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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  n.34 Concepción  2007

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482007000100007 

 

Acta Literaria N°34, I Sem. (111-128), 2007

ARTICULOS

 

De la Conquista a la Independencia: Mariano Picón-Salas y el lenguaje americano del ensayo

 

Mariano Picón-Salas: Mimesis, autochthony, and the essay genre

 

Miguel Gomes
The University of Connecticut-Storrs, Estados Unidos E-mail: magomessilva@hotmail.com


RESUMEN

Este artículo examina los vínculos entre la teoría de los géneros literarios manejada por Mariano Picón-Salas y la concepción del mestizaje que postula uno de sus libros más importantes, De la Conquista a la Independencia.

Palabras claves: Ensayo hispanoamericano, telurismo, mestizaje, nación.


ABSTRACT

This article examines the links between Mariano Picón-Salas’s genre theory and the concept of nation proposed by A Cultural History of Spanish America, from Conquest to Independence.

Keywords: Spanish American essay, autochthony, mestizo identity, nation.


 

I. Literatura y nacion

Mariano Picón-Salas se inserta en una tradición nacional de ensayistas que ya contaba con nombres prominentes como los de Andrés Bello, Simón Rodríguez y Rufino Blanco-Fombona. Su labor, al igual que la de la mayoría de sus predecesores, intenta conciliar inquietudes sociales y estéticas. De joven, sus convicciones progresistas se fortalecieron como respuesta a las atrocidades del gobierno de Juan Vicente Gómez. En 1922, escapando hasta cierto punto de esa atmósfera estancada y represiva, viaja a Chile, donde permanece hasta la muerte del dictador; esta primera experiencia internacional le da al escritor una visión verdaderamente hispanoamericana que durante el resto de su vida tratará de ampliar (Latcham 2000: 29ss). Cuando el golpe militar de 1948 pone fin a la presidencia de Rómulo Gallegos, Picón-Salas decide nuevamente abandonar su país e instalarse en México; años más tarde, restaurada la democracia venezolana, y gracias a cargos diplomáticos, las peregrinaciones en el extranjero, sobre todo en Latinoamérica, se reanudan.

Han de tenerse en cuenta esas circunstancias para poder comprender a cabalidad su ensayismo. La obra de Picón-Salas ilustra las ambiciones y los rasgos de una tendencia literaria que prevaleció en la primera mitad del siglo XX, a veces confundida con la vanguardia, a veces en franca disputa con ella a lo ancho de la América hispana. En las postrimerías del modernismo muchos escritores sintieron necesidad de compensar lo que consideraron excesos cosmopolitas de los decenios previos. La reacción contra lo que vieron como escapismo, indiferencia política y distante egoísmo respecto de los asuntos que concernían a la colectividad estuvo cargada de juicios morales y pronto los nuevos intelectuales se inclinaron por la condena de los modernistas pretextando su irresponsabilidad. Entre Martí y Darío, los dos paradigmas del movimiento de fines del siglo XIX, se estableció una oposición artificial y se prefirió invariablemente el ejemplo del primero –la frase “nuestra América”, de hecho, actúa como secreta contraseña de esa reevaluación de la historia literaria regional, apareciendo constantemente en los escritos de Alfonso Reyes y José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Manuel Ugarte, Fernando Ortiz y Germán Arciniegas, Jorge Mañach y todos los grandes nombres que dominan la escena ensayística. Si a ellos agregamos novelistas de creencias afines, tales como Gallegos, José Eustasio Rivera o Ricardo Güiraldes, o poetas como Gabriela Mistral, el Pablo Neruda del Canto general, Nicolás Guillén y muchos otros, pronto percibiremos un complejo pero consistente panorama que abarca diversas manifestaciones de las letras de Hispanoamérica.

Me he referido a una relación conflictiva entre esa corriente y la vanguardia. Si se considera que ambas empiezan por coincidir en su repudio del decadentismo modernista, la supuesta laguna revelará su naturaleza engañosa. El error que han cometido críticos posteriores, de separar el telurismo de la “novela de la tierra” u otros géneros y el experimentalismo pretendidamente europeísta de las agrupaciones juveniles de aquel entonces, salta a la vista cuando reparamos en el “criollismo” enfatizado por las revistas de la vanguardia argentina, Martín Fierro, entre ellas, o el diálogo íntimo que en el Perú entablan indigenismo y curiosidad por las novedades estéticas en la labor de José Carlos Mariátegui y otros compañeros de generación. También cuando nos topamos con disquisiciones muy tempranas de corte ensayístico. Arturo Uslar Pietri se vio obligado a defender en 1927 las vanguardias continentales de la falsa acusación de no estar sintonizadas con los problemas de la sociedad:

Ha habido hombres superficiales que han tomado la vanguardia como una excentricidad de artistas ociosos [...]. Sobre esta falsa base han intentado gritar que las nuevas generaciones de América son plagiarias del arte moderno europeo [...]. No solamente América no ha plagiado a las vanguardias del otro lado, sino que también ha hecho su aporte considerable y noble [: Tablada, Huidobro, etcétera]. Nuestras generaciones están cantando lo que el momento requiere de viril y fecundo [sin] los medios tonos decadentes. Nuestra América canta su momento y para ello sólo quiere a los de buena voluntad: somos fieles a las reclamaciones de nuestra cultura (Osorio 1998: 273-4).

Uslar Pietri mantendrá durante su carrera literaria ese americanismo aprendido en los años de fervor vanguardista. Y otro tanto podríamos alegar de su compatriota Mariano Picón-Salas que, en 1917, cuando contaba sólo dieciséis años, declaraba su fe en “Las nuevas corrientes del arte” como antídoto contra el modernismo escapista. En esa conferencia se exhorta a una lucha contra los artistas necesitados de “embriagarse de absintio en la taberna destartalada” para posibilitar un quehacer creador que capte la sensibilidad del presente, marinettiana y modernamente lleno de guerras. Lo esencial es que “por la obra de todo grande ingenio debe pasar su sociedad y su tiempo” (Osorio 1998: 53-59).

Más de un nombre se ha dado a esa reacción nacionalista o realista que se produjo en diálogo constante con las vanguardias. El término “mundonovismo” fue explícitamente teorizado por el chileno Francisco Contreras (1877-1933), figura poco difundida entre críticos recientes, pero que gozó de renombre en su tiempo, pues su cargo de director de la sección de letras hispanoamericanas del Mercure de France le atrajo enorme poder intelectual. Con dominio tanto del español como del francés, lo cierto es que Contreras, buen amigo de Darío, defendió e hizo publicidad al modernismo hispanoamericano durante la primera mitad de su carrera; pero, hacia el decenio de 1910, comenzó a insistir en un cambio cualitativo en la orientación de las letras hispánicas que las apartaba del esteticismo y afianzaba algo que estaba presente en ellas, aunque no aprovechado: la sensibilidad patriótica y el gusto por lo que las patrias americanas tenían de único, su aire de cosa “maravillosa”, “primitiva”, genesíaca ante los ojos de la cultura occidental –La Ville merveilleuse (1924), se titula, de hecho, una de las novelas de Contreras (Lastra 1987: 76-8). Si leemos con detenimiento las palabras exactas de éste, encontraremos una descripción que sorprende por su lucidez:

El Movimiento que triunfa hoy en las letras hispanoamericanas, el Mundonovismo, tiende a adaptar a nuestro espíritu y a nuestro medio las verdaderas conquistas realizadas por el movimiento anterior, el Modernismo. No se trata, naturalmente, de instaurar un arte local o siquiera nacional, siempre limitado, sino de interpretar esas grandes sugestiones de la raza, de la tierra o del ambiente que animan todas las literaturas superiores, sugestiones que lejos de anular la universalidad primordial en toda creación artística verdadera, la refuerzan diferenciándola. Se trata sencillamente de crear el arte del Nuevo Mundo, quiero decir, de la tierra joven y el porvenir. De aquí que denominemos este movimiento Mundonovismo y no Americanismo, como ha solido llamársele (1919, 101-2).

En 1930 la evaluación que hará del mundonovismo seguirá siendo eficaz, pues no sólo sostiene Contreras que los orígenes de la corriente son modernistas –no se le escapaba que tanto Martí como el último Darío la propiciaban, en cierta forma–, sino que insiste en la asimilación de la vanguardia y da, en medio de una copiosa lista de representantes, nombres considerados aún hoy como esenciales en todo recuento de la escritura americanista de la primera mitad del siglo XX:

La revolución modernista no era más que el segundo período que las letras de los pueblos jóvenes deben atravesar: el cosmopolita; no significaba más que la búsqueda, en el dominio extranjero, de los elementos culturales necesarios para poder explotar el tesoro propio. Era indispensable, pues, un nuevo movimiento que reaccionara contra la actitud falsa del modernismo y adaptara sus verdaderas conquistas al espíritu y al medio hispanoamericanos [...]. La derrota del positivismo y los desastrosos resultados del utilitarismo anglonorteamericano rehabilitan la tradición nacional y el gusto por las cosas de la tierra [...]. No pocos de los seguidores de las modalidades de vanguardia, que penetran en pos de la guerra europea, como R. Güiraldes, Silva Valdés [...], Jorge Mañach se incorporan también a la corriente vernácula; pues si esas modalidades, por su inclinación al cosmopolitismo y a la forma esquemática, no pueden convenir a nuestros países [...], son perfectamente adaptables. Puede decirse que todos los escritores de América han comprendido, al fin, que después de haber estudiado [...] el arte europeo, era menester crear con su propia alma [...]. Ciertos críticos han denominado este movimiento americanismo literario; yo lo he llamado Mundonovismo, porque aquel término sugiere la idea de la acción yanqui, y porque éste significa a la vez arte del Nuevo Mundo y arte del mundo nuevo (1937, 352-7).

La voluntad de historia que exhibe Contreras es obvia y algunos hispanistas influyentes de los últimos años –Cedomil Goic, Pedro Lastra, David Lagmanovich, Roberto González Echeverría y otros– han empezado a propagar la denominación de mundonovismo como la más adecuada para el movimiento que dominó la escena hispanoamericana después de la época modernista.

La opción programática de Picón-Salas, que es la que aquí más nos interesa, no fue la de Contreras y, como a la larga se verá en estas páginas, la diferencia de criterio resulta significativa. Hay entre sus escritos una especie de “manifiesto”, pero la antinomia que allí se plantea es la de un continentalismo de grandes miras y un limitado nacionalismo provinciano –“Americanismo y autoctonismo”, respectivamente, según el título que elige el ensayista venezolano en 1937. La “acción bolivariana” se opone a la mera “degollina de españoles” u otras iniciativas que, con el pretexto patriótico, pierden de vista el verdadero objetivo del amor a lo americano:

Las luchas de Bolívar con los que él llamó gráficamente los caudillos de las “patriecitas” –un Mariño, un Páez, un Arismendi– [...] representan la responsabilidad civilizadora frente al autoctonismo exclusivista y bárbaro. Bolívar encarna así una gran conciencia moderna (255).

Esa conciencia se compone de “métodos y valores occidentales” porque “Europa aún está en lo que leemos o pensamos. Que lo occidental se haga nuestro no por la copia mecánica sino por la adaptación consciente es todo el problema” (260). Creo que la preferencia por la palabra “americanismo” para designar su estética personal –que es también una ética, como lo constatan los pasajes citados– se explica porque el vocablo puede remontarse a la causa bolivariana, que Picón-Salas no dejará nunca de admirar, y a visiones con ella compatibles, como la de Andrés Bello. Después de todo, en el nacionalismo occidentalista que acabamos de comentar perdura intocado el ideario que esbozan célebres textos del maestro de Bolívar donde se pregonaba una continuación de las ciencias y saberes europeos que, sin embargo, debía acatar el principio de búsqueda de originalidad común en el Viejo Mundo –me refiero a las múltiples ocasiones en que Bello moduló esa idea en ensayos divulgados por El Araucano o en discursos universitarios. Tal comunidad de valores que enlaza a Picón-Salas con dos nombres tutelares del siglo XIX queda clara en los renglones de “Bello, entre los humanistas”, escrito donde, por cierto, se retoman y profundizan varios postulados de “Americanismo y autoctonismo”:

Andrés Bello –y en esto coincidía Bolívar– entiende la Independencia no como ruptura con la cultura de Occidente, cuyos primeros reflejos nos llegaron a través de España, sino como libre afirmación de todo lo que deberíamos aprender de ella aún, para que nos ilumine en el descubrimiento de nuestra realidad. Poeta, lingüista, educador y legislador, este primero y quizá el más alto de nuestros hombres enciclopédicos pide a esa cultura las formas, fundamentos y estilo de una armoniosa vida civil (1984, 206).

Un neologismo como “mundonovismo”, aunque designa exactamente el movimiento literario al que se afiliaba Picón-Salas y aunque Contreras fundamente su uso, tenía el inconveniente de ocultar el abolengo de ciertos anhelos esenciales de quien tanto se identificaba con tutores intelectuales y militares de las nacionalidades modernas. Pero no sólo el reconocimiento de esas raíces ilustradas y románticas distingue a Picón-Salas de otros escritores que en su tiempo intentaron retratar y entender lo americano. Me gustaría explorar en las próximas páginas justamente cómo ese proyecto de entrega a lo real genera una simultánea entrega a impulsos verbales o formales, a un lenguaje característico que no necesariamente ha de asociarse a una poética colectiva. Esa tarea supone, primero, un examen de las técnicas de representación de lo continental en una escritura a la cual Picón-Salas asignó un perfil específico –nos detendremos, por eso, en su definición del ensayo–; segundo, implica un repaso de ciertos fenómenos de enunciación, es decir, de representación de la subjetividad que intenta ocuparse del mundo objetivo. Para llevar a cabo lo que me propongo, una de las obras más adecuadas es, tanto por su visión internacionalista como por sus vastas aspiraciones intelectuales, De la Conquista a la Independencia –volumen que data de 1944, aunque reeditado con importantes correcciones en 1950.

II. Mestizajes e hibridismos

Los asuntos seleccionados por Picón-Salas en sus libros invariablemente giraron en torno a la definición de una identidad cultural. Esa meta unas veces se alcanzaba mediante el retrato de lo que los antiguos rétores solían llamar imagines, o sea, figuras ejemplares –sacadas, en el caso del venezolano, de la historia continental: Miranda (1946), Pedro Claver, el santo de los esclavos (1950), Simón Rodríguez (1953)–; otras veces, se alcanzaba mediante la contemplación de aspectos de una nacionalidad que inductivamente permitían entender la totalidad americana –Intuición de Chile (1935), Comprensión de Venezuela (1949), Gusto de México (1952)–; también, la vida del escritor en su búsqueda de claves comunes con otros seres humanos, especialmente aquellos que compartían con él un espacio geográfico y una tradición histórica, servía para ese intento de comulgar con la realidad –como puede apreciarse en Regreso de tres mundos (1959)– y, por último, otra manera de enfrentarse al objetivo elegido fue optar por una perspectiva amplia, tratando directamente cuestiones “americanas” –como ocurre en Europa-América, preguntas a la esfinge de la cultura (1947) y en el volumen que aquí comentaré.

Desde la “Advertencia” preliminar y acaso desde su título, De la Conquista a la Independencia subraya que el continente que se construye en sus páginas encarna la visión hegeliana de la historia, a la que Picón-Salas fue adepto. En ella priman las nociones de movimiento y progreso por sobre las de fijeza o permanencia:

En tan compleja y vasta materia como la de nuestra historia colonial hispano-americana, aún no definitivamente bien estudiada ni interpretada, me atreví a seleccionar algunos temas que ofrezcan, de la manera sintética que reclama nuestro tiempo presuroso, la imagen más nítida que me fue posible del proceso de formación del alma criolla (9).

Nótese que las primeras líneas retoman el motivo central que estructura otro de sus libros previos, de materia menos extensa, Formación y proceso de la literatura venezolana (1940), en el que se relataba, como entidad casi antropomórfica, el nacimiento, la juventud y la llegada a la madurez de una institución cultural dotada de identidad nacional. Ese dinamismo tiene la particularidad de expresarse en términos plásticos –lo no físico adquiere cualidades que sí lo son, la “forma” entre ellas– y esencialistas –¿de qué otra manera entender la concepción de un “alma” patria sino como “puerto”, bien obtenido con promesas de durabilidad?: el ideal de “independencia” permanente parece serlo, puesto que con la primera manifestación histórica de ésta se detiene el libro.

La “formación del alma criolla” exige un método y el período siguiente en que se explaya la “Advertencia” de 1944 lo esboza:

Cómo se forja la cultura hispano-americana; qué ingredientes espirituales desembocan en ella, qué formas europeas se modifican al contacto del Nuevo Mundo, y cuáles brotan del espíritu mestizo, son los interrogantes a que quiere responder este ensayo de historia cultural (9).

Dichas sugerencias se completan hacia el final del texto introductorio:

Toca a los escritores y pensadores de nuestros países fortalecer cada vez más las bases de ese entendimiento, y desenvolver la dialéctica con que suba al plano de la conciencia activa lo que hasta ahora vivimos como puro impulso emocional, como instinto que alienta sin organizarse, en el alma de nuestra gente criolla (13).

La América hispana es una idea que adquiere de modo paulatino, a través de secuencias “dialécticas”, llenas de tensiones y entrecruzamientos, una consistencia no sólo material sino humanamente racional con la cual, de paso, la literatura y las ciencias humanísticas, conjugadas en un escrito que se define a sí mismo como “ensayo de historia”, pueden interactuar. ¿Cómo demuestra De la Conquista a la Independencia tales tesis? No lo hace aspirando tan sólo a la declaración y aclaración de datos o creencias, sino también a la mimesis.

En primer lugar, examinemos cómo se elabora un retrato del continente. La “historia cultural” es, sobre todo, un progreso –un movimiento que cobra forma y alcanza su clímax gracias a la aceleración. El título del libro establece los parámetros de esa concepción no siempre explícita, aunque sí enunciada de manera casi musical por el “aumento de intensidad” de lo americano. Propician ese crescendo, con cierta frecuencia, los adverbios de tiempo, los participios que insisten en la inminencia de una llegada y la adjetivación enfatizadora de la noción de “camino” o “itinerario” social, con el soporte tropológico de un paralelo entre historia continental y vida humana. Lo que está alcanzándose es la plena lucidez del hombre “maduro”:

En la elaboración de nuestro [...] siglo XVIII participan [...] factores internos que provienen de la ya más despierta conciencia y mayor madurez histórica del organismo hispano-criollo (146-7).

[Antequera representaba] la naciente conciencia política hispano-americana en beligerancia contra el monarca español (150).

[Los jesuitas desterrados que se sienten mexicanos] tratan de afirmar su naciente orgullo nacional y mostrar al mundo la riqueza [...] de la tierra en que nacieron (153).

[La obra de Landívar] ofrece el palpitante indicio de un nacionalismo que ya despierta (160).

[En los periódicos coloniales e independentistas] se puede recorrer la compleja y excitada marcha de la conciencia hispano-americana en la búsqueda de su libertad política (175).

Que ese avance se determine siguiendo parámetros dialécticos, según lo anunciaba la “Advertencia”, parecen sustentarlo diversos pasajes donde se insinúa que en América, desde sus orígenes mismos, el entendimiento de lo histórico sólo es posible en esos términos:

En las mitologías indígenas [...] viven en permanente combate las fuerzas que podemos llamar conservadoras de la vida y creadoras de la cultura, con las fuerzas de destrucción [...]. La historia humana se convierte en una lucha sin término (18-9).

Como antítesis del optimismo vital del Renacimiento, de que era un personero a su modo el conquistador, los pueblos indígenas concebían la historia como fatalidad y catástrofe. Ninguna idea más ajena a la mentalidad india que la idea occidentalista del progreso (22).

Con todo, el pensamiento del ensayista cristalizará decisivamente hacia el final del capítulo donde medita sobre el “impacto inicial” de la llegada de lo europeo. Ese inicio de la historia “occidental” del Nuevo Mundo no puede disociarse de las mezclas raciales y culturales:

Contra el hispanismo jactancioso y contra el indigenismo que querría volver a la prehistoria, la síntesis de América es la definitiva conciliación mestiza. El mestizaje americano consiste en mucho más que mezclar sangres y razas; es unificar en el tempo histórico esas disonancias de condición, de formas y módulos vitales en que se desenvolvió nuestro antagonismo. Ni en la más coloreada historia de Heródoto [...] pudo contarse una experiencia humana tan ambiciosa, una tan extraordinaria confluencia de elementos disímiles (39).

Curiosamente, si ya había “lucha” en la cosmovisión indígena, el occidentalismo declarado de Picón-Salas hace que la dialéctica del ser americano arraigue sobre todo gracias al aporte español –de los “criollos”, se encarga de recordárnoslo una y otra vez, saldrá más tarde el verdadero impulso independentista. España parecía traer en su espíritu el germen de las conflictivas y musicales “disonancias” que harán posible la moción histórica; así pues, los conquistadores no son del todo “medievales” ni del todo “renacentistas”, sino duales “hombres de frontera” (48); el “demoníaco” Lope de Aguirre es capaz de censurar moralistamente a los frailes que holgazanean en vez de trabajar (50); el “genio” de España “conciliaba lo caballeresco y lo cristiano” (53); la primera ciudad fundada por los conquistadores se describe como “mezcla de gótico muriente y renacimiento inicial” (55). Europa como plataforma de lo “mixto” o “multiforme”, a lo cual sólo como elemento secundario pero indudablemente fortalecedor se añade lo no europeo:

[En el alba de nuestra historia civil se nota] una extraña mezcla de alegorismo y formulismo medieval con lujo renacentista, más el híbrido aporte que han de dar a [las] ceremonias, como en México, Perú o Guatemala, las masas indias o mestizas (57).

En esa sostenida amalgama que va creando al alma americana, las cualidades positivas no son las únicas. Lo negativo surge de vez en cuando, visible en el componente de barbarie y antihistoricismo que ofrecen tanto conquistadores como conquistados. Los españoles de la Contrarreforma, “anti-Renacimiento” y “anti-Europa” (99), que codifican el lenguaje de su cruzada mediante la exacerbación “incontenida” del estilo barroco, se juntarán con la “prehistoricidad” de lo indígena para producir un horizonte tenebroso:

En Hispano-América el problema [es decir, el retroceso al obscurantismo medieval implícito en ciertos aspectos del barroco] presenta nuevas metamorfosis, debido al aditamento de un medio más primitivo, a la influencia híbrida que en la obra cultural produce el choque de las razas y la acción violenta del trasplante (100).

No cuesta adivinar vestigios de determinismo decimonónico en esa imagen de lo americano. Repárese en que las dos ocasiones en que al término “mestizo” se prefiere el sinónimo parcial de “híbrido”, más propio de lo biológico e incluso de formas de vida no humanas, la “hibridez” parece provenir del componente indígena del mestizaje, tal como si –también hegelianamente, por cierto– Europa fuera la encargada de insuflar “espíritu” en lo que hasta entonces no pasaba de ser “naturaleza” (Hegel 86-99). El enjuiciamiento severo que hace De la Conquista a la Independencia de muchos excesos barrocos se vale incluso de un vocabulario heredado de la sociología o la psiquiatría obsesivamente biológicas del siglo XIX; de hecho, con elocuencia digna de un conde de Gobineau o un Max Nordau, se describe la labor de conventos y universidades coloniales, que no distinguen “las fronteras exactas entre las ciencias”, como impregnada de una “degeneración cultista” (112); la exuberante erudición de Sigüenza y Góngora o de Peralta y Barnuevo, por su parte, más de una vez se cataloga de “monstruosa” (113, 124) –y ya sabemos que, a partir del cientificismo positivista, toda expresión de horror, válgase abiertamente o no de “monstruos”, rezuma, según lo formula Nöel Carroll, “intersticialidad”, o sea, violación de clasificaciones establecidas, mezclas prohibidas de las que deberían ser categorías o especies puras (32ss).

De ese lenguaje conservador –todavía vigoroso en las ciencias sociales de la primera mitad del siglo XX– lo que salva a Picón-Salas es su fervor en la dialéctica. La “monstruosidad” o la “degeneración” de los elementos occidentales por el contagio de “hibridez primitiva” tiene su contrabalance o “antítesis” en otros valores o fenómenos:

El esoterismo es sólo un aspecto de la cultura de la época. El historiador que sólo observara la tendencia ornamental, el tono cortesano y formalista de la mayor parte de las obras literarias del siglo XVII, no comprendería su interna contradicción, la pasión reprimida, el verdadero drama espiritual que allí se esconde (114).

En efecto, en los esplendores de la poesía de Caviedes y, sobre todo, de Sor Juana se percibe una “realidad vital, una verdad distinta de la del arte oficialista” (115) que se traducirá estilísticamente en “barroco contenido” (117). El espacio que los dos mejores representantes de las letras coloniales ganan para lo real en medio del imperio de lo meramente esteticista establece, por consiguiente, una nueva tensión en el escenario intelectual americano, lo que sin duda posibilitará el avance. A fin de cuentas, un libro que, consciente de la época en que se escribía, muchas páginas antes había advertido cuáles eran las fuentes más remotas y profundas de su filosofía no podía atascarse en pesimismo racista:

Si la nueva ciencia política que nació con Maquiavelo habría de conducir, en la historiografía al modo de los pangermanistas, a la divinización del hecho cumplido, a la teoría del éxito, a una monstruosa biología social cuya postrera degeneración se observa en el nazifascismo de estos días, la cultura española [que engendró a la Hispano-Americana] puede reivindicar para sí un idealismo moral que, extraído de viejas raíces tradicionales y teológicas (San Agustín, Santo Tomás, los Fueros y las Siete Partidas), se hace presente en la legislación de Indias (52-3).

Nótese que lo que en otras partes de su ensayo es recaída en ideologemas deterministas se opone aquí a ellos, hecho que justifica que pueda conceptuarse De la Conquista a la Independencia no sólo como obra que postula una dialéctica en la formación del “alma criolla”, sino como obra ella misma dialéctica, tensa, disonante y réplica, en ese sentido, del objeto que se propone representar.

A eso me refería cuando hablaba de “mimesis” en la escritura de Picón-Salas. Su americanismo no consiste únicamente en un entusiasmo nacionalista pregonado a través de la literatura, sino en una literatura cuya configuración verbal quiere identificarse con lo americano. El libro se empeña en ser tan “mestizo” como la cultura que retrata.

Si desandamos camino para volver a las primeras líneas de la “Advertencia”, nos percataremos de que las pugnas o los cruzamientos que se dice que definen a una cultura aparecen en la expresión del ensayista. Reléase lo escrito después de afirmarse que el objetivo del volumen es ofrecer “la imagen más nítida que me fue posible del proceso de formación del alma criolla”:

Cómo se forja la cultura hispano-americana; qué ingredientes espirituales desembocan en ella, qué formas europeas se modifican al contacto del Nuevo Mundo, y cuáles brotan del espíritu mestizo, son los interrogantes a que quiere responder este ensayo de historia cultural (9).

La convergencia de campos tropológicos en las pocas oraciones anteriores merece caracterizarse de vertiginosa; la cultura mestiza se equipara sucesivamente y casi sin intermisión con la aleación de metales, las combinatorias culinarias y las confluencias hidrográficas, a lo que se añaden fenómenos físicos –modificaciones por roce–, entreverada proliferación vegetal y, finalmente, una prosopopeya crucial: lo inanimado se transforma en entidad humana; un género literario, el ensayo, adquiere una capacidad de responder preguntas que debería pertenecer más bien al escritor.

Otra manera de observar la cualidad “mestiza” del discurso es atender a la profusión de una construcción que identifica de inmediato el idiolecto de Picón-Salas –una de sus “frases especiales”, como certeramente las llama Cristián Alvarez (Picón-Salas 1988, 447-8):

El observador de hoy distingue un como común “aire indio”, algo que opone profundamente la psicología y formas de ideación del aborigen frente al conquistador (22).

En Santo Domingo pretende fundar una como pequeña corte de principesco tono renacentista don Diego Colón (55).

Hay como una línea de novelas frustradas que comienza en los centones de poesía narrativa del siglo XVI [y] sigue en las crónicas (97).

[Caviedes] es barroco no tanto en el enrevesamiento de la forma [...], sino [sic] en la expresividad y violencia de la burla, en la crudeza de su grosería, en un como sadismo de lo desagradable (115).

[Al imponerse la escolástica] es completamente comprensible que por un como acto deliberado España quisiera prescindir de todo aquel movimiento de la nueva ciencia (121).

“Un como” –“comparación difuminada”, según Angel Rosenblat (435-6)– suma a la duplicidad de toda analogía un grado notable de indeterminación, donde resulta imposible deslindar lo objetivo de lo subjetivo y un gusto notorio por las medias tintas que capta sigilosamente la índole polimorfa de la materia sobre la cual se discurre. Ya lo señaló Picón-Salas en más de una ocasión: en literatura la forma es tan vital como aquello a lo que en principio debería servir de vehículo (Palacios “Introducción” IV). La importancia del entorno, puesta en claro por un ensayista que profesa el americanismo, se transfiere a la palabra cuando la forma de ésta se pliega a las de su referente, cuando es su vivo retrato: toda la reverencia con que tratemos la realidad social ha de repetirse ante una escritura que lealmente la representa. La principal fuente de poder del arte nacionalista es, desde luego, aquello más allá de sí a lo que nos remite.

Las operaciones retóricas descritas con anterioridad nos conducen a otro modo en que el lenguaje del ensayista adopta –¿o prefigura?– el perfil continental. En esta ocasión nos enfrentamos con un terreno más amplio: la teoría del género –y con ella, la poética– de la que parte el texto de Picón-Salas. Que los tipos literarios se conciban según sus peculiaridades miméticas no sería un incidente aislado en De la Conquista a la Independencia; otros ensayistas del americanismo de la primera mitad del siglo XX insistieron en que los géneros y la historia literaria de nuestra cultura constantemente calcan las facciones de ésta –así, podrá aseverar Uslar Pietri en ese disimulado manifiesto que titula “Lo criollo en la literatura”:

El rasgo que me parece seguir en importancia y permanencia [a la invocación a la naturaleza en nuestras letras] es el que podríamos llamar el mestizaje [...]. Garcilaso el Inca, buen símbolo temprano, es más mestizo en lo literario y en lo cultural que en la sangre. Elementos clásicos y barrocos siguen vivos en nuestro romanticismo. Facundo es un libro caótico imposible de clasificar. Ese mestizaje nunca se mostró más pleno y más rico que en el momento del Modernismo. Todas las épocas y todas las influencias literarias concurren a formarlo [...]. Esa vocación de mestizaje, esa tendencia a lo heterogéneo y a lo impuro vuelven a aparecer en nuestros días en la novela hispanoamericana (OS 1212-3).

En el libro de Picón-Salas que examinamos el hablante persistentemente emplea los términos “ensayo” y “ensayar” en una acepción – ‘prueba’, ‘experimento’ y sus respectivos equivalentes verbales– que ya para su época empezaba a ser, si no arcaica, al menos poco frecuente en comparación con las otras que tienen los mismos vocablos: la fundación del Colegio de San Francisco de México fue “un utilísimo ensayo de Pedro de Gante” (70); la utopía de Vasco de Quiroga fue un “ensayo de civilización humano, justiciero y poético” (75); “el historiador de la cultura puede ensayar en medio de los géneros y materias contradictorias que se amalgaman en [la bibliografía barroca] una tentativa de clasificación” (129). Esto, por supuesto, después de que la “Advertencia” ha hecho explícita la condición de “ensayo de historia cultural” que tiene el volumen: América está llena de acciones que de una u otra manera pueden designarse con la misma nomenclatura con que identificamos la escritura que de ella se ocupa. El género es uno con el tema.

La capacidad del ensayismo para consubstanciarse con lo americano puede explicarse también por vías intertextuales. Justo cuando al final del segundo capítulo se formula lo que será la premisa central de Picón-Salas, “la síntesis de América es la definitiva conciliación mestiza”, hallaremos una indicación preliminar de cómo hemos de imaginar al sujeto que nos hace participar de sus reflexiones:

Más que una estricta causalidad lógica –artificial, por lo demás, en toda historia–, el secreto de nuestra psique ha de rastrearse, frecuentemente, por indirecta ruta emocional y estética. Requiere de poetas tanto como de historiadores (39).

La combinación de poesía e historia –otro mestizaje– es, ni más ni menos, una cualidad con la que el ensayista alaba a ciertos intelectuales: en la obra de “mayor valor en toda la literatura colonial”, los Comentarios reales del Inca Garcilaso, “la historia parece haberse convertido en algo más personal y finísimamente individualizado: en elegía, en poema” (73-4); la Histórica relación del Reino de Chile de Alonso de Ovalle es “más interesante como poesía que como historia” (96); “un como poeta idílico” resulta ser el historiador José de Oviedo y Baños (141). Después de esas opiniones, si recordamos lo que en otras oportunidades expresó Picón-Salas sobre el género al que pertenece De la Conquista a la Independencia y la mayor parte de su obra, encontraremos coincidencias que no deberían sorprendernos; dice su célebre pieza breve “Y va de ensayo” que el ensayista “parece conciliar la Poesía y la Filosofía, tiende un extraño puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos” (Rodríguez Ortiz 1989, 1: 105): ¿no es ese puente el que se ha propuesto cruzar Picón-Salas cuando, según apunta, acaricia rehacer el pasado –un “amasijo de datos”, o sea, conocimiento en bruto, substancia conceptual– acudiendo a “aquélla como alta intuición poética que reclama toda historia” (De la Conquista, 10)?

La ventaja –y el poder– del ensayo como género dual, por cierto, consiste en hacer al menos imaginables otras síntesis en sus asuntos o en su recepción. Una de ellas podría ser la del “permanente conflicto de la vida cultural criolla”, caracterizada por la escisión de un ámbito de ideas europeas que sirven a las minorías privilegiadas, “pero un tanto indiferentes a la realidad de la tierra”, y un ámbito de problemas “que brotan de las masas indias o mestizas” (11). Esa síntesis parece posible cuando la escritura reflexiva rehúye los encierros de los círculos elitescos y se propone a sí misma como producto destinado a un público más amplio:

Para que el libro sea legible y no circule tan sólo entre un respetable pero reducido número de expertos, he procurado podarlo del aparejo erudito, de lo que era estrictamente trabajo de cátedra [...]. Se llega a escribir –y es un peligro de la Universidad moderna– para otros catedráticos o para llenar aquella hoja de figuración y merecimientos con que se asciende en la carrera profesoral [...]. Hay estudios eruditos que de puro perfectos eliminaron la personalidad y sensibilidad del investigador. Por eso [...] preferí, de acuerdo con mi temperamento [...], lo que es humanamente más urgente (9).

En “Pequeña confesión a la sordina”, pieza que Guillermo Sucre con fundamento considera una “poética” (“Introducción” VII), Picón-Salas verá ese tipo de discurso divulgador como paradigma de lo ensayístico:

El público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista [...]. Seríamos muy malos hijos de esta tierra si nos aislásemos con nuestro botín intelectual a espaldas de las gentes y sus clamores (1987, 9-10).

En el sistema estético del americanismo o mundonovismo, el ensayo, además de espejo de lo real, y acaso por considerárselo así, hace las veces de caja de resonancias para lo que Roberto González Echevarría ha llamado “la voz del maestro”.

III. Los enigmas del arte

Hemos estado discutiendo pormenores imprescindibles para entender las estrategias de la subjetividad que organiza a la historia cultural americana en De la Conquista a la Independencia: un personaje que se desplaza entre el campo de las disciplinas humanísticas y el de la creación literaria, entre los saberes de las élites y la necesidad de educar al pueblo. Si admira el pensamiento de Bolívar y de Bello es porque, hasta cierto punto, los considera ejemplos imitables en el presente. El heroísmo que postulan deja trazos en el hablante de Picón-Salas: no olvidemos que su libro está conduciéndonos a la Independencia y que nuestra lectura concluirá cuando la guerra liberadora aparezca ante nosotros en los párrafos finales. Fenomenológicamente, de esa manera, otra “mezcla” más se verifica: no sólo el enunciado refleja rasgos esenciales de lo americano –procesos dialécticos, mestizajes, esfuerzos “ensayísticos” constantes–, sino que el tiempo de la enunciación y el tiempo histórico por ella verbalizado corren paralelos y se confunden al alcanzar simultáneamente la concreción del “alma criolla” en la gesta emancipadora. No por casualidad la última oración del libro, que nos prepara para el sino continental y bolivariano de la rebelión contra España –“Para la idea y la obligación que viene no se conocen entonces fronteras” (192)–, nos recuerda que casi todo el ensayo, cuyo asunto es el pasado, ha empleado el presente histórico y ha borrado, por tanto, las barreras entre nosotros y el proceso lejano, sentido en nuestra inmediatez lectora.

“Maestro” y “héroe”, sí –atuendos comunes entre ciertos americanistas–, pero dudo que en el caso específico de Picón-Salas sea factible reducir su proyecto como escritor a demagogia, ese método tan fácil de acumular “poder simbólico”. El camino que elige es mucho más arduo, ambiguo y atractivo. Como “héroe” su peregrinar tiene un halo trágico: el lector cuidadoso ya habrá entrevisto la presencia de un mitema en el modo como el ensayista insinúa la historia de sus hazañas. La imago de Bolívar, por razones biográficas, no sólo sugiere triunfos, sino desencanto y fatalidad: más que paladín invencible, es el titán romántico que nos conmueve con su caída final. El otro héroe que vertebra, aunque más discretamente, momentos álgidos de la retórica de Picón-Salas es también vencedor y luego víctima: me refiero a Edipo. Piénsese en las palabras de la “Advertencia” tras una enumeración que hemos estudiado con detenimiento: “son los interrogantes a que quiere responder este ensayo” (9); tómese en cuenta el llamativo título de un libro escrito poco después: Europa-América, preguntas a la esfinge de la cultura; y no soslayemos las múltiples oportunidades en que De la Conquista a la Independencia aprovecha con embeleso la imaginería del “enigma” –además de necesitarse un poeta-historiador para rastrear “el secreto de nuestra psique” (39), el “conflicto de la cultura criolla” puede verterse en metáforas edípicas:

Desde tempranos días se plantea el que todavía parece permanente y no resuelto enigma de la cultura hispano-americana, o sea el de la imitación y transplante de las formas más elaboradas de Europa [...] y la intuición de que hay que llegar al alma de la masa indígena (60).

El enigma de esa América naciente formada de distintas razas y distintos grupos humanos que para comunicarse entre sí habían saltado largas etapas de historia y de cultura estalla de pronto en crimen o violencia o pide a la brujería su grosera panacea (95).

En la obra de Sor Juana Inés de la Cruz parece producirse como en ninguna otra una extraña confluencia de todos los valores y los enigmas del siglo barroco (117).

Hay asimismo algo trágico en la faceta magisterial del hablante al cual Picón-Salas cede las riendas de su ensayo. La erudición de Andrés Bello, su gran modelo, resulta para él inalcanzable –y no por el deseo de ser legible para el gran público. Basta comprobar cómo un ablativo, procedente del título De Orbe Novo, se emplea como si fuese nominativo y además alabando el estilo del original: “América merece aquel epíteto de ‘Nuevo Mundo’ (Orbe novo) que le diera, en su elegante latín humanista, Pedro Mártir de Anglería” (De la Conquista 15); o cómo el diera de esas mismas líneas, junto con numerosos casos verbales similares a lo largo del libro, ignora las alarmas y recomendaciones de Bello cien años antes, en la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, válidas aún hoy:

Miro el empleo de la forma en ra [cantara, temiera] como un arcaísmo que debe evitarse, porque tiende a producir confusión [...]. Lo peor es el abuso que se hace de este arcaísmo, empleando la forma cantara no sólo en el sentido de había cantado, sino en el de canté, cantaba y he cantado.

Sospecho que en todo lo que acaba de señalarse, curiosamente, hay razones que explican la hasta ahora ininterrumpida admiración que se siente por la obra de Picón-Salas, es decir, su merecida “nombradía” (Rodríguez Ortiz 1995, 9). Cuando De la Conquista a la Independencia intentaba rescatar de la abominada literatura barroca a Valle y Caviedes y Sor Juana –autora de “poquísimos versos auténticamente líricos” (118)–, el ensayista aclaraba que el interés que despiertan no está reñido con el hecho de que en ellos hubiese un toque de “frustración” (115): ambos poetas deparan a quienes sepan leerlos “interna contradicción”, “pasión reprimida” y “verdadero drama espiritual escondido” (114). Otro tanto puede decirse del heroísmo o magistralismo del sujeto ensayístico de Picón-Salas: si los entendiésemos superficialmente –ha ocurrido con cierta frecuencia y es de lamentar–, nos veríamos forzados a conceptuar al escritor del siglo XX como anacrónica supervivencia del pasado decimonónico; si, en cambio, prestásemos atención al pathos y la ansiedad que desencadena la imposibilidad moderna de reproducir al pie de la letra los ideales que la historia patria ha fijado en épocas de fundación, nos toparíamos con una escritura en que el empeño antiformalista y realista se lleva a cabo con una pericia literaria paradójica, capaz de articular un lenguaje que da la sensación de “copiar” rasgos del mundo, cuando éstos sólo surgen en los confines del libro y gracias a una actividad representadora. Se trata, lo habrá adivinado el lector, del callejón sin salida de las estéticas enfáticamente “comprometidas” tal como lo puntualizó Theodor Adorno: “la primacía de lo doctrinario sobre la forma pura se convierte en una contradicción [puesto que] eliminar el ornamento a favor de lo funcional constituye otro modo de aumentar la autonomía de la forma” (2: 84).

De la Conquista a la Independencia y otras obras de su autor nos estimulan todavía no tanto por su densidad ideológica o la efectividad de su empresa divulgadora como por la destreza artística con que dan cuerpo a una ilusión: la de no ofrecer ilusiones. Coincida o no la cultura continental con lo que hallamos en esas páginas –¿quién tiene la autoridad para emitir un juicio conclusivo al respecto?–, lo cierto es que el rigor expresivo con que se expone esa visión de lo real basta para definir al que lo posee como un escritor memorable.

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Recibido: 28-02-2007.Aceptado: 03-04-2007.

 

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