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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  no.52 Concepción jul. 2016

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482016000100002 

ARTICULOS

 

ENTRE LOS ABISMOS DE LA INSPIRACIÓN Y LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES: CAMPO DE AMAPOLAS BLANCAS DE GONZALO HIDALGO BAYAL

BETWEEN THE DEPTHS OF INSPIRATION AND ARTIFICIAL PARADISES: CAMPO DE AMAPOLAS BLANCAS BY GONZALO HIDALGO BAYAL

 

Ana Calvo Revilla
Universidad Ceu San Pablo. Madrid, España
crevilla.Ihum@Ceu.Es


Resumen: Analizamos las referencias culturales -cinematográficas, pictóricas, literarias y musicales- que impregnan la novela Campo de amapolas blancas, de Gonzalo Hidalgo Bayal (2008a [1997]). Lo hacemos no solo desde una perspectiva formal y retórica, como un recurso que preside su prosodia narrativa, sino como recreación de la deuda intelectual y emotiva contraída con el imaginario cultural (filosófico y estético) que lo precede. La alianza entre el pensamiento y la emoción preside esta breve y sombría novela, que magistralmente juega con un alter ego del escritor.

Palabras clave: Julio Cortázar, intertextualidad, referencias culturales.


Abstract: We analyze the cultural references (film, pictorial, literary and musical) that permeate Campo de amapolas blancas, by Gonzalo Hidalgo Bayal (2008a [1997]). Our analysis is not only based on the formal and rhetorical perspective that imbues this work's narrative prosody, but as recreation of the intellectual and emotional debt contracted by the author with the cultural notions and ideals (philosophical and aesthetic) that condition the work. The alliance between thought and emotion permeates this brief and somber novel, which masterfully plays with an alter ego of the writer.

Keywords: Julio Cortázar, intertextuality, cultural references.


 

Exaltación desesperada de unas amapolas blancas

Campo de amapolas blancas es una obra clave dentro de la narrativa de Gonzalo Hidalgo Bayal. Publicada en 1997 por la Editora Regional de Extremadura, fue reeditada once años más tarde por Tusquets en la colección Andanzas, con un magistral epílogo de Luis Landero1. Esta novela corta de noventa y siete páginas, que el escritor extremeño escribió en el verano del 91 ó 92 y que fue concebida inicialmente "una rama lateral desgajada de El espíritu áspero" (Hidalgo, 2009), nació como un "ejercicio consciente e intelectual de la memoria" (Hidalgo, 2008b). Un fragmento de L'été (1954), uno de los ensayos que Camus dedicó a Argel, actúa de pórtico. No parece esta una elección arbitraria. Como en la recreación imaginaria que el escritor hizo de su patria, Hidalgo Bayal transforma en materia ficcional parte de su itinerario vital y explora las fibras más personales, con la finalidad de recuperar mnemotécnicamente el tiempo vivido. Mientras el escritor francés durante su estancia en Argel soportaba las lluvias y el viento y esperaba el invierno con la esperanza de que durante una noche fría los almendros cubrieran el valle de flores blancas, el pensador extremeño rememora, no el símbolo de los almendros, sino el de las amapolas blancas que quebraron los sueños de felicidad que en ellas fueron depositadas.

Haciendo gala de su tendencia a rehuir de las emociones, el escritor abandona la abstracción intelectual y el modelo geométrico que había presidido su narrativa precedente (Mísera fue, señora, la osadía, 1988; El cerco oblicuo, 1993) y recurre al tono emotivo, a la ironía y al humor -ingredientes de la melancolía, "que suponen una actitud moral" (Hidalgo, 2008b)-, como precisa Landero en el epílogo:

Prefiere dar un rodeo intelectual, pero como yo creo que el tono intelectual tampoco le convence del todo, al final usa la ironía para defenderse de la tentación intelectual y de la tentación sentimental. Esa ironía que serpentea entre los sentimientos y la razón, sin entregarse nunca a ellos, es parte esencial del estilo inconfundible de Gonzalo (Landero, 2008: 106-107).

Las catorce secuencias o nemosines narrativos que configuran la novela guardan reminiscencias poéticas de los versos, que integran las estrofas de un soneto, e intratextuales de las estaciones que conforman el viacru-cis muraniense. A través de ellas el escritor va encadenando con pulcritud la historia de dos adolescentes que, siguiendo el cauce natural de la vida, compartieron a comienzos de los sesenta sus estudios de bachillerato en el Real Colegio de San Hervacio de Murania, sin que pueda el narrador precisar el momento a partir del cual podría afirmarse que fueran amigos (20). Siguiendo la tendencia bayaliana a rodear al personaje central de personajes excluidos del orden social, el narrador recuerda al amigo años después de su muerte.

Aunque no fue propósito del escritor alzar un retrato generacional, una parte de la crítica así lo ha percibido; en este sentido se pronunció Rafael Conte, quien la consideró "la biografía imaginaria de un miembro de la generación del 68, trágicamente interrumpida al final" (2008); Hidalgo Bayal articula el cronotopo de una época marcada por transformaciones paradigmáticas, presentes en las referencias literarias, cinematográficas, pictóricas que impregnan la narración, como el nuevo hedonismo, los míticos viajes a París, The Beatles, César Vallejo, el jazz, la nouvelle vague, las drogas, el existencialismo, etc.

Campo de amapolas blancas, como el conjunto de la obra bayaliana, admite muchas lecturas e interpretaciones hermenéuticas; nuestra atención se centra en la fuerte carga culturalista que preside su universo imaginario, pues consideramos que puede arrojar luz sobre el significado de una obra, que condensa la historia de una derrota existencial. No es extraña la presencia cultural que la sustenta, pues el dolor ha sido un poderoso germen creativo que goza de una larga tradición artística y literaria. En este festín dialógico, el escritor rinde homenaje al arte, especialmente a la literatura y al cine, y lo hace ya desde el título, tras el cual subyace el poemario Amapola y memoria, de Paul Celan (2005a).

Un narrador en primera persona, un alter ego del escritor, reflexiona metaliterariamente sobre la dificultad que entraña la fiel recuperación de los gestos remotos, que conforman las vivencias del pasado, y el asombro que suscitan quienes lo alcanzan, a través de la palabra escrita, como Camus, o de la interpretación teatral o cinematográfica, como Lee Strasberg, tras la aplicación de las lecciones de Stanislavski en el Group Theatre Actor's Studio:

No alcanza mi entendimiento a comprender que alguien que escribe algunos años después de los hechos, tanto da que sean cinco o diez como cuarenta, recuerde con tan minuciosa exactitud cómo su interlocutor movió la mano, miró hacia la ventana, se rascó la nariz o se arregló el cabello (todos los resortes, toda la imaginería facial de Lee Strasberg y el Actor's Studio) en el momento justo de una pausa en frase tantas veces anodina (13).

Construida sobre la memoria, el narrador, que apostilla y representa al autor, recrea la amistad que mantuvo con un enigmático H; custodia su identidad tras una kafkiana2 grafía muda que, aunque "ni es una inicial ni formaba parte de su nombre" (15), resulta suficiente para reconstruir algunos capítulos de la vida de este atormentado personaje, "de natural discreto y pudoroso" (45), un perseguidor indómito de la intensidad vital, que se agostó de manera enigmática. En la secuencia final le es desvelado al lector el motivo, que le ha llevado al narrador a otorgarle identidad a través de un soporte alfabético que encuentra su razón de ser en unos versos de Cavafis que reproduce: "Perdonadme que omita aquí su nombre. / Con saber que existió debe bastaros" (97). A través del significante refleja la ética vital que comparten H y el poeta griego: la persecución estéril y efímera del hedonismo y la afirmación del deseo como lugar de reflexión acerca de la fugacidad y de la pérdida.

La memoria del narrador se va ajustando, sin artificios y de manera depurada, al tono melancólico del relato de estas vidas que, tras los ideales e inquietudes compartidas hasta sus años de instituto, se bifurcaron y siguieron caminos divergentes. Entre conjeturas y nieblinas va hilvanando el itinerario que compartieron a partir de las clases de literatura de tercer curso, en las que debido a la torpeza cometida por un hervaciano que no supo apreciar las dotes versificadoras de H, este se consagró ante el resto de compañeros como "poeta suficiente y verdadero" (22). Superando los límites que establecían los padres hervacianos y ocultándose de los míticos ojos de Argos del hermano portero, los amigos se adentran en la clandestinidad libresca mientras se pertrechan en la biblioteca municipal del botín que alimentaba sus almas. Mientras son seducidos por algunas lecturas prohibidas -como Los majos de Cádiz, de Armando Palacio Valdés (25) y "otros novelistas extranjeros o decimonónicos que figuraban en el registro de préstamos de la biblioteca pública, gente terrible e impía, Lajos Zilahy, Knut Hamsun, Somerset Maugham, Morris West, André Maurois, Julien Green, Maxence van der Merch, cuerpos y almas, climas, el filo de la navaja, cada hombre en su noche, el abogado del diablo, pan, hambre, algo flota sobre el agua y un suspensivo etcétera culpable" (29)-, Hidalgo Bayal rinde homenaje a escritores y obras señeras de la literatura universal3. De otras lecturas, como La comedia humana, El temerario joven sobre el trapecio volante Mi nombre es Aram de William Saroyan (30), deriva el tono de profunda ternura y melancolía que preside la narración.

Si las lecturas los unieron, también los separaron. Tras la expulsión del colegio de los padres hervacianos, el padre de H lo culpabilizó del extravío del hijo, pues H, figura arquetípica del anti-héroe marcado por un destino fatal y abocado a la autoliquidación, como el saxofonista Charlie Parker, que en El perseguidor cortazariano recrea la imagen del gran Johnny Parker, vulnera el orden establecido, tras vivir entre excesos y genialidades al límite de sus posibilidades. A pesar de su propensión a arrastrar a la perdición a quien a él se acercaba, no atrajo al narrador en sus desvaríos que lo condujeron al precipicio. Este sortea las tentaciones que H es incapaz de saltar, pues las circunstancias de la vida lo iban encadenando a "las perturbaciones de la dicha y el curso del infortunio" (31). Con reminiscencias del poema O navis, en el que fray Luis traduce a Horacio con versos atormentados: "¿Tornarás por ventura, / a ser de nuevas olas, nao, llevada / a probar la ventura / del mar, que tanto tienes ya probada?" (Oda XIV, 269), para los amigos la navecilla de la vida transcurre mansamente entre las aguas del río Murte, pues las horas lentas de las tardes estivales les proporcionaban "ventura uniforme y sosegada" (33), que contrasta con la tristeza que vertebra la narración. Dado que "la memoria difumina la trascendencia" (29), el narrador juega a entremezclar los recuerdos de unas vidas trenzadas con la desdicha; el lector, entre líneas, ha de trazar el perfil biográfico del hombre que se oculta.

El nostálgico narrador evoca la crisis de quienes para soportar el peso de la vida se aferran a los sueños y a la "belleza intacta e insondable" que el séptimo arte -como lo definió Riccioto Canudo en el Manifiesto de las siete artes (1911)- les procura; sin aludir al título, rescata la intriga policial, que protagoniza Melina Mercouri por las calles de Lisboa en Espías en acción (1966), de Ronald Neame y Cliff Owen, y la fuerza interpretativa de Paul Newman en la escena cinematográfica en la que propina una patada a un matón, en Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969), de George Roy Hill, mientras H celebra la visión idílica y romántica de los últimos forajidos que, heridos y cercados por el ejército boliviano, sueñan con viajar a Australia antes de morir. La traducción española del elemento fílmico paratextual invita a la reflexión: "suelo pensar que los años y los hechos han desmentido la traducción del título (en realidad, cada hombre es un destino)" (36). Y el narrador rescata "con ensimismación proustiana" (36), entre las rutinas e insignificancias del período estival, la belleza poética y filosófica que reviste Otto e mezzo (1963), de Federico Fellini; como en la filmografía del director italiano, la búsqueda de la belleza en la forma expresiva se convierte en el instrumento privilegiado con el que Hidalgo Bayal reflexiona sobre la existencia y muestra su cosmovisión del mundo, ligando de manera especialísima esta novela a su biografía.

Un disimulado ego del escritor surca las catorce secuencias, que conforman la novela: "[...] hay más presencia sin nombre en Campo de amapolas blancas que con nombre en Mísera fue, señora, la osadía El espíritu áspero" (Hidalgo, 2013, p. 29). Como manifestó el escritor en la conversación que mantuvo con Luis Landero durante el ciclo "Escritores en la Biblioteca" -que organizó el Foro Complutense en noviembre de 2010-, en el capítulo 3 Hidalgo Bayal quiso invertir la identidad poética y se ocultó no tras el narrador, sino tras H. Se entiende así la clave que proporciona el narrador al finalizar la narración cuando afirma que "en ningún momento [ha] pronunciado el nombre de H" (95), quizá por tratarse de sí mismo. En ambos encontramos sin nombre al escritor, que juega lúdicamente a ocultarse aquí y allá, unas veces tras el narrador anónimo y otras dejando su huella tras la H inicial, que Anne Paoli intuyó con acierto como un indicio onomástico (2013, p. 65). No cabe duda de que nos encontramos al escritor que magistralmente no escribe la realidad -lo hace dentro de la ficción-sino el efecto que la realidad con sus promesas de felicidad provoca.

Llueve en Murania: entre el cautiverio y la náusea

Alejados de los padres hervacianos y arrojados, como nuestros primeros padres, del paraíso de la infancia y adolescencia, se adentran en la ciénaga del mundo, que representa el instituto de Murania. Mientras el narrador prosigue con su afición por la lectura, el transgresor H la abandona, no sin tras haber sido cautivado y trastornado por La náusea sartreana, en la edición de Losada de 1967, que traduce Aurora Bernárdez. Los dos amigos quedaron profundamente sellados por el vacío, que nace de la conciencia de la futilidad e inanidad de la existencia; el excéntrico H adopta como ontología filosófica el epígrafe, que preside el diario de Céline y que Sartre desarrolló en La náusea: "Soy un muchacho sin importancia colectiva. Exactamente un individuo" (38). Con esta intertextualidad literaria4 anticipa el narrador el tono desgarrador y abrumadoramente melancólico que acompañará al lector a lo largo del relato, mientras sigue las peripecias de un hombre que, consciente de su sino e invadido por el miedo, huye hacia la nada y despliega su instinto de supervivencia, condenado a saciarse entre los confines de las tinieblas y a alcanzar el infierno ya en la tierra.

La belleza del final novelístico sartreano ("mañana lloverá en Bouville") vertebra las catorce estaciones de este reincidente viacrucis existencial ba-yaliano -tendrá huella en Paradoja del interventor— y se transforma en el "enunciado exacto" (39) de una existencia desesperada. La lluvia en Mura-nia se convierte en "la formulación objetiva de una tristeza universal" (39) y la neurastenia pluvial conduce lúdicamente al narrador (prolongación del escritor, propenso a estos juegos lingüísticos) a elaborar un catálogo pluvial: "la lluvia tan leve que bebe la Nubia", de Rubén Darío; "monotonía de lluvia tras los cristales", del poema "Recuerdo infantil" de Antonio Machado; "tarde lluviosa en gris cansado", extraído del poema "Tarde", fechado en noviembre de 1919 por García Lorca; "lluvia cerrada por el fin de un triste sueño comenzado entre el sol", tomado de Melancolía,de Juan Ramón Jiménez; "llueve el otoño sobre mi corazón", que evoca el "llueve el otoño, aún verde como entonces" cernudiano y que también encierra resonancias machadianas; o el "llueve sobre mi corazón" (Il pleure dans mon coeur), de Verlaine.

Mientras los filósofos franceses se decantaron por el teatro como vehículo de ideas, Hidalgo Bayal elige la narración para volcar la angustia que deriva de sus lecturas de juventud, entre las que Sartre y Camus ocupan un lugar privilegiado. La pieza teatral El malentendido de Camus conduce al insumiso H a convertirse en el amo de su vida; sin renunciar a satisfacer sus ansias de felicidad, se instala en la negatividad más absoluta, que toma forma en la demoledora e inexpugnable cláusula camusiana "Los hombres mueren y no son felices" (43), extraída de Calígula. Desde la aceptación de lo absurdo del periplo humano, se lanza a las llamas de la tierra, mientras su vida se va transformando en una tragedia.

No es esta la única resonancia teatral. Con la interpretación juvenil de La vida es sueño calderoniana en una representación de fin de curso, H, consciente del papel que se le asigna desde el nacimiento a cada hombre para que lo represente a lo largo de su existencia y de que el mayor delito del hombre es haber nacido, encarna al príncipe polaco y personifica el fatalismo circular que pesa sobre la existencia humana; impregnado de las resonancias de la caverna platónica (Libro VII de República, 2003), percibe el mundo como una cárcel, que acoge en su seno a unos hombres que, atados por pies y cuellos, están condenados a la existencia. La visión barroca de la vida como trágico sueño toma posesión del alma de este Segismundo bayaliano que, prisionero de la "torre" del mundo, se muestra convencido de que su conciencia es "su desdicha" (43). La tragedia del destino lo circunda desde el escenario geográfico cuartelario, en el que transcurren su infancia y juventud como hijo de brigada de la guardia civil. Cautivo del mundo y de sus solicitudes, la vida trastornada de H, como la de los personajes bernhardianos, se derrumba. Y, a través del relato de su vida que hace el narrador, Hidalgo Bayal invita al lector a realizar un peregrinaje interior para dilucidar sus inconsistencias.

En permanente conflicto interior el narrador evoca la precariedad afectiva del héroe, que oculta su timidez tras diversas máscaras impulsivas ["H bebía cerveza (y más tarde ginebra y ron y mejunjes exóticos) para diluirse, disfrazarse, esto es, para adquirir la desenvoltura que le permitiera esgrimir ante las muchachas el ingenio y la elocuencia" (46)] y que se ensalza a través del eterno femenino goetheano, el das ewigweibliche, en alemán "porque la oscuridad lingüística eleva el grado de abstracción del concepto a una categoría suprema y misteriosa, de descifrado impenetrable" (45). Bajo los turbios estragos del alcohol y de las centraminas, la idealización de la mujer le lleva a conducirse como un "fantoche ridículo" (48), degradado y grotesco hasta su caricaturización, especialmente durante las "troteras y danzaderas estivales" (48), en homenaje a la obra homónima de Ramón Pérez de Ayala5 . Vilipendiado y rechazado, la víctima herida despliega con insistencia su arte de cetrería con el elemento femenino hasta adoptar la imagen patética de un fracasado pelele que, con recreación silbante, manifiesta el melancólico anhelo que brota de su alma con las palabras que don Sabas le dirige a la prostituta Rosita en la obra con la que el escritor ovetense refleja el nihilismo del periodo de entreguerras: "Ojalá nunca aprendas, Pitussa, lo triste que es oír llover" (48). Asimismo, los versos en francés del soneto "Mon rêve familier", perteneciente a Poèmes saturniens, en los que Paul Verlaine sueña con una mujer, que no es siempre la misma, ni otra distinta, le sirve al narrador para jugar con el topos imaginario de "una ciudad fantasmal e irreal, que es Murania y no es Murania, siempre idéntica pero distinta siempre" (49). No son casuales estos versos, magistralmente traídos a colación, pues pertenecen al poeta simbolista que domina el arte de fabricarse máscaras para ocultar una trágica experiencia vital, muy semejante a la del anónimo H.

Con voz semejante a la de César Vallejo, al finalizar su curso preuniversitario y antes de adentrarse en la bohemia parisina para "ganar dinero, aprender francés y correr mundo" (51), H anuncia, borrosa y desoladamente, la muerte que lo encamina hacia la nada con melancólico y pluvial verso profético que extrae de "Piedra negra sobre una piedra blanca"6: "Me moriré en París con aguacero". El fatalismo y la melancolía-sobresale el neologismo del escritor- siembran la secuencia que se tiñe de taciturna tristeza mediante la evocación de los nuevos repertorios sobre la lluvia (53-54) que a duras penas consigue comprar durante su "peregrinación obligada hacia la mitología literaria" (51): "il pleut doucement" de Arthur Rimbaud; los versos "il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville", de Paul Verlaine; "rappelle-toi Barbara Il pleuvait sans cesse sur Brest ce jour-là", de Jacques Prevert; "sur la pluie épaisse et fade j'écris ton nom", del poema "Liberté" de Paul Éluard. Como ya habrá intuido el avezado lector, no había sido casual la alusión en la secuencia 6 al poeta maldito, un guiño alusivo a los amores tempestuosos, que sacudirán la vida de H durante su estancia en la ciudad del Sena, relatados en la secuencia 7: "Para entonces H trabajaba ya de camarero en un bar nocturno y vivía en Les Halles, en una buhardilla sin llave que el propio dueño del bar, un homosexual fogoso y estratégico, le había cedido en contraprestación" (52).

El perseguidor bayaliano

Sacudido por un ejemplar de Las armas secretas, de Cortázar, que consigue en una librería parisina, "(...), fatalmente seducido por la conciencia del dolor, por la hondura musical de la infelicidad" (54), H se sumerge en el vértigo de Montmartre y el Sacré Coeur. Con la fidelidad del protagonista del cuento cortazariano "El perseguidor" a un destartalado libro de poemas de Dylan Thomas, H inicia un camino sin retorno, que el narrador evoca con melancólica tristeza. Las máximas "Sé fiel hasta la muerte", de Apocalipsis 2, 10 y "O make me a mask", del poeta inglés -son a su vez las últimas que pronuncia Johnny Carter: "Oh, hazme una máscara" (55)- lo conducirán a la persecución extrema de la felicidad, mientras afronta la vida y la muerte con una máscara. Mientras el narrador regresa a Murania, rememora con nostalgia que el vértigo de la libertad de la capital del mundo, "que tal vez fuera ciertamente la capitale de la douleur" (55) -adoptando el paratexto de los poemas de Paul Éluard-, lo atrapó. Sin testigos que puedan ratificar sus pasos, salvo "los días jueves y los huesos húmedos, la soledad, la lluvia, los caminos" (55) vallejerianos, cuando regresó "era otro, probablemente un perseguidor" (55). Como los versos del soneto con que César Vallejo vaticina su muerte un jueves y en París, el narrador presagia la funesta pesadilla. Estos versos agónicos, premonitorios del final de unas peripecias transgresoras, se encuadran dentro de la concepción del relato como un proceso de aprendizaje que conlleva la aceptación del sufrimiento y de la desolación ante la intuición de la pérdida del amigo, perseguido por un trágico destino.

También los estudios de filosofía los separan y la bifurcación se torna más profunda. Mientras el narrador se encamina a la capital de España, H estudia y suspende en Salamanca. En la emblemática ciudad universitaria inicia una perturbadora amistad con Cristóbal Ruiz, "un individuo curioso, natural de Murania y vecino del mundo", que "se hacía llamar Cristo por amigos y conocidos ('Llamadme Cristo', se apresuraba a decir en las presentaciones), había pasado años enteros en Francia (aseguraba en voz baja que por razones políticas), hablaba correctamente francés, vivía amancebado con una bretona rubiácea, divorciada, y se declaraba antropólogo, arqueólogo, escritor, filósofo y poeta atómico" (59). Con resonancias del emblemático comienzo de Moby Dick, este personaje advenedizo, de resonancias bíblicas, despierta admiración en el desorientado H y asume una función de "guía espiritual" (59), pues le adopta como discípulo -irónicamente alude el narrador a su "fe en Cristo" (61)-. Entre los recuerdos del narrador sobresale el inicial beneplácito paterno ante la naciente amistad y el dominio del verbo -la "poesía del martillo" con clara referencia intertextual a "la poesía del martillo y de la máquina", con que Ivanov-Razumnik alude a Maiakovsky en Literatura y revolución, de Trotsky-, que le permite recrearse en juegos lingüísticos, tan del gusto del escritor extremeño. No coinciden las percepciones del brigada con las del narrador quien, durante sus aventuras veraniegas entre los bosques del Jayón, había conocido los gustos espirituales del paradójico Cristo: "le había hecho saber a H que el mejor estímulo del espíritu se hallaba en las hojas blancas de la amapolas, porque éstas contenían la esencia del paraíso, su síntesis primordial" (60-61). La búsqueda inicial de los opiáceos entre la vegetación del valle, que los amigos acompañan de exultantes versos juanramonianos7: "¿Amapola, sangre de la tierra, amapola, herida del sol, boca de la primavera azul, amapola de mi corazón" (61), paradójicamente encaminará a H hacia el edén de amapolas de meseta, la perdición, que simbolizan las amapolas blancas de las que se extrae el opio. La irónica despedida del amigo, cuando el narrador viaja hacia París para proseguir allí su verano ("No moriré en París con aguacero") no lo consuela de nada y a su vuelta se encuentra con un "H transformado y convulso", acompañado de una secuela de apóstoles paganos que pervierten el orden social establecido, aunque paradójicamente la guardia de tráfico no castiga las transgresiones del hijo del cuerpo e "hijo del hombre" (62), nuevamente impregnado de paradójicas resonancias bíblicas.

Entre tentativas de felicidad, H busca inspiración a través de la ejecución de propuestas pictóricas de sintaxis fauvista que, impregnadas de distorsiones e incongruencias, buscan su significación, alejándose de la representación de la realidad; también mediante la liberación del color, entre "manchas de colores distribuidas caprichosamente sobre el blanco, interrumpidas, abruptas, a veces vaguedad de mujeres rotas, árboles tristes, paisajes descoyuntados, ciudades amontonadas, escombros, hombres de espaldas, etc." (65), sigue los cauces de la vanguardia y se expresa de manera repetitiva: "sus cuadros eran todos iguales, negación de la apariencia de las cosas y del dolor del alma, desmesurada acumulación de manchas patológicas" (66). Poco tiempo hubo de transcurrir hasta que descubrió que tampoco la senda pictórica le conducía a la plenitud; era una representación ilusoria de realidad, un "espejismo" (67), con que procuraba en vano refugiarse de la soledad. Así lo entendió H cuando recortó de una revista una imagen de un cuadro de Kandinsky, que presidió desde entonces su taller de artista y que su padre conservará.

En otras ocasiones, el atrabiliario H busca inspiración a través de la música, que le procura un apóstol de Cristo, un joven "de belleza imberbe y ambigua, muy propicia a la vanagloria masculina" (69), aprendiz de los Beatles, que rasga la guitarra mientras entona algunas canciones como "Eleanor Rigby", "Michelle", "Cant't buy me love" o "Yesterday", que funcionan dentro de la semántica narrativa de la novela como íconos de un tiempo pasado. Mientras las máscaras lo alejan de la timidez y del dolor y H aspira al éxtasis que le proporcionan las drogas, por caminos prohibidos transita la vida junto a Cristóbal Ruiz. En algunos de estos experimentos viajeros y mujeriegos lo acompaña el narrador, quien recuerda que H asistía a todo ausente, pues, tras los paraísos artificiales, persistían el aburrimiento, el hastío y el tedio vital, que evocan el spleen baudelaireano.

Cristo, a quien la música "no le gustaba demasiado" (72), aunque "pontificaba" sobre la naturaleza equívoca de la misma y emitía juicios sobre La mer Prélude à l'après-midi d'un faune ("Preludio a la siesta de un fauno"), de Debussy -no pasa desapercibido el poema de Mallarmé que inspiró el poema sinfónico- lejos de ejercer una labor de mediación entre los dos amigos, los fue separando: "las costumbres divergentes del ocio, la insoportable petulancia de Cristo y sus apóstoles, el incremento de calidad del tedio, etcétera" (75) contribuyeron a su distanciamiento.

Cambia H y con él la percepción paterna. Tras la fuga del hijo de casa e intensos días de búsqueda en Murania, el padre de H se traslada a Madrid y acude al piso que tenía en Aluche para dar con su paradero: "Aunque con traje civil, allí estaba ante mis ojos nuevamente el brigada. Él tampoco pudo ocultar el desconcierto ni evitar que su mirada vencida me declarara culpable. No lo dijo, pero pensó que yo estaba al tanto de la fuga y me condenó en su corazón" (77). También alude el brigada a la mala influencia de Cristo: "Entre este Cristo y el otro Cristo me lo ha jodido bien" (78). Y añade el narrador: "Era el reconocimiento de que la autoridad paterna había fracasado estrepitosamente, al llevarlo con los hervacianos primero, donde la dosis de la presión de Cristo (Jesús) había resultado perniciosa, y a Salamanca después, donde el sentido de la vida de Cristo (Ruiz) había inaugurado un camino sin retorno" (78-79).

H, que ha eludido las ataduras morales, despliega su irracional nihilismo como un vagabundo nómada que, a pesar de haber regresado al hogar paterno en busca de refugio a su precariedad, indefensión y disgregación. El narrador presencia el encuentro y lo evoca cinematográficamente:

Al hombre se le alegraron los ojos. Y entonces contemplé el regreso del hijo pródigo más insólito que me haya sido dado presenciar. Se encaminaron el uno hacia el otro con la misma lentitud analítica con que el bueno y el malo se acercan por la calle desierta e interminable, bajo el furor del sol y del plomo, en el final de las películas del oeste. El hijo esgrimía su sonrisa triste y bondadosa y el padre andaba desarmado, herido en la emoción. Al juntarse se dieron un abrazo. "Tu madre está preocupada", dijo el padre. El hijo sonrió. Me retiré unos pasos para no estorbar la conversación, la cual, por otra parte, se prolongó muy poco tiempo. Al final vi con asombro cómo el padre sacaba la cartera del bolsillo y le entregaba unos billetes. Se dieron un beso y el padre se despidió de mí dándome las gracias (80).

El retorno es celebrado por los amigos con unas cervezas, mientras devanean sus sueños cinematográficos, con claro guiño al séptimo arte y a la estética de la Nouvelle Vague: H será guionista y el narrador, director. Como el venerado Jean-Luc Godard yÀ bout de souffle (Al final de la escapada), aspiran a una filmografía que sea "expresión de una belleza nueva en la que el hombre iba a reconocer su intacta ontología" (81).

El frágil hijo pródigo retorna de su desvarío para volverse a perder, náufrago de alcohol y de los fragmentos blancos del paraíso de amapolas. De Cristo en esta novela no se dice más. Tampoco si había sido su redentor. O tal vez su perdición. Acertada es la interpretación de Rafael Reig cuando subraya el tono "sutil y sombrío" que vertebra el sentimiento de culpa y de la justificación sospechosa en Campo de amapolas blancas: "él no es el guardián de su hermano, viene a decirnos. Custos quoque captivus, repite: el guardián también es un prisionero" (2011, p. 9). Subyace de manera implícita la referencia a la parábola de los prisioneros, en la que Nietzsche subraya la concepción de la existencia humana como una prisión y del hombre como un prisionero. H, que había seguido los sueños de quienes intentaron transformar la sociedad traspasando todas las fronteras, había malogrado su vida. La irreversibilidad del destino y el tópico del ubi sunt o el vacío alcanzan su cénit en la muerte de H y en la reflexión final con que el narrador cierra la novela: "Las diversas formas de la muerte carecen de sentido cuando el verdadero, irrefutable y espantoso hecho es la muerte misma. Me maravilla que no me acucie ninguna curiosidad por tener certidumbre de los motivos o las causas, por llegar hasta el fondo de la desdicha y del dolor. La verdad definitiva anula y devalúa el recuento de probabilidades. Fue. Eso es todo" (93).

Un cronopio bayaliano

Atrás quedarán los sueños. El narrador, tras finalizar sus estudios de filología, presta servicio militar en Salamanca; mientras desbroza la ciudad con un paseo dominical, una voz anónima lo interpela, bautizándolo con el mítico Aureliano, con referencias pluviales: "Está lloviendo en Macon-do" (84). Se encuentra de nuevo con un H demacrado y harapiento, que mantenía los entusiasmos adolescentes y soñaba con proseguir los estudios universitarios; tras la ingenuidad de los propósitos de H, el narrador descubre la bondad de Ulises Macauley, el niño de cuatro años que un día le descubriera Saroyan. El luminoso y epifánico hallazgo del amigo pronto se trastoca, cuando conoce la sórdida buhardilla que habitaba, "[.], destartalada, sin apenas muebles, con el aspecto siniestro de la miseria y la desidia portuarias, sin hacer nada, fumando cigarro tras cigarro, con botellas de licor vacías, con libros desprotegidos sobre el suelo de madera y jugueteando con la vieja pistola vacía de Cristóbal Ruiz" (85).

La sonrisa cálida y tierna de Macauley que decía "hola a todas las cosas" y que subyace como corriente oculta en la novela bayaliana, se tiñe con las sombras que el arma suscita en las manos de un perdedor. Con unos versos de Cavafis, en los que el poeta griego canta la voluptuosidad que deriva de su condición homosexual ["Nada me ató. Me liberé de todo y fui. / Hacia placeres reales o soñados / que me rondaban por el alma / me fui en la noche iluminada. Y bebí de los vinos más fuertes, / de los que beben los héroes del placer"], H reafirma su imparable e insaciable búsqueda del placer y reivindica epistemológicamente el conocimiento sensorial que lo conduce a una permanente huida. Mientras, el narrador enfatiza la coraza de cinismo con que enmascaraba su identidad de marioneta del destino. H no había vuelto a la poesía, aunque el narrador lo intuyera, cuando el amigo le ofrece la antología bilingüe de Paul Celan, en la que unos versos del poe-mario Hebras de sol (Fadensonnen, 2005b): "Auf überregneter Fãhrte die kleine Gauklerpredigt der Stille" (87) -nuevamente con referencias pluviales "Sobre rastros mojados por la lluvia / la acrobática prédica del silencio") lo daban a entender: "No quería tener que ver nada con la poesía, dijo, su propósito era la filosofía, 'el ser y toda la pesca'" (87). Paradójicamente sus extraños virajes lo habían alejado del camino emprendido; H siempre estaba de ida. Se reitera así una de las temáticas bayalianas: el viaje circular y laberíntico de este nuevo Sísifo que, presa de su presente insatisfecho y condenado a errar de un lado a otro, desemboca en el fracaso existencial más absoluto. Su aspecto pendenciero, su comportamiento grotesco y sus inconscientes bromas de mal gusto, con las que el desasosegante H procuraba negar el orden establecido, provocaron que su amigo lo borrara de su catálogo de amistades.

En el último encuentro que mantuvieron, este discípulo temerario, que forma parte del séquito de seres descarriados, marginales y parásitos, que las convulsiones sociales y revolucionarias dejaron en herencia, H se clasifica a sí mismo como un cronopio: "Yo tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos acostarme, soy un cronopio desdichado y húmedo" (90). Es clara tanto la referencia al relato "Historias de cronopios y de famas", que se integra en el volumen homónimo (1962), como a la percepción que de sí hace Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos (1967). Como el cronopio, H se resiste al orden social, se enfrenta a las ruinas y a las rutinas, transgrede los límites y se desliza fuera de los márgenes, siempre al filo de la muerte. Se despiden los amigos con este homenaje al escritor argentino y a estos seres, que nacieron en 1952 en París en el solitario entreacto de un concierto en homenaje a Igor Stravinsky, que dirigía la orquesta en el Theatre des Champs Elysées.

El narrador no volvió a saber nada más de H. Supo, eso sí, que la familia, tras la jubilación del padre, abandonó Murania y se trasladó a Salamanca para tenerlo cerca. Desde entonces lo evoca como un espectro, revestido de las cualidades fantasmales con que Espronceda en El estudiante de Salamanca recrea el encuentro entre un embozado y un fantasma: "el vago fantasma que acaso aparece y acaso se acerca con rápido pie y acaso en las sombras tal vez desaparece, cual ánima en pena del hombre que fue" (92). La trágica verdad del destino de H, sobrevolada por la sombra de la muerte, se enmascara ante la mirada del nihilista narrador, que lo imagina destruyendo su existencia. El encuentro fortuito del amigo con su padre, un brigada taciturno y ensimismado, que no lo reconoció y al que no detuvo en su extravío, es la prolongación metonímica del tono moribundo del relato; el narrador, tras el encuentro de su madre con el brigada, supo que H había fallecido y por la prensa que había tenido lugar en extrañas circunstancias. La verdad de la muerte se impone a este narrador descreído, que no necesita conocer cuáles fueron los instrumentales que intervinieron en el fatal desenlace (un tren, un río, un lazo, un viaje, un arma), pues "la verdad definitiva anula y devalúa el recuento de probabilidades. Fue. Eso es todo" (93).

Dado que el hombre es, esencialmente, un "animal narrativo" que "en la confluencia de su propio existir con la conciencia más o menos desarrollada de su habilidad lingüística" trae incorporada la narratividad (Hidalgo, 2011), Hidalgo Bayal nos ofrece en Campo de amapolas blancas una novela vertical, en la que se funden las tres variantes, que definió el escritor extremeño en su conferencia "El hombre que subía las escaleras", como se deduce de las numerosísimas huellas intertextuales que aparecen en la secuencia catorce: en primer lugar es una narración, en la que el hombre intenta vanamente alcanzar un punto simbólico, en este caso, la felicidad, aunque es esencial a su naturaleza: "¿Para qué empeñarse en paraísos si, como aseguraba con razón Leopardi, la felicidad es lo que tenemos antes de empezar a buscarla, si, según Camus, no ganaremos nuestra felicidad a fuerza de símbolos, si, en definitiva, los hombres mueren sin haber sido felices?" (96). En segundo lugar, es una narración de desplazamiento, en la que el hombre, en lugar de ascender, desciende hasta la muerte y el sin-sentido: "Todo se reduce a un sinsentido habitual: alguien que creía en la existencia de la felicidad y que intentaba ser feliz, que fracasó en la senda del orden y buscó caminos heterodoxos, que confundió finalmente felicidad y heterodoxia" (95); ante la pérdida del sentimiento de que la vida es significativa, "no tiene sentido y no vale la pena vivirla", como proclamara Camus en El mito de Sísifo (1996: 20). Finalmente, se impone la certeza del absurdo, que lleva al narrador a la reflexión sobre la vida:

¿Para qué, entonces, escribir, actuar, pintar, deleitarse con la música o estudiar filosofía, si, al margen de la habilidad artística, del producto estético o de la fuerza intelectual, no había en ello más aliciente ni provecho que saber filosofía, concurrir a la dilatación inocua de las ondas, trasladar al vacío los perfiles de la realidad, representar la mentira de otras aflicciones o engañarse con los sucedáneos del espíritu, esto es, recrearse en la sangre de la herida, acercarse a formas y apariencias que, por mucho esmero que se ponga en el ejercicio de la suplantación, jamás equivaldrían a lo que trasciende el cuerpo y el espíritu? (96).

La amapola, que en Juan Ramón Jiménez es "sangre de la tierra", se transforma en Hidalgo Bayal en "sangre de la herida". Sobre un fondo existencial en el que acampan la fragilidad humana, el idealismo, la inutilidad de los esfuerzos humanos para alcanzar los sueños, o el fracaso de las pretensiones desmedidas, etc., Campo de amapolas traza el desencuentro con el mundo y afirma la negación en que desemboca la rebeldía cuando se deposita la esperanza en migajas e itinerarios de originalidad, que conducen fatalmente a la pérdida. La narración, "combinación fatal del ascenso y el descenso que es Sísifo" (Hidalgo, 2011, p. 19), se clausura con el trazado del círculo que dibuja la memoria sobre la vida:

A mí me quedan los eslabones del tiempo en la memoria: la espinela, los tribunos de la plebe, la náusea, ay, infelice, Butch Cassidy and Sundance Kid, das Ewigweibliche, la mansarda de Les Halles, Charlie Parker, Lucy in Sky whit Diamonds, el sueño de la script, una sonrisa triste y bondadosa y la persistencia plural de la lluvia, la lluvia que se esconde en las palabras y los libros, la lluvia que azota la ciudad y las ventanas, la lluvia que cae sobre el olvido y la ceniza. Por mi parte, he contemplado campos de fresas, de trigo y de algodón, oigo a veces el sonido compacto de Strawberry fields forever, he sabido de campos de batalla, magnéticos y santos, pero por más que miro a los lados de la carretera cuando viajo en coche por tierras de murgaños, aun no he encontrado campos de amapolas blancas (97).

Campo de amapolas blancas es una reminiscencia biográfica de paisajes y personas, que el escritor rescata en su pugna contra el olvido para acceder, mediante la ficción, "a partes secretas, misteriosas, de su existencia" (Puertas Moya, 2005, p. 322). La novela, ajustada en su temperatura espiritual y sobria en su expresión poética, consagra a Hidalgo Bayal como maestro del lenguaje y de la creación literaria. Su visión caracterológica y metafísica es magistral en la representación de personalidades siniestras, que se debaten entre el idealismo, la ansiedad existencial, el vigor de lo instintivo y la carencia de control racional. Su voz poética se alza con tanta contención lírica, que le valió la dedicatoria de Rafael Sánchez Ferlosio (2005), en Glosas castellanas y otros ensayos: "Jardinero de la lengua castellana que al cultivar un campo de amapolas blancas hizo extinguirse las rojas amapolas, para que al fin pudieran florecer las amapolas rojas".

Notas

1 Todas las referencias están tomadas de la edición de Tusquets (2008a). A partir de este momento señalamos entre paréntesis las páginas referenciadas.

2 En este sentido se pronuncia Pozuelo Yvancos (2008).

3 Este aspecto es abordado con detenimiento por Anne Paoli (2013, pp. 58-62).

4 Nos servimos del concepto de intertextualidad, formulado por Julia Kristeva en 1967 en un artículo sobre el dialogismo de Bajtin; en él alude a la presencia en un texto de rasgos (temáticos, estructurales o estilísticos) procedentes de textos precedentes (145-146). Posteriormente Gérard Genette en Palimpsestos: La literatura en segundo grado la consideró una de las tipologías de la transtextualidad, junto a la architextualidad, la hipertextualidad, la metatextualidad y la paratextualidad; de manera restrictiva la concibió como la relación de copresencia entre dos o más textos (1989, p. 10). Véase el estudio de José Enrique Martínez Fernández (2001).

5 Véase Paoli (2013, p. 59, nota 16).

6 Nos referimos al verso del poema premonitorio del poeta peruano, que es recogido en Poemas humanos; España, aparta de mí este cáliz, Edición, introducción y notas de Francisco Martínez García (Madrid: Castalia, 1987).

7 El consumo de opiáceos se traduce, como señala Anne Paoli, "en una transgresión poética de la amapola, sangre de la tierra juanramoniana [...]" (2013, p. 61).

 

Referencias

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Recibido: 27.10.2015. Aceptado: 15.02.2016.

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