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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  no.57 Concepción dic. 2018

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482018000200071 

ARTÍCULOS

MEMORIA INFANTIL, GÉNERO Y DICTADURA: MARÍA LAURA FERNÁNDEZ BERRO, LAURA ALCOBA Y LEOPOLDO BRIZUELA

CHILDHOOD MEMORY, GENDER AND DICTATORSHIP. MARÍA LAURA FERNÁNDEZ BERRO, LAURA ALCOBA AND LEOPOLDO BRIZUELA

Virginia Bonatto 1  

1Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CINIG) / Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP - CONICET) Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FaHCE) Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Argentina virginiabonatto@gmail.com

RESUMEN

Resumen: En este trabajo se analizará la construcción de la mirada infantil en relación con la recuperación del pasado reciente en las novelas El camino de las hormigas de María Laura Fernández Berro, La casa de los conejos de Laura Alcoba y Una misma noche de Leopoldo Brizuela. Estos tres textos, escritos en forma de autobiografías, abordan experiencias familiares relacionadas con los años de la dictadura cívico-militar argentina y construyen una visión sobre el pasado y sobre la memoria con aportes originales brindados por el enfoque seleccionado: la mirada inocente del infante. Al reproducir las experiencias vividas junto a adultos políticamente activos, la voz niña toma distancia respecto de los lugares comunes del recuerdo colectivo, y, al mismo tiempo, expone de una manera original las características patriarcales del periodo de violencia estatal evocado. Esta mirada da cuenta, además, de las relaciones de poder y de género que dan forma a los vínculos familiares.

Palabras clave: Mirada infantil; género; memoria colectiva; dictadura cívico-militar argentina

ABSTRACT

Abstract: The purpose of this work is to analyze the novels El camino de las hormigas (María Laura Fernández Berro), La casa de los conejos (Laura Alcoba) and Una misma noche (Leopoldo Brizuela) considering the ways in which these texts combine the reconstruction of the past with the childish perspective. Written like autobiographies, these novels collect family experiences related to Argentine's last military dictatorship and offer a genuine vision of that past, that has to do with the childish and innocent perspective. The voice of the child takes distance from the common places of collective memory related to the experiences of politically active adults. At the same time, it exposes the patriarchal characteristics of that period. Moreover, the childish perspective exposes the relations of power and gender that shape family bonds.

Keywords: Childish perspective; gender; collective memory; Argentine's military dictatorship

El abordaje de vivencias de infancia durante la última dictadura militar argentina es un fenómeno reciente que se da tanto en la literatura como en el cine. Este tipo de relatos muestra un nuevo punto de vista en el complejo entramado de la memoria colectiva: se trata de la mirada inocente del niño o de la niña, que registra y comunica en primera persona experiencias y percepciones no siempre adaptándose a la retórica de la conmemoración de las otras víctimas (sus padres, en el caso de hijos de desaparecidos), e incluso a veces permitiéndose puntos de disenso o de cuestionamiento respecto de las decisiones tomadas en el pasado por los adultos. Teniendo como primer horizonte formativo la creación e intervención política sobre la memoria llevada a cabo por la agrupación HIJOS1, la narrativa de los hijos se diferencia claramente de los discursos de la memoria representados en las décadas del ochenta y del noventa por las voces de las víctimas y de la militancia. Ahora, la mirada pretendidamente inocente permite operaciones sobre la memoria colectiva que incluso pueden llegar a poner en entredicho la entrega revolucionaria de los padres militantes (sin caer por ello en pesados imaginarios que asocian la culpa con el accionar subversivo). Pero también, como se verá en las novelas de Leopoldo Brizuela y de María Laura Fernández Berro, el sujeto niño/a es quien puede advertir la complicidad de los adultos civiles o incluso actuar como cómplice en las tramas represivas del Estado, y se constituye así en sujeto inmerso en relaciones de poder que mezclan lo familiar con lo político.

En este trabajo me propongo comentar de manera conjunta las novelas El camino de las hormigas de María Laura Fernández Berro (2005), La casa de los conejos de Laura Alcoba (2008) y Una misma noche de Leopoldo Brizuela (2012), pues todas ellas tienen en común algo más que el hecho de estar ambientadas en la ciudad de La Plata. Se trata, en efecto, de novelas que construyen una mirada infantil a partir de la cual se intenta recuperar el pasado personal y familiar, y que se anima a poner en cuestión el comportamiento y el mundo de valores de los allegados adultos durante ese pasado, cuyas heridas de alguna manera la escritura vendría a suturar. Asimismo, en las tres novelas se pone el foco sobre distintas relaciones de poder, tanto en el ámbito familiar como en el espacio social y político más amplio, dimensionadas desde una perspectiva que acentúa la problemática del género sexual en un contexto que paradójicamente equipara a todos los individuos, sin importar el signo político o ideológico de cada uno, al mostrarlos formando parte de un contexto que reviste características estamentales y propias del patriarcado. En dos de estos relatos (el de Alcoba y el de Brizuela) la mirada infantil establece un diálogo complejo con la mirada adulta, que aparece representado en la escritura. En el caso de la novela de Fernández Berro, la voz adulta queda expresamente borrada. Ambas estrategias apuntan a dejar en evidencia las tensiones en la búsqueda del sentido acerca del pasado: la dimensión privada/infantil impide que ocurra la clausura semántica necesaria para la articulación pública de la memoria.

Por otro lado, los tres relatos se presentan como novelas autobiográficas o relatos del yo, y desde esa dimensión testimonial (que puede o no ser ficticia) ingresan en el discurso de la memoria poniendo sobre el tapete aquello que equivaldría a un olvido o un descuido del discurso público conmemorativo. En ese discurso, no obstante, el significante hijos cuenta con una historia legitimada e incuestionable. Sabemos que los niños apropiados han sido un tema central en la lucha por los derechos humanos emprendida por Abuelas de Plaza de Mayo2, reconocida incluso más allá de las fronteras de Argentina. Las causas por la apropiación y cambio de identidad de los niños hijos de desaparecidos, de hecho, mantuvieron vigente la demanda de justicia, a lo largo de los cambiantes contextos jurídicos y políticos en torno a los delitos operados desde el Estado represor. En todo caso, lo que las tres novelas mencionadas vienen a reponer, no es tanto la presencia de los niños como víctimas de aberraciones organizadas desde el Estado durante la dictadura, sino la existencia de un tipo de mirada y de subjetividad que también tiene una historia que contar, es decir, que debe contar en la memoria colectiva. En este sentido, la posición subordinada (y prácticamente invisibilizada) del niño o de la niña tanto en el sistema familiar como en la estructura social que los incluye aparece en estos relatos como el punto de partida para la emergencia de una subjetividad que, desde la inocencia y la desposesión, es decir, desde la condición de dependencia absoluta hacia el otro que es límite y condición del yo (Butler, 2006, 43-44), construye a su manera un tipo de intervención comparable a lo que James Scott describie ra como la "infrapolítica de los desvalidos" (2004: 22).

Desde esta lectura, entiendo la memoria colectiva como la dimensión comunicativa de lo que Ian Assmann ha denominado como memoria cultural, es decir, el acervo de conocimiento objetivizado y simbolizado tanto del pasado remoto como del más reciente, en el cual los grupos sociales basan su conciencia de unidad y de especificidad. Dado que permite a esos mismos grupos reproducir y reafirmar su identidad, la memoria cultural debe entenderse en su dimensión formativa y normativa (Assmann 1995: 128). En ese paradigma, la escritura es el instrumento por excelencia que sirve a la memoria cultural para lograr su persistencia y hacer efectivas sus capacidades de cohesión social. La escritura permite que la memoria colectiva se despegue del horizonte del recuerdo y del conocimiento; permite, precisamente, la transformación de la memoria comunicativa en memoria cultural, es decir, educacional (2008: 40). Si tenemos en cuenta, en el caso argentino, el caudal de documentos, ensayos, testimonios y relatos que se han escrito en torno a la última dictadura, y si a ellos sumamos las producciones audiovisuales documentales y ficticias que abordan el pasado reciente, podemos afirmar que la memoria de ese pasado, el reclamo por el "Nunca más",3 la necesidad de reivindicación de las víctimas y los procesos de judicialización de los crímenes de Estado, son parte de un sustrato cultural más o menos estructurado y consensuado que da sentido al presente y conforma, a su vez, un horizonte de expectativa hacia el futuro (Vezzetti, 2007: 3). En otras palabras, ese acervo textual conforma el espacio común de la memoria cultural, no siempre homogéneo (pues la memoria es, precisamente, territorio de disputas que se juegan siempre en el presente). Ahora bien, de manera homologable a la relación que Maurice Halbwachs viera entre comunicación y memoria colectiva, la memoria cultural se funda en la tradición (Assmann, 2008: 25). Este concepto implica solamente aquello que se desarrolla "a conciencia y bajo control en el trabajo cultural" (2008:45), es decir, no abarca en su totalidad la dinámica de la identidad y del recuerdo, ya que deja afuera los significados culturales inconscientes, los cuales se organizan bajo la categoría de "memoria acumulada". Así, en analogía con el concepto freudiano de lo reprimido, que operaría en el plano de la memoria individual, Assmann propone la memoria cultural como concepto que abarca, en una de sus tantas dimensiones, lo excluido, lo descartado, "lo no instrumentalizable, lo herético, lo subversivo, lo separado" (2008: 47). En este punto, las novelas de Fernández Berro, Alcoba y Brizuela vendrían a posicionarse como portavoces de esa dimensión descartada, no instrumentalizable, de la memoria colectiva y cultural. Erigidas sobre una doble operación ficcional y socialmente rememorativa (que, a la postre, también supone la intervención de la ficción, tal como lo muestra de manera exuberante el texto de Fernández Berro), el rescate que proponen sobre vivencias en absoluto hegemónicas actúa también sobre el contenido histórico que las sostiene: son textos que dialogan con el presente, con el estado actual de la memoria colectiva, con los vacíos y los silencios familiares a los cuales desafían. Se trata de historias que reponen la dimensión menos visible del discurso oculto (Scott, 2004), por tratarse de perspectivas, evaluaciones y fantasías infantiles. Y exponen, también, con inusitada fuerza, como intentaré demostrar a lo largo del análisis, los aspectos específicamente patriarcales de ese pasado, familiar y social, atravesado, además de por la violencia política, por otras violencias menos visibles pero igualmente constitutivas, que deben leerse desde una perspectiva que tome en cuenta la problemática del género sexual. La mirada infanciada (Punte, 2014) constituye una poderosa estrategia que permite vérselas con esos aspectos poco referenciados desde un lugar que se pretendería ajeno: el niño es un actor del pasado, sí, pero no toma decisiones, y se limita a observar o acompañar a los adultos, a ser, en algunos casos, su víctima doméstica.

El camino de las hormigas de María Laura FernándezBerro (2005)

Adriana Badagnoni ha propuesto el concepto de "estética de las ruinas" para describir la novela argentina reciente sobre la dictadura (2012: 18). Se trata de una literatura que trabaja a partir de los fragmentos del saber recolectado, escuchado, recordado, y que tematiza una y otra vez las difi cultades del contar. La mirada testigo del infante permite dar cuenta de un modo muy singular y con un efecto impresionante del "miedo oscuro e innombrable" que oprime en todos los espacios (2012: 18). La tensión entre no saber o no entender nada y saber o entender lo que otros quisieron que se supiera da lugar a un tipo de narrador que juega con la incertidumbre, la fabulación, y las posibilidades de constituirse en agente de una narración inconclusa y sospechosa respecto de la verdad de la historia.

En el caso de novelas escritas desde una perspectiva femenina encon tramos un plus de sentido en relación con la producción literaria sobre la memoria. Se trata de un tipo de discurso que incorpora una mirada atravesada por la experiencia del cuerpo sexuado, en tanto vivencia de un género que se reconoce subalterno o en situación de desventaja respecto de la hegemonía masculina en el discurso histórico y en la experiencia rememorada. A su vez, la mirada infantil complejiza esta situación ya que supone un paso más lejos aún del logos organizador que da sentido a la experiencia (Punte, 2014: 2). Si, como afirma Célia Amorós, el sistema de domi nación patriarcal se constituye mediante mecanismos de autodesignación mediante los cuales quienes dominan marcan su pertenencia práctica al conjunto de los varones (2006: 116), existe un correlato heterodesignado que sella, por exterioridad, esa pertenencia o ese privilegio. Las mujeres encarnan, en la cosmovisión patriarcal, el espacio de las idénticas e indiscernibles. En cuanto a las posibilidades de autodesignarse, el recorrido hacia la voz propia supone, necesariamente, un acto de rebeldía respecto de la condición subalterna, o heterodesignada. Un decirse que es a la vez decir al otro, impugnar su privilegio. La literatura ha recorrido muchas veces el camino hacia el decir diferente. En el caso de la novela de Fernández Berro, nos encontramos con una voz doblemente obturada por los discursos de la memoria: quien narra es mujer y es, en todo momento, niña.

El posicionamiento infantil ubica a la novela en cierta zona extrañada desde la cual se da cuenta de una vivencia otra. El texto mantiene una tensión irresuelta entre, por un lado, la inocencia y el no saber, y, por el otro, los sentidos (sean hegemónicos o revolucionarios) que los demás imponen como interpretaciones unívocas de una realidad excesiva. En esta lógica, el único camino posible es el que se abre hacia los confines maravillosos de la fabulación. De este modo, la novela intercepta el testimonio, la memoria y la fábula y arroja como resultado un texto híbrido e incómodo, que pone a prueba cualquier afirmación acerca de una verdad de la memoria.

La protagonista y narradora de El camino de las hormigas es una niña casi adolescente que vive en una casa de la ciudad de La Plata junto a su madre, sus abuelos y un tío. Los vivos y los muertos comparten igual presencia, a partir de situaciones extraordinarias como el alojamiento del abuelo, después de muerto, adentro del piano o la posibilidad de que el padre, enterrado en el patio, pueda ser resucitado. En concordancia con un tipo de representación que Sylvia Molloy ha descrito para la autofiguración del yo femenino en la novela latinoamericana (2006: 83), la familia del texto de Fernández Berro tampoco tiene nada de idílico: se trata de un espacio la mayor de las veces hostil y violento en el cual la niña aprende algunas estrategias de supervivencia. La primera parte de la novela traza las características de esa violencia doméstica que no puede pensarse si no es a través del prisma de las relaciones entre fuertes y débiles caracterís ticas del patriarcado. Así, la madre y la abuela castigan habitualmente la curiosidad o la intrepidez de la protagonista, sin establecer en ningún momento relaciones de solidaridad o de paridad ("me desaté de la sábana y la frazada para que no me arrancara los pelos. Mi mamá es un sapo que es un príncipe que es la tristeza", Fernández Berro, 2005: 40). La niña, además, es sometida sexualmente por el tío, y toda la sexualidad de los miembros adultos de la familia es abiertamente mostrada, en escenas que, por reiteradas, resultan violentas:

Yo los espiaba detrás de la puerta. Ellos sabían (...). Rodolfo parecía no calentarse y mamá estaba en llamas. Entre las tetas le brillaba la trans piración y él le miraba los ojos de gata triste (2005: 47).

Lloro también cuando el tío no viene a mi pieza. Cuando puede, se mete despacio y se sienta en mi cama. Con el dedo me toca la frente y me da besos en los ojos. Lo miro y nos reímos juntos. Me agarra de las manos y me hace doler (...). A veces me desprende el camisón y me revisa las lastimaduras. Juega con mis pezones y me dice que no me tengo que lastimar más (2005: 28).

Los dos fragmentos transcriptos expresan distintos modos de articular los temas de la exposición y la violencia. Exposición, en referencia a la niña que sabe o mira más de lo que debería, pero también en el sentido de vulnerabilidad (expresada incluso en las heridas corporales de la segunda cita), de desposesión. Y violencia, en relación a aquello que emana del universo adulto que de modos más o menos directos abusan de la niña, quien los mira y los desea. Esta dimensión íntima del abuso prefigura la violencia estatal operando directamente puertas adentro, como se verá en la segunda parte de la novela.

En esa segunda parte, titulada "El sótano" (como referencia metafórica a una zona del hogar escondida y ominosa, en contraposición con la primera parte titulada "La casa"), el tío pasa a la clandestinidad y empieza a vivir encerrado en el sótano. Aparecen entonces dos personajes históricos, vinculados a la represión estatal durante la dictadura cívico-militar: Ramón Camps y Monseñor Plaza. En un relato declaradamente inverosímil, la niña, sobornada con un gato y un caramelo que Camps le regala, entrega a su tío y se transforma en carcelera, dentro del mismo sótano. A partir de aquí, la perspectiva infantil echa mano de la crueldad intrínseca propia del cuento tradicional, reactualizándola en un devenir narrativo que desnuda la violencia inenarrable de unos hechos cercanos y familiares. En este caso, la astucia del gato en "El gato con botas", intertexto desconcertante con el que dialoga la segunda parte de la novela, desarma cualquier situación verosímil o históricamente comprobable y al mismo tiempo direcciona la mirada hacia la única verdad de ese pasado, que no es otra cosa que su insoslayable poder de destrucción. En la cita que sigue, los significantes "gato", "bota" y "bolas" conforman una constelación ominosa que alude de manera doble a la perspectiva infantil y a la violencia inenarrable del Estado de facto:

Me dejaron arriba con el gato. No sé qué pasó, pero a partir de ese día, el tío estuvo atado a la cama con una cadena. Campito me explicó que lo ataba hasta que se acostumbrara al gato (…).

-El gato es para vos. Pero primero voy a hacer algo.

Se sacó la bota larga, metió el gato culo para arriba en la bota y con una navaja le cortó las bolas.

-¿Qué tiene?

-Para que sea bueno hay que castrarlo. Así no se escapa y está todo el día con vos.

(...) No entendí. Pero a partir de ese día supe que un gato castrado es un gato sin bolas, y que Campito sí tenía bolas porque sabía cómo hacer buenos a los animales (Fernández Berro, 2005: 76-77).

La niña rebautiza a Ramón Camps con el sobrenombre "Campito". De este modo, el lenguaje infantil, propio de la voz de la intimidad, se cruza nuevamente con uno de los significantes más revulsivos para la memoria colectiva local, ya que se trata nada menos que de la figura del jefe de la Policía Federal, quien manejara varios centros de detención en la Provincia de Buenos Aires, y que es acompañado aquí por otra figura siniestra, Monseñor Plaza, el capellán mayor de la Policía de la Provincia de Buenos Aires4. Los detalles de las torturas físicas a las que el tío es sometido en el espacio del sótano son narrados con precisión realista, desde una mirada inocente y extrañada que se permite contar el horror sin juzgarlo ni acondicionarlo, sin elisiones ni rodeos. En este punto, la novela se inscribe, de manera oblicua, en la tradición literaria de la memoria inaugurada a mediados de la dé cada del noventa y que, a diferencia del modelo literario anterior, contara descarnadamente los aspectos más siniestros de la represión (Gramuglio, 2002: 11):

Campito sigue enojado con Tito. Lo patea, le pega y se ríe. También le muestra fotos (...). El tío llora tanto cuando ve la foto de Gracielita que me da rabia que esté enamorado. (…) Campito le pregunta cosas fáciles: cómo se llamaba el abuelo, qué hacía papá, cosas de mamá. No se acuerda de nada (...) Hoy a la tarde, al tío le saltó el cuerpo como si adentro hubiera otra persona. Campito le ponía un cable y era como si le pasaran el cuerpo de otro que lo hacía saltar y hacer muecas. De los nervios, me daba risa (Fernández Berro, 2005: 78-79).

El final alegórico de El camino de las hormigas muestra a la protagonista escapando de la casa invadida por agua, hormigas y por una patrulla paramilitar que apuntan a todos con metralletas. La niña, apretando sus juguetes guardados en el bolsillo, camina hacia el oeste, en dirección al sol. Remisión, quizás, al deseo de libertad absoluta que mueve, también hacia ese punto cardinal, al protagonista adolescente de Las aventuras de Huckleberry Finn, o alegoría de un nuevo inicio para la generación que tendrá la suerte de crecer en democracia, este final propone la fuga como instancia plena del sujeto niña, en oposición al encierro de la casa y al orden opresivo impuesto desde el Estado. Una nueva lógica no racional se impone, cerrando el ciclo de una fábula que no busca explicar ni revelar, sino exorcizar el horror de una época que se rememora como imposible.

La casa de los conejos de LauraAlcoba (2008)

La novela de Alcoba, como observa María José Punte, presenta un tipo de subjetividad atravesada por la falta (2014: 13). La casa, en tanto hogar como espacio fundamental para la construcción identitaria, no puede funcionar como refugio: nuevamente en la línea de la narrativa femenina revisada por Molloy (2006), se trata de un espacio que va contaminándose hasta el punto de transformarse en inhabitable. En este caso, el final catastrófico de la vivienda5, cierra de un modo ominoso la etapa doméstica como inicio simbólico del camino vital. En su momento, en los meses de 1975 y 1976 en que transcurre el relato, la famosa casa de la calle 30 en la ciudad de La Plata (que hoy funciona como museo de la memoria) tuvo una función primordial para la agrupación Montoneros6: amparada bajo la fachada de criadero de conejos para elaborar conserva, en ella funcionaba la imprenta desde la que se distribuía la revista Evita Montonera. La protagonista de la novela contaba con siete años en 1976, y vivió durante unos meses en esa casa, junto a su madre (mientras su padre estuvo preso) y los dueños de la vivienda, Diana Teruggi y Daniel Mariani, ambos asesinados allí dentro poco después de que ellas se exiliaran a Francia. El contraste entre este espacio sobresaturado de sentidos políticos y la imagen unidimensional de la "casa de tejas rojas" que la niña dibujara y en la que soñara vivir, constituye el malentendido entre la nena y su madre con el que estratégicamente se abre la novela: "Ahora, ¿ves?, nosotros también tendremos una casa con tejas rojas y un jardín. Como querías" (Alcoba, 2008: 8). Recordando ese diálogo, y quizás también la imagen de su madre "emparedada detrás de los conejos" (2008: 73) con los dedos teñidos de "tinta espesa y negra" (2008: 50), la voz narrativa se explaya:

"lo que yo quería era la vida que se llevaba ahí dentro. Padres que vuelven del trabajo a cenar, al caer la tarde. Padres que preparan tortas los domingos siguiendo esas recetas que uno encuentra en gruesos libros de cocina, con láminas relucientes, llenas de fotos. Una madre elegante con uñas largas y esmaltadas y zapatos de taco alto (...). Me pregunto cómo hemos podido entendernos tan mal" (2008: 8-9).

La vida cotidiana de esta niña transcurre en una doble dimensión. De un lado, el texto nos muestra la tensión entre ocultamiento y performance, en un tipo de socialización que requiere de la actuación y la estrategia como instancias claves para la supervivencia, y que será objeto de otras novelas que se publicarán con posterioridad a la de Alcoba. De modo similar, por ejemplo, Raquel Robles abordará en su novela Pequeños combatientes (2013) las consecuencias de la ecuación saber e inocencia, o saber e infancia. Una propuesta comparable a estas suponen también los tramos dedicados a la rememoración de la infancia con y sin la madre en Aparecida (2016) de Marta Dillon. Se observa, así, en la narrativa reciente, la entrada de la literatura testimonial en un estilo claramente diferenciado para la voz hija.

Siguiendo con la protagonista de Alcoba, vemos, por otro lado, que la niña participa como testigo directo de la militancia clandestina: ella, por ejemplo, se encarga de cebar mate durante las reuniones de Montoneros dentro de la casa, o acompaña al ingeniero durante el proceso de construcción del embute o la imprenta clandestina. En la calle o en el colegio, la niña debe fingir una identidad y un comportamiento que no provoquen ningún tipo de sospecha. De este modo, la narración carga las tintas sobre la duplicidad, casi perversa, en la que vive la criatura. Un ejemplo de ello es el despliegue de juegos en apariencia infantiles al caminar junto a algún adulto, de manera tal de servir como centinela o pantalla de su acompañante (mirar si alguien los persigue, aparentar normalidad, etc.): "casi siempre, soy yo la que se vuelve a mirar hacia atrás. Resulta más natural que un niño pare, dé media vuelta y desande sus propios pasos" (2008: 16). Los actos más rutinarios, incluso, se vuelven extraños en ese espacio alterado por la clandestinidad:

Hoy es el día en que se limpian las armas. Yo trato de encontrar un pequeño sitio limpio en la mesa atestada de hisopos y cepillos empapados en aceite. No quiero ensuciar mi rodaja de pan untada con dulce de leche (2008: 55).

Otra constante del relato es la presencia del miedo, como atmósfera en la que viven los adultos y que alcanza la subjetividad y el cuerpo de la protagonista, hasta el punto de provocarle el vómito cuando visita a su padre en la cárcel y visualiza, aterrorizada, el caño del arma del policía que presencia el encuentro, "ese agujero negro que queda justo a la altura de mi sien" (2008: 60). La plasticidad lograda por la narración escueta y realista para esta escena permite mostrar el lugar imposible que ocupaba esa niña en relación con las tramas urdidas por los adultos. Allí, en la cárcel donde su padre es víctima de la persecución política e ideológica, y los militares, "imperturbables", apuntando desde las cuatro esquinas de la celda (2008: 60), conforman una barrera para la expresión normal del cariño entre un padre y una hija, queda claro que el significado histórico del término víctima aparece como poco adecuado para dar cuenta del lugar de esos niños que, sin perder a sus padres, sin haber sido apropiados, debieron sortear las dificultades de convivir con adultos políticamente activos. Otra escena, también construida a la manera de un cuadro con pocas pinceladas, funciona como complemento de la anterior: en la plaza, una nena acompaña a su madre también militante a recibir uno de los paquetes de revistas que transporta Diana, camuflado de regalo de cumpleaños. Entre las dos niñas se establece cierto tipo de complicidad silenciosa: "sólo su mirada me bastó para comprender que ella vivía también en el miedo (...). Fue como si aquel día, entre las dos, durante un tramo del camino, hubiéramos cargado juntas con el peso del miedo" (2008: 73).

Ahora bien, los recuerdos autobiográficos de Laura Alcoba se organizan alrededor de la casa, la ciudad y el colegio, como escenarios asociados a la infancia platense, pero, especialmente, como espacios de relaciones intersubjetivas que de alguna forma replican algunos aspectos de la verticalidad de la estructura opresiva diseñada desde el aparato estatal. No es casual que esta autobiografía rescate escenas y diálogos en los que la niña observa, o se experimenta como parte de relaciones de poder basadas en el uso de la violencia (verbal o física). En la célula de Montoneros que funciona en la "casa de los conejos" está claro que quienes dominan son los hombres, si bien hay dos mujeres (la madre de Laura, y Diana) políticamente activas y expuestas a los riesgos de la militancia (Diana, incluso, está embarazada). Las mujeres militantes también son madres, pero se acomodan de manera tal de coordinar las actividades del cuidado con la praxis política. No obstante el nivel de exposición que manejan, pierden poder ante la presencia masculina. Así, en dos escenas muy significativas para el recuerdo de la narradora, son los varones quienes controlan aquello que debería hacerse con la niña durante situaciones que parecerían comportar algún tipo de riesgo para la causa montonera. En la primera, la madre es obligada mediante gritos, por parte de un compañero, a explicarle a la nena sobre la conveniencia de mantenerse en silencio durante un viaje en auto en el que la madre no debe enterarse del trayecto realizado. En el episodio, la narradora señala, al pasar, que la única vez que el hombre le habla es para exigirle silencio:

Mi madre sigue sin responder. Es el hombre que maneja el que reacciona cortante, muy disgustado: -¿Pero te podés callar? ¡Callate de una vez, che! Esta será la única vez que el hombre me hable.

Herida por sus gritos y el silencio persistente de mi madre, me vuelvo entonces hacia ella y descubro que tiene los ojos cerrados. El hombre ahora le dice:

-Lo lamento, pero tengo que empezar todo desde el principio. Explicale vos a la nena... ¡y que se calle, carajo! Entonces ella me explica:

-Yo tengo que cerrar los ojos para no ver adónde vamos y el compañero da vueltas para que yo ya no sepa dónde estamos. ¿Entendés? Por seguridad.

Entiendo (2008: 27).

El "entiendo" que cierra la evocación, compone una oración que traduce, en su laconismo, las características de un aprendizaje que no solamente comprende cuestiones vinculadas a las estrategias propias de la disciplina de la izquierda militante, sino que involucra nociones más profundas sobre quién puede hablar y quién debe callarse. En otra ocasión, es el ingeniero el que humilla a Laura, ante la presencia inútil de Diana, por exponer a la célula montonera mediante un descuido en el colegio al que asiste, culminando con la decisión de que la nena abandone el colegio. La escena muestra a un hombre fuera de control, gritando y pateando muebles, y la descripción se cierra, una vez más, con una frase que recoge lo sucedido y desliza sentidos hacia adelante, hacia el lector quizás, previen do algún tipo de complicidad acerca de una certeza para la cual el relato no dispone de palabras directas: "Sí. Y decididamente, yo no estoy a la altura" (2008: 67).

Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela

En Una misma noche la urdimbre patriarcal se expresa de manera mucho más directa. La novela se construye en base a una estructura dual que confronta dos escenas de dos momentos históricos diferentes, en las que las fuerzas de seguridad aparecen formando parte del crimen organizado. Se trata, en primer lugar, del atraco ocurrido en el presente de la narración a una casa vecina, y en el que la policía aparece como cómplice de los ladrones, y, en segundo lugar, de un hecho equivalente que despierta la memoria colectiva de los vecinos, y que consiste en la irrupción, en 1976 y a esa misma casa, de una patota militar, con la cual, además, el padre del narrador, antiguo alumno de la ESMA7 y marino retirado, colabora solícito. La obsesión por recordar lo ocurrido durante esa noche de más de treinta años atrás se traduce en la narración de cuatro evocaciones o reconstrucciones yuxtapuestas, cada una de las cuales aporta elementos nuevos. Con una lógica similar al relato de Fernández Berro, las evocaciones al pasado se alteran por medio de la fantasía. Cada nueva reconstrucción introduce elementos nuevos, incluso contradicciones respecto de las versiones previas. En la última de ellas, de naturaleza onírica, se llega, de hecho, al absurdo. De este modo, la novela se despliega a la manera de una extraña pieza policial que va construyendo la trama mediante el escamoteo de la información y la ayuda de la fantasía.

En la escena de 1976, un niño de 12 años es testigo atónito de la complicidad de su padre con la violencia abusiva de la patota que ingresa a la casa de sus vecinas, tres mujeres de origen judío, una de las cuales era sospechada de trabajar para Montoneros. A lo largo de la novela, queda claro que este niño tiene algo importante que revelarle al adulto que lo evoca, porque en lo que vio, y luego olvidara durante más de treinta años, se cifra una porción capital de su identidad cívica. La novela, en buena medida, asume el relato de la búsqueda filial: conocer la verdad sobre el padre ayudará al narrador a liberarse de él y a entender el lugar que ocupa como ciudadano en el presente. Este adulto dispuesto a indagar sobre el pasado familiar y colectivo mediante una actividad de rememoración y documentación, entiende la conexión irremediable que existe entre la memoria histórica y la identidad colectiva: "contar la historia me hará saber cómo somos" (Brizuela, 2012: 34).

A poco de iniciar el relato, el narrador reflexiona de manera intuitiva sobre la existencia de regulaciones implícitas de poder que cruzan el espacio social ("acaso un modo de vincularse que permite a unos ser víctimas y a otros victimarios" 2012: 26) y cuyo aprendizaje ocurriera, de manera oscura, en esa noche de su adolescencia. En ese tono, la necesidad de entender al padre coincide con el hallazgo de lo que más rechaza: su machismo, la superioridad consabida por sobre la esposa y el hijo, la violencia con la que los humilla y por la cual ambos (madre e hijo) construyen un espacio protegido durante las ausencias de aquél. Debe subrayarse, entre los múl tiples niveles de análisis que permite esta compleja novela, la presencia del sustrato patriarcal como continuum que sostiene tanto las vivencias ínti mas como las políticas. Este componente del relato en ocasiones aparece como dato complementario, acaso como adorno de la trama principal (el Torino que usaban los militares era "el auto de los machos", 2012: 43; en el episodio de la patota, la madre, como mujer, "no merece respuesta", 2012: 106, etc.). Incluso la homosexualidad del protagonista aparece mencionada casi accidentalmente en dos oportunidades, sin ahondar demasiado en ello. Pero en otras ocasiones, y de manera nodal, ese sustrato patriarcal se evidencia como fundamento de decisiones que resultan vitales para el protagonista. Así, por ejemplo, la vocación por la música se consolida en él a raíz del maltrato sufrido por la madre, quien, casi por despecho, decide llevar al niño al conservatorio de música inmediatamente después de haber sido golpeada por su marido (2012: 64). En el aprendizaje estético es decisiva también la influencia de sus tres vecinas judías, de apellido Kuperman, cuyo refinamiento el narrador pondera, y las cuales se ubican en una línea opuesta respecto del mundo de valores paterno, en el cual destaca, por ejemplo, el recuerdo orgulloso de haber conocido hacia 1938 al capitán nazi Hans Langsdorff del acorazado Graff Spee, bombardeado frente a Montevideo. En la asociación planteada por el narrador entre la música y la escritura, como actividades de búsqueda de sí, en oposición a la sordidez doméstica, queda claro que el hecho de tocar una pieza de Bach en el piano, mientras la patota interroga a su madre, y su padre los acompaña en la irrupción a la casa vecina, constituye una decisión estética y estratégica de diferenciación respecto de las expectativas paternas, y en la que se juega también su posicionamiento ambiguo como varón:

Vuelvo al centro del living. Me siento junto al piano. La noche se ha agrandado. ¿Pero dónde ponerme?

"Mi pibe", ha dicho mi padre, como si ser hijo fuera un rango en el escalafón militar. ¿Y qué debe hacer el "pibe" de un ex suboficial? (...) Escaparle escondiéndome. Esconder que en su ausencia me había aferrado al piano. Que los compañeros que mi prima traía a casa me abrían otro mundo, y yo me aferraba a él, contra toda razón, porque ya presentía segura su derrota. Hasta que una noche, oh sí, una noche como esta, me enfrentaría a una prueba: ¿Sos mi hijo o no sos? ¿Sos varón o no sos? ¿Sos un nazi? Y al fin mi padre me verá como mis compañeros, que pasan conmigo todo el día, y no como él, solo un fin de semana por quincena (2012: 108).

En contraposición con la tendencia más generalizada en las novelas sobre la dictadura, en Una misma noche se abordan de manera muy sutil las características de la complicidad, entendida a veces como maldad, de los civiles con la dictadura. El niño que presencia el comportamiento vergonzoso de su padre intentando abrir a patadas la puerta de la vecina pasa indefectiblemente a formar parte de aquellos sobre quienes recae una porción de la responsabilidad colectiva que supuso el apoyo, aunque tácito, a la dictadura cívico-militar. La culpabilidad se despliega como un tema que atraviesa a todos por igual, aun a pesar de las diferencias generacionales. La pesquisa por la verdad de la memoria personal y colectiva involucra el núcleo familiar y social más amplio, o el espacio de apertura al que tienen acceso las limitadas vivencias de un niño: el barrio en este caso, y sus pocas calles alrededor de la casa, en los márgenes de la ciudad de La Plata. En ese espacio de referencia que circunscribe la memoria infantil, el niño cómplice reviste la misma responsabilidad, ante los valores de la democracia, que uno de sus antiguos vecinos, al igual que su padre marino retirado, que resultara ser informante civil durante la dictadura, tal como descubre el narrador al leer la lista del personal civil del Servicio de Inteligencia de la Armada que publicara la revista Veintitrés en el año 2010 (2012: 93).

La rememoración mediante la escritura supone un modo bastante original de alimentar la memoria colectiva mediante un relato catártico para quien lo enuncia pero decisivo en relación con las ataduras familiares: la escritura es el único remedio contra el silencio aprendido ("Pero yo, ¿por qué me callé? [...] ¿Dónde aprendí a callarme?", 2012: 36). Pero, también, la escritura es el límite para la propia subjetividad, en tanto separación res pecto de los allegados: "Cada una de estas palabras remueve un dolor. Y si el dolor callado une, el dolor escrito nos separa, de la familia, con precisión de bisturí" (2012: 37). Así, la novela homologa el nivel familiar, dominado por un padre violento, con simpatías nazis y adepto a la dictadura, con el nivel nacional, atravesado por una historia de violencias y delitos, pero también por los intentos reparatorios de la democracia así como por las políticas estatales a favor de la memoria y la verdad, especialmente en el periodo comprendido por los gobiernos kirchneristas8, que es en el que se ubica el tiempo base del relato. En ese devenir, la tarea cívica del narrador consiste en decir y decirse la verdad acerca de lo que ocurrió durante aquellos diez minutos protagonizados junto a su familia en 1976, de manera tal de asumirse como parte activa de la memoria colectiva. La mirada y la experiencia del niño, revividas desde la madurez, arrojan luz sobre ese proceso doloroso pero indispensable, porque la desnudez de su percepción le permite a ese adulto reconectarse con el sentimiento genuino de horror y de vergüenza que supone ver cómo su padre ataca la casa de sus vecinas, mujeres que nunca sospecharon su participación y que, por otro lado, cons tituyen para este niño un referente afectivo y cultural de suma importancia.

Palabras de cierre

En las décadas posteriores al fin de la dictadura y al regreso a la democracia, la cultura de los medios ha propiciado una creciente estetización y espectacularización de la experiencia infantil, de la mano con una mercantilización creciente de los bienes y servicios para la infancia (Carli, 2006: 21). Este fenómeno, que es indisociable de la transformación dramática y acelerada de la sociedad y la cultura desde los años ochenta en adelante (con la apertura al cambio científico y tecnológico, la irrupción de políticas neoliberales y la desaparición de formas de vida y de crianza previas), va acompañado de políticas que ponen en juego, en palabras de Sandra Carli, "la representación del niño en el sentido de <<hablar en nombre de otro ausenten" (2006: 22). Las políticas de representación de niños y de adolescentes llevadas a cabo por maestros que hablan en nombre de sus alumnos, o por familiares que hablan en nombre de sus hijos víctimas (de muerte o maltrato) indican, según esta autora, "tanto la crisis de las mediaciones estatales como el componente político de los vínculos educativos y filiales" (2006: 22). En paralelo a esta realidad, la infancia como objeto de estudio ha suscitado un interés creciente desde los años noventa en adelante. Desde una perspectiva interdisciplinaria que pone foco en la infancia vivida, se han trazado líneas para pensar la infancia desde la cotidianidad y la experiencia de los sujetos más que desde la descripción de los dispositivos de subjetivación que históricamente los han acotado y definido (Herrera y Cárdenas Palermo, 2013: 300). Desde ese enfoque, los aportes de Sandra Carli en Argentina han sido fundamentales, dado que han abierto un campo para explorar la construcción de sentido específicamente en la escritura autobiográfica (mediante el análisis de la obra de Norah Lange y de Arturo Jauretche) que profundiza sobre la experiencia infantil y la memoria del pasado (Carli, 2011).

Centralidad y noticiabilidad de la figura del niño, vaciamiento de su historia, representación como discurso a cargo de otro y crisis de la interpelación estatal, conforman el telón de fondo ante el cual emergen las voces y las miradas infantiles en las tres novelas analizadas aquí, sobre la memoria de la dictadura. Este análisis tuvo entre sus objetivos incorporar la dimensión analítica y crítica del género sexual en la lectura de textos que proponen, desde una mirada original porque recupera la perspectiva infantil, una reconstrucción del pasado reciente y de la violencia que atraviesa el espacio familiar, de acuerdo con líneas del discurso autobiográfico (aunque no se trate de relatos verídicos en todos los casos). La memoria infantil construye un texto que se desmarca, y los discute, de los discursos rememorativos y conmemorativos. En acuerdo con lo que Assmann caracteriza como la memoria acumulada, estos textos interfieren en el espacio público haciendo visible los recuerdos y las experiencias no instrumentalizables. Se trata, como se intentó demostrar, de un tipo de mirada y de experiencia que se asientan en la invisibilidad y la desposesión, pero que desde esa condición plantean su infrapolítica, la cual les sirve para renegociar los términos de las relaciones de poder a las que han sido sometidos (Scott, 2004: 225). Desde un presente de enunciación caracterizado por la crisis de la media ción estatal, estos textos evocan un pasado en que el Estado instituyó a la niñez en botín de guerra o en sujetos de encierro en el ámbito familiar (en consonancia con la satanización del espacio público) (Carli, 2006: 24) y reponen de manera drástica e inesperada la centralidad de lo público en la constitución del yo que rememora. En estas novelas se hace evidente, además, que el espacio familiar aloja continuidades respecto de la violencia del afuera que deben leerse desde una perspectiva que incluya, además de la reflexión sobre la memoria, una reflexión sobre las desigualdades y los prejuicios de sexo-género.

Referencias

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1Creada en 1995, la agrupación HIJOS (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) se ha caracterizado por la propuesta de prácticas diferenciadas para la intervención en el debate público de la memoria del pasado reciente, como el escrache a los responsables de delitos de lesa humanidad de la dictadura, la apropiación de la memoria de la izquierda en su compleja y contradictoria diversidad, la recuperación de la cultura de los padres desaparecidos, la recuperación de espacios para la memoria, etc.

2Abuelas de Plaza de Mayo es una asociación no gubernamental creada en 1977 con el objetivo de localizar a los niños nacidos en cautiverio durante la dictadura militar argentina (1976-1982) y restituirlos a sus familias legítimas. Sus creadoras y dirigentes son madres de militantes desaparecidos, y abuelas de niños apropiados ilegítimamente. A mediados de los años ochenta impulsaron la creación de un banco de almacenamiento de datos genéticos (el Banco Nacional de Datos Genéticos, oficializado por ley en 1987) a través del cual se resuelven los casos de filiación.

3"Nunca más" es una expresión utilizada en Argentina para repudiar la última dictadu ra militar. Su popularidad se debe en buena medida a que fue el título del informe final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), publicado en 1984, y cuya investigación sirviera para enjuiciar y condenar a las juntas militares.

4Ramón Camps estuvo a cargo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires durante el Proceso de Reorganización Nacional (nombre con el que se autodenominó la última dictadura militar argentina). En 1977 fue jefe de la Policía Federal Argentina y dirigió varios centros clandestinos de detención en la provincia de Buenos Aires conocidos en conjunto como el "circuito Camps". Antonio José Plaza o Monseñor Plaza fue Arzobispo de la ciudad de La Plata entre 1955 y 1985. A partir de 1976 fue capellán de la policía provincial y colaboraba de manera activa con la dictadura visitando centros clandestinos de detención y delatando militantes políticos y de fuerzas guerrilleras.

5Actualmente, de hecho, la casa Mariani-Teruggi, ubicada en la calle 30 entre las calles 56 y 57, funciona como lugar de memoria, con las marcas de la balacera y el boquete en la pared frontal, y algunos platenses nos encontramos casi a diario con esa deformación ominosa, emplazada en un barrio tranquilo y periférico. La carga simbólica y emocional de este espacio se debe en buena medida en que se trata del último lugar en el que se vio con vida a la hija de tres meses de la pareja Mariani-Terruggi, llamada Clara Anahí, y, hasta el día de hoy, apropiada. La abuela de Clara Anahí, María Isabel Chicha Chorobik de Mariani, es fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo.

6Montoneros es el nombre de una organización guerrillera argentina, perteneciente en sus orígenes a la izquierda peronista, que se formó en 1970 y estuvo activa hasta su desarticulación por parte de la última dictadura cívico-militar en 1980.

7La ESMA o Escuela de Mecánica de la Armada, ubicada en la Ciudad de Buenos Aires, funcionó durante la última dictadura cívico-militar como centro de detención, tortura o exterminio. En el año 2004 el Estado argentino recuperó el predio y la ex ESMA comenzó a funcionar como espacio de memoria, de promoción y de defensa de los Derechos Humanos.

8La presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007) inaugura el periodo que será continuado en los dos mandatos de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2011 y 2011-2015), y durante el cual el Estado argentino se pronuncia abiertamente a favor de la defensa de los derechos humanos y el repudio de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la última dictadura cívico-militar.

Recibido: 29 de Diciembre de 2017; Aprobado: 28 de Septiembre de 2018

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