero sí con produc tos culturales de orden simbólico e intelectual, en muchos casos peligrosos para la estabilidad de lo social y, por lo tanto, críticos de su desempeño8.
Pasemos brevemente a visitar alguno de los museos de papel para perci bir su (in)adecuación al espacio literario.
La estructura de collage plástico en El Museo de la novela de la eter na (1967) de Macedonio Fernández posibilita al lector/espectador (re) construir un relato nuevo con los retazos y las ruinas del lenguaje, con lo cual desestabiliza y dinamiza la categoría "museo" como espacio acabado, suspendido y cerrado para, verbi gracia de la escritura tartamuda, incluso fragmentaria, profundamente heterogénea y descentrada, configurar una curatoría abierta que privilegia la libertad absoluta desestabilizadora de los principios fundantes de uno y otro espacio (museal, literario). El uso de esta imagen simbólica desacralizada prueba que los dogmatismos son im practicables y que las preconcepciones, las causalidades y jerarquías ahora se van distribuyendo libremente, conformando fragmentos de un discurso no representativo sino productivo (53 prólogos). La novela de Macedo nio, entonces, invita a ser leída desde la producción (Deleuze, 1996), desde la desarticulación misma del orden museal que en definitiva es el orden del género novela. Ricardo Piglia en Diccionario de la novela de Macedonio Fernández (2000) es categórico: "Novela equivale a museo: lugar de dicado a las musas de la Eterna. Sitio de la Inolvidable donde se vencerá el Olvido-muerte" (Piglia, 2000, p. 64)9. La novela como personaje desea resistir la muerte, fundamentalmente con el hecho de ser recordada, es de cir, manteniéndose en la memoria. Los prólogos insistentes e interminables nos demuestran el interés por mantener en la memoria aquello que aun no sucede, quizá apostando a que en el momento de verbalizar la acción prologada (la novela), aquélla se instale en una línea de tiempo que, en ese mismo momento, la deja atrás, olvidada. La forma que ocupa el texto para mantener en su distancia la memoria es trayendo la atención sobre sí: se multiplica en pequeños relatos, con juegos de palabras y nos conmina a un juego en que ella asume la forma de un modelo para armar, con lo que de paso crea la novela "artística", aquella inconclusa, disonante, desordenada en que el interés por la fábula (propio de la "novela mala") es desestimado a favor del montaje o de la construcción del museo imaginario personal.
Los textos de Cristina Peri Rossi, en cambio, apuntan a otra zona de este mapa sin trama de paralelos y meridianos. La escritora uruguaya ha decla rado (Golano, 1982) que su escritura se basa en el trabajo con tres símbolos importantes, el museo, el mar y el viaje, que si bien son temas transversales en su escritura, podemos reconocer con mayor intensidad en unos u otros textos. En el tema que nos ocupa podemos mencionar los libros de relatos: Los museos abandonados (1968) y El museo de los esfuerzos inútiles (1983). En ellos se nos presentan episódicamente cada uno de los relatos como cuadros plásticos (reproducciones), una especie de colección casi fetiche de personajes y ciudades artificiales, al nivel de reconocerlos pero sobresignificados y revestidos de cierto espesor plástico que se articula perfectamente con otras dimensiones del hombre contemporáneo. Dicho de otro modo, el trabajo sistemático sobre el tópico "museo" pensado como un refugio falso (Noguerol, 1995) en Los museos abandonados, pasando por el museo que es necesario destruir en El libro de mis primos (1969), hasta el museo como receptáculo del fracaso y la frustración de aquellos seres cuyos productos transmiten la implacable alienación provocada por los filamentos invisibles del poder en El museo de los esfuerzos inútiles (1983), van tramando una obra profundamente consciente del trabajo con archivos memoriales exhi bidos en un contexto museal que pone en relevancia ese "Contra-qué al que se dirige lo digno de ser conservado" (Luhmann, 2005, p. 219).
El museo de los esfuerzos inútiles parodia la idea de museo como re ceptáculo sagrado (templo) conservador de grandes e influyentes obras (enunciados, archivos) para dedicarse a curatoriar (seleccionar, montar, componer, conservar, etc.) una colección de proyectos a medio concluir, es decir, se pone en evidencia, se exhiben los fracasos y derrotas cuya dig nidad propicia escogerlos como paradigmáticos para el futuro. El absurdo proyectado (Noguerol, 1995) en los treinta relatos del texto manifiesta la desesperanza y frustración del hombre atrapado por fuerzas invisibles (po líticas, convencionalismos sociales, la rutina, etc.), situación de agobio que podemos comprender en un doble sentido: atrapados o antologados como seres de feria por su carácter excéntrico o diferente de la norma; y atrapados por su capacidad perturbadora del orden. Cecilia Lawless en "El cuerpo postmoderno en tres cuentos de Peri Rossi" (1995) concluye: "El museo funciona como una parábola de la desarticulación o fragmentación de la memoria en la ciudad moderna latinoamericana... Así las salas de museo, las exhibiciones, los letreros de identificación, obligan a la fragmentación de la historia en unidades alegóricas hechas de residuos del pasado. Sin em bargo, los cuentos de Peri Rossi exigen que miremos precisamente más allá de estos residuos" (Lawless, 1995, pp. 69-70).
Así como la escritura de Peri Rossi consolida museos inútiles, José Do noso en Naturaleza muerta con cachimba (1990) despliega su sapiencia respecto del mundo del arte que nos permite reconocer de qué manera la práctica museal resignifica no sólo los objetos que se incorporan dentro de sus límites, sino también los enunciados, los discursos y las prácticas artísticas. Marcos Ruiz Gallardo cae en la seducción propia de los objetos sancionados como obras de arte, parafraseando a Aurora León en El museo. Teoría, praxis y utopía (2010) cae en "esa obstinada tendencia del hombre a venerar de forma institucionalizada y ritual los objetos que rodean nuestra existencia" (p. 9). El personaje comienza, entonces, un desplazamiento des de la ignorancia a un conocimiento falaz del mundo del arte, en que el des cubrimiento por azar del Museo Larco lo introduce también, sin saberlo, en una sistemática reflexión sobre el valor de la colección de un pintor desco nocido y la influencia que este "encierro parisino" tiene sobre sus actos y los de la Corporación para la defensa del patrimonio cultural que él dirige. Con su ingreso al mausoleo y con su inserción en el mundo curatorial, la figura de "Marcos" (límites materiales del relato plástico y constituyente del mis mo) comienza a cobrar sentido y su imagen aletargada, ignorante y poca cosa empieza a quedar atrás en la medida en que cambia de velocidad, se entrega o ingresa a la práctica discursiva del mundo del arte, actividad que lo va inscribiendo rápidamente en lugares de superioridad. Los tres déjà vu que sufre Marcos en el museo Larco tienen una especial significación en el relato, puesto que gatillan la notable transformación del personaje, desde un ignorante y tradicional gestor cultural a un gallardo y progresista crítico de arte, desde su cara de "gato empachado con ese bigotito ridículo" (Donoso, 1990, p. 155) a un célebre curador y protector del legado de un artista tan singular como desconocido. Es de tal magnitud esta transformación que él y su amante abandonan su humanidad y se convierten en elementos contextuales dentro de un plano distinto al de la realidad de la ficción. En otras palabras los personajes se incorporan al relato plástico como un ele mento más, como un elemento transplantado (Donoso, 1990, p. 151).
Marcos Ruiz Gallardo y sus déjà vu se articulan a partir de esa cualidad original de la actividad museal: "la idea que cada persona se forja del mu seo responde a la conexión entre sus juicios y experiencias" (León, 2010, p. 326). Al entrar por primera vez en el museo Larco sufre "un inexplicable "déjà vu" -locución que desconocería si mi acercamiento al universo de Larco que empezó en esa visita- me envolvió al entrar al museo" (Donoso, 1990, pp. 114-115). Esta experiencia de sentir que una situación X ya ha su cedido antes prefigura en la novela el fundido del plano real y el plano de la ficción plástica, de manera que no reconoce dónde se produce la paramne sia "antes de darme cuenta de si el "déjà vu" que continuaba alucinándome se situaba adentro o afuera de los cuadros" (Donoso, 1990, p. 115). A partir de esta experiencia comienza a percibir inclinación por esas escenas me moriales, por lo pronto particulares, debido a que el afecto por la memoria denota el interés por poner en valor aquella dimensión patrimonial, de ín dole colectiva, que privilegia la detención y resistencia a los poderes articu-ladores del olvido. ¿Hasta qué punto el arte o la experiencia del arte puede cambiarnos o trastornarnos? Marcos al pagar la entrada al museo busca detener el tiempo y evadir la realidad con el objeto de que Hilda olvide que quiere regresar a Santiago; sin embargo, es él quien termina olvidando el deseo que siente por su novia luego de conocer "Naturaleza muerta con cachimba", cuadro que lo estremece y que anhela poseer.
En otra zona de desarrollo, Una novelista en el Museo del Louvre (2009) de Zoé Valdés rompe con la dimensión estática del museo que congela, san tifica y colecciona obras para, en un trabajo delicado y violento a la vez, otorgarles movimiento y vida, actividad que la consagra como una "fábrica de visibilidad" (Debray, 2001, p. 93). Los personajes de cuadros emblemá ticos del Louvre salen de su cárcel de paspartú para movilizarse, dialogar e interactuar con aquellos otros sujetos también encerrados en la tela y que desfilan frente a una mujer, una novelista que descubre otra dimensión del museo, el reverso de aquella tradicional visión estática y contemplativa. El museo dinámico al que se refería Alfonso Reyes se instala a través de la experiencia de la novelista -quien selecciona el material de archivo (los enunciados según Foucault)- que transita por aquel museo fantasmal que adviene por momentos museo-circo o museo-zoológico debido al carácter que van asumiendo los cuadros y sus relatos, los archivos y sus pruebas, la memoria y su perdurabilidad.
El texto fabula el encuentro de dos dimensiones cuya rigidez imposi bilita el acceso productivo al diálogo y la interacción entre colecciones y sus espectadores, quienes hemos ingresado al mundo del arte desde relatos mediatizados sobre autores y obras y no necesariamente desde la experien cia somática con aquellas celebridades plásticas. La novela de Valdés reviste esta problemática a partir del síndrome de Stendhal (o síndrome del viaje ro) sufrido por la letrada protagonista del texto embelezada por la belleza de los mitificados lienzos y esculturas a su disposición.
El encuentro, la salida de los personajes de los lienzos y la interacción desplegada en los pasillos del museo derriban en principio los límites entre arte y vida, ficción y realidad, pictura y poiesis, entre obra y espectador pri vilegiando ahora un relato distinto al de los catálogos de obra, en que los mismos personajes comienzan a generar alianzas, reconocimientos, cerca nías y distancias con sus vecinos de pared. La escritora cubana, alter ego de su personaje, se siente deslumbrada por la experiencia extraordinaria que vive, pareciera bajo el influjo del efecto Stendhal que quisiera traspasar a los lectores. El relato nos satura de información, nombres de obras, de autores, fechas, personajes, etc., flujo discursivo desatado que evidencia el estreme cimiento frente al estímulo de la belleza cifrada en los cuadros. Veinticinco son los relatos, y 126 los cuadros aludidos en 181 páginas, que dan cuenta de una dimensión alterna de las historias que cada lienzo encierra y que se nos han contado desde la expertiz de curador de turno10. Que la Mona Lisa sea una de las obras más importantes de la historia del arte tal vez no sea un dato relevante, lo sabemos desde este lado; pero que un personaje como Juan el Bautista salga de su cuadro con el único interés de conocer a la Gio conda pone el énfasis en el lado de allá, tal vez un espacio también contami nado por las líneas curatoriales del mundo de los vivos y de los poderosos.
Terminado este recorrido por algunos museos de papel, no nos queda más que reiterar que una investigación como la propuesta aquí sistematiza varias líneas de acceso al diálogo entre museo y novela (espacio museal y espacio literario), a la vez que proyecta zonas de reflexión interdiscipli naria y una revisión perspectivizada de este espacio memorial que instala intervenciones mayores en la conformación de colecciones que sostengan aquello notable al porvenir.
Por último, no quisiéramos pedir disculpas por tener que hablar de pin tura -como diría Valery-, sino por insistir en investigar, leer y escribir de tal manera que podamos distinguir aquel destino que comparten el museo y la literatura, ese "destino ético-político, cívico" (Déotte, 1998, p. 100).