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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  no.47 Concepción  2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482013000200006 

Acta Literaria N°47, II Sem. (85-99), 2013

 

ARTICULOS

La narrativa sobre el indígena en América Latina. Fases, entrecruzamientos, derivaciones

The narrative about the native in Latin America. Stages, interconnections, derivations

 

Carmen Alemany Bay

Universidad de Alicante. Alicante, España 
carmen.alemany@ua.es


RESUMEN

A partir de los años cincuenta del siglo pasado, los narradores que apostaron por reivindicar la situación del indígena en sus ficciones se inclinaron por perspectivas menos esquemáticas y en las que primaba la reivindicación cultural y mítica, alejándose de este modo de la visión europeizada, propia de la narrativa indianista, y de la reivindicación política tan afín al indigenismo. En la década de los ochenta, y tras el declive del neoindigenismo, la narrativa sobre el indígena adoptará otros modos de expresión literaria como lo es el testimonio, acercándose de este modo a la literatura que sobre el indio y su situación se generó a partir de los primeros años de la Conquista.

Palabras clave: Indigenismo, testimonio, narrativa latinoamericana, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Manuel Scorza.


 

ABSTRACT

From the fifties, in the last century, the narrators who backed the claim of the native's situation in their fiction were in favour of less concise perspectives in which cultural and mythical claims prevailed, going away, thus, from the Europeanized view, characteristic of the Indian narrative, and of the political claim very close to Indigenism. In the eighties decade, and after the decline of the Neoindigenism, the narrative about the native will adopt other ways of literary expression such as the testimony, approaching, this way, the literature that was generated about the Indian and his situation from the frst years of the Conquest.

Keywords: Indigenism, testimony, Latin American narrative, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Manuel Scorza.


 

LOS PRIMEROS TEXTOS SOBRE LOS INDÍGENAS. FASES Y DERIVACIONES: EL INDIANISMO Y EL INDIGENISMO

La literatura referida al indio americano nació casi al mismo tiempo que la Conquista del Nuevo Mundo, y una de las implicaciones decisivas, también desde el punto de vista textual, fue el encuentro con “el otro”. Desde sus escritos, autores como el Padre Las Casas, Fray Bernardino Sahagún y, posteriormente, Huamán Poma de Ayala o el Inca Garcilaso narraron, además de la riqueza y la exuberancia de las tierras americanas, el sórdido tratamiento que el indio recibió por parte de los conquistadores. Sus escritos sirvieron para testimoniar, aunque de forma diversa, la situación del indígena. El Padre Las Casas lo hizo desde lo visto y lo vivido, amén de las diversas informaciones que recogió, con la finalidad de denunciar; Sahagún partió del testimonio de otros para elaborar un trabajo de tipo antropológico. Huamán Poma por su parte denunciará la situación del indígena con el objetivo de proponer a la corona española una forma distinta de gobernar. Finalmente, el Inca Garcilaso, en su intento de entrelazar sus dos culturas y dar veracidad a su historia, recobrará sus vivencias de la niñez, así como lo que otros le transmitieron, para hablarnos tanto del mundo indígena como el que se generó con la Conquista. Esta rica diversidad del testimonio, nacida en los inicios del Nuevo Mundo, será paralela a la reivindicación que del indígena se hará, también a través del testimonio, a finales del siglo XX y comienzos de nuestro siglo.

Desde Europa, y a partir del Renacimiento, algunos pensadores y escritores fomentaron en sus escritos nuevas formas de acercamiento que supusieron, al menos, otra forma de visualizar al indígena. Nos referimos a Michel de Montaigne, al ilustrado Voltaire, o al precursor del Romanticismo, Jean-Jacques Rousseau; en cuanto a lo literario, principal fue la aportación de Jean-François Marmontel con Les incas (1777), y las del fundador del Romanticismo literario francés, François-René de Chateaubriand, con sus novelas Atalá (1801) y René (1802). En cualquier caso, y tomando como referencia la tradición renacentista del concepto de las utopías, se promovió una visión exótica e idealizada del indio, por tanto un falseamiento de la situación real. Si bien la situación del indígena se erigía en foco narrativo, se prescindía de condicionamientos esenciales como su pensamiento y su visión del mundo que finalmente se integrarían tras el paso de los siglos y de varias transformaciones de índole narrativa.

Este superficial enfoque fue adoptado por algunos autores hispanoamericanos a lo largo del siglo XIX, que seguirán hablando del indio y de sus circunstancias, sin embargo, su desconocimiento de quienes eran objeto de la narración era palmario. Concha Meléndez (1961), en La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889), estudió un amplio corpus de novelas para llegar a la conclusión de que en ellas el indio aparecía transformado por el espíritu europeo y, consecuentemente, el indígena seguía siendo un mero personaje convencional y sin matices. Estas ficciones, denominadas india-nistas, serán un ejemplo más del falseamiento de la realidad, de la mistificación y de la clara instrumentalización del indio. Dos muestras paradigmáticas, y a su modo renovadoras de este tipo de novela, fueron El Padre Horán (1848) de Narciso Aréstegui y Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner. A pesar de su voluntad de acometer cierto espíritu reivindicativo y social, que será prioritario en la novela sobre el indígena a comienzos del siglo XX, no lograron desligarse de actitudes paternalistas y sentimentales que nos remitirían a un Romanticismo tardío.

Tras la vertebración de las repúblicas hispanoamericanas, nacidas del proceso de Independencia, aquellos países que contaban con un notable contingente de población indígena (Perú, Bolivia, Ecuador, Centroamérica o México) comenzarán a proponer nuevas formas sociales, políticas, y también literarias, que planteasen fehacientemente la situación del indio y su papel dentro de las nuevas nacionalidades.

Desde Perú, Manuel González Prada propugnará la modernización de su país con proyectos claramente regeneracionistas que tenían como propósito la búsqueda de la identificación del ser nacional bajo los presupuestos del anticlericalismo, el indigenismo y el anarquismo, y la solución para el indígena pasaba por la liberación de la servidumbre y del gamonalismo. Desde México, el gobierno de Álvaro Obregón apostó, entre otras cuestiones, mostrar el verdadero rostro de su patria: un país indígena, atrapado por las desigualdades y ligado a tradiciones ancestrales. Durante el gobierno de Obregón, José Vasconcelos, uno de los más destacados ateneístas y director de Ministerio de Educación Pública entre 1921 y 1924, se empeñó en contribuir a que las masas se liberasen de la ignorancia y de la pobreza, defendiendo la integración del indígena; asimismo, abogó por la socialización de la riqueza y proclamó el advenimiento de una nueva era en la historia de la humanidad cuyo protagonismo correspondería a una Hispanoamérica liberada de las limitaciones del extranjerizante siglo XIX.

Estas y otras cuestiones de orden político y social contribuyeron a un nuevo enfoque sobre el tratamiento del indio que dio lugar a una forma renovada de creación literaria, denominadaindigenismo, en la que sin desligarse en gran medida de los órdenes políticos generaron una actitud de acercamiento y de comprensión, de reivindicación y de protección del indio. Autores como el boliviano Alcides Arguedas, con Raza de bronce (1919), o el ecuatoriano Jorge Icaza con Huasipungo (1934), se atuvieron brillantemente a las nuevas directrices. También Ventura García Calderón, peruano afincado en Francia, ofrecerá una imagen del indio –aún próxima al indianismo– en su libro de cuentos La venganza del cóndor (1924). Por su parte, Enrique López Albújar, con una visión más amplia de la problemática social del indio, denunciará en sus Cuentos andinos (1920) y, posteriormente, en sus Nuevos cuentos andinos (1937), la inexistencia de leyes en algunas regiones del país andino y las consecuencias que esta deficiencia provocaba en la integración de los indígenas peruanos. Sin embargo, sus numerosos prejuicios raciales y religiosos, en parte fruto de su época, darán como resultado una visión superficial en la que los personajes indígenas serán ficcionalizados desde un prisma cargado de negatividad: seres maliciosos, holgazanes e indolentes.

De otro talante, y sin salir de Perú, fue la obra de Luis E. Valcárcel, Tempestad en los Andes (1927), en la que el autor presentaba la problemática indígena desde un punto de vista cultural –como posteriormente lo hará con matices más intensos, por ejemplo, José María Arguedas– y racial: no existen clases sociales, sino razas. Una superioridad de la raza inca que implicaba un claro desprecio a lo extranjero; asimismo, entendía el mestizaje como un híbrido del cual nacían los males del país, posición que chocará frontalmente con los planteamientos del posterior neoindigenismo. En definitiva, una vuelta utópica y nostálgica al pasado incaico.

Más trascendencia para el futuro del indigenismo, y no sólo de Perú sino también para el resto de las repúblicas, serán las opiniones de José Carlos Mariátegui. Siguiendo los planteamientos que hizo González Prada en “Nuestros indios” –artículo de 1904 en el que explicaba que la supuesta inferioridad del indio era consecuencia del trato recibido por la “trinidad embrutecedora”: el juez, el gobernador y el cura–, Mariátegui fundamentaba el problema sobre una base de índole económica y social. A través de la revista Amauta –que dirigió desde 1926 a 1930–, y también de otros escritos como Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1930), enfocará el conficto desde una visión marxista: el socialismo era la única vía para liberar a la masa indígena del régimen de explotación servil a la que estaba sometida. Al igual que Valcárcel, propuso una vuelta utópica al pasado incaico.

Desde lo literario, el indigenismo aportó a la literatura la superación de la idealización romántica, cambiando el tono costumbrista y pintoresco por un estilo naturalista y una mayor aproximación a la figura del indio en la que se filtraba la reivindicación social y la necesidad de plantear un conficto que habitualmente se centraba en la oposición indio/explotador. La narrativa indigenista, que no sólo intentó ser un instrumento literario sino también social, reincidió en muchos de los defectos de la narrativa indianista y cayó en sus simplificaciones: la oposición de la bondad del indio frente a la maldad del criollo, la necesidad de que un conficto determine una nueva conciencia para la comunidad con la casi obligatoriedad de la insurrección como medio, el uso reiterado de descripciones paisajísticas, o la reivindicación del pasado como modelo ideal para el presente de América. El debate ideológico, que tanto determinó y condicionó la literatura indigenista, la convirtió en estéril y, como consecuencia, en los años cuarenta era un modelo en franco declive.

NUEVA VISIÓN DEL INDIO EN LA LITERATURA: LA NARRATIVA NEOINDIGENISTA

Una nueva concepción del frustrado indigenismo se perpetuará a partir de los años cincuenta gracias a la renovación de los temas y a la inclusión de suntuosas técnicas narrativas de las que empezó a hacer gala la narrativa latinoamericana en general; lo que supuso una superación estética de los límites en que se había encerrado el debate ideológico. Como afirmó Julio Rodríguez Luis, “con la madurez formal de la narrativa latinoamericana, se considerará la posibilidad de la prolongación del indigenismo literario dentro de las nuevas formas novelísticas, tal y como ha sucedido con otros discursos que se había creído periclitados” (1980: 9).

Nace la nueva literatura sobre el indígena, la llamada narrativa neoindigenista, en la que como novedad asistimos a la presencia de la fusión de culturas: lo español y lo indígena, fundamentalmente. Esta renovadora corriente, además, se enriqueció, según Antonio Cornejo Polar, con los siguientes caracteres: el empleo de la perspectiva del realismo mágico; el desarrollo, complejización y perfeccionamiento de las técnicas narrativas formales; y la ampliación de la representación narrativa en consonancia con las transformaciones reales de la problemática indígena (1984: 549). A las citadas características, Tomás Escajadillo (1994), quien utilizó por primera vez el término de “neo-indigenismo”1 en 1971, añadirá la de intensificación del lirismo; pero otros ingredientes se pueden detectar en la renovación de la narrativa sobre el indio: la creación de un idioma específico que transmita la fusión del español con otras lenguas indígenas, la presencia constante del folclore que se articula mediante la inclusión de canciones autóctonas y sus instrumentos, y la incorporación del mito como contribución a la recuperación de una identidad mestiza (Alemany, 1992: 74-76). Por tanto, desde el neoindigenismo se intentará una evocación del mundo indígena desde dentro, desde adentro, atendiendo más a razones culturales que de otra índole.

Un claro precedente de la nueva forma de mirar al indio desde la ficción fue Miguel Ángel Asturias (1899-1974) con sus Las leyendas de Guatemala (1930) y Hombres de maíz (1949). El guatemalteco intentó conformar una imagen original de las raíces indígenas de su pueblo así como la búsqueda de la identidad a través del rescate de los mitos y las peculiaridades de la historia de su país y de sus gentes. Su ejemplo contribuirá para crear una nueva manera de rescatar al indio para la ficción, y será el paradigma para la obra de tres autores señeros que renovaron el gastado indigenismo: el paraguayo Augusto Roa Bastos y los peruanos José María Arguedas y Manuel Scorza.

El primero de ellos intentó, desde los primeros tiempos de su escritura –a partir de su libro de relatos El trueno entre las hojas (1953), la novela Hijo de hombre (1960) y las colecciones de relatos El baldío (1966), Madera quemada (1967) y Moriencia (1969)–, encontrar una dimensión más profunda sobre el ser paraguayo. Asimismo, retrató con un acendrado lirismo las difíciles condiciones de vida que soportaban los indígenas y recuperó, a través de la escritura –con la siempre presente oralidad–, el mundo mágico, mítico y religioso que heredó de la cosmología guaraní. Sin embargo, creemos que la aportación más importante del autor al neoindigenismo fue su perpetua lucha por encontrar un lenguaje cuya sintaxis y sentido, alimentado este último por el mito, remitiesen al mundo cultural guaraní. En definitiva, fundir en un solo cuerpo la lengua española desde la que se escribe con las resonancias de la lengua guaraní que es la evocada, es decir, la guaranización de la lengua española. Respecto al mito, como apuntó el propio autor, quiso “hacer que la realidad de los mitos y de las formas simbólicas penetrasen lo más profundamente posible bajo la superficie del destino humano” (Roa, 1983: 58).

A partir de El baldío, el escritor insistirá en una realidad humana compleja –aunque se sigue manteniendo la dualidad entre opresores y oprimidos–, para centrarse en aspectos más universales como la soledad o la incomunicación. Con Yo el Supremo (1974), Augusto Roa Bastos buscará no solo la representación de mundos duales que conviven en la sociedad paraguaya sino, y fundamentalmente, la voluntad de desenmascarar los discursos del poder que son los que en realidad marginan culturas como la guaraní. Asimismo cuestionará el carácter absoluto de la escritura y de aquel lenguaje literario que sólo trata de redimir el poder de la palabra escrita frente a la siempre denostada oralidad. Sus dos entregas posteriores, Contravida (1994) yMadama Suí (1996), nos remitirán, no exactamente al neoindigenismo –por otra parte ya caduco en la narrativa latinoamericana de finales de siglo–, sino a una nueva consideración de la presencia de la cultura guaraní en convivencia con otras culturas que conforman el panorama paraguayo. Creemos que, finalizada ya la etapa del neoindigenismo –que, recordemos, tuvo su principal incidencia a finales de los años cincuenta, durante el decenio de los sesenta y los primeros setenta–, ésta será una de las vías por las que transitarán las refexiones literarias sobre el indígena: el paso del neoindigenismo al multiculturalismo. La verdadera revelación, y así mismo la mutación de aquello que en su momento fue el neoindigenismo, llegarán con Madama Suí. En esta entrega Augusto Roa Bastos reconstruirá ficcionalmente la vida breve e intensa de una de las amantes del dictador Alfredo Stroessner con la finalidad de introducir una cultura distinta, la japonesa, y establecer relaciones entre ésta y el mundo de la imaginación guaraní.

Sin duda, otro de los más destacados representantes del neoindigenismo fue el peruano José María Arguedas. Por circunstancias biográficas estuvo siempre unido al mundo mítico y simbólico de los indios quechuas con los que convivió en su infancia. El autor de Los ríos profundos construyó un mundo original del que algunos, sobre todo Mario Vargas Llosa (1997), han querido ver a un escritor en busca de una utopía arcaica. No en los mismos términos, pero sí en la misma idea, incidía Giuseppe Bellini unos años antes en el artículo “Función del símbolo en Los ríos profundos de J.Mª. Arguedas”: “Ernesto, como José María Arguedas, no se encuentra a gusto en el presente, vive continuamente del pasado y anhela regresar a él, como si el pasado fuera una entraña maternal y en ella consistiera la vida verdadera. Es lo que irá continuamente insidiando al narrador, hasta llevarlo a la decisión de suicidarse” (1992: 53-54).

El intento de José María Arguedas fue enriquecer el conocimiento de su propia realidad, una realidad mestiza que no fue vista ni desde el pesimismo ni desde la degradación, como hicieran algunos compatriotas, sino “como un producto humano que está desplegando una actividad poderosísima, cada vez más importante”; producto humano del que Arguedas subraya que “hablamos en términos de cultura; no tenemos en cuenta para nada el concepto de raza” (1975: 2). Su intención fue compartida por otro autor contemporáneo, Ciro Alegría, con quien, a pesar de tener diferencias sobre el problema indígena, le une tanto la denuncia de la explotación e indefensión del indio como una manifesta reivindicación de su cultura y formas de vida. Y así lo presentó en obras como La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1939) y, sobre todo, en El mundo es ancho y ajeno (1941). Otros narradores peruanos posteriores siguieron esas mismas estelas: Eleodoro Vargas Vicuña con Nahuín (1953), o Carlos Eduardo Zavaleta con La batalla (1954), Los Ingar (1955) o El Cristo de Villenas (1956).

Desde la posición de un escritor poco convencional, que fundió la ficción y la antropología, y con la seguridad de que era “un narrador más intuitivo que erudito”, José María Arguedas declaró tener como objetivo literario insistir en la importancia de los indígenas en el futuro de su país, pero ese futuro pasaba por una integración cultural –mundo español/mundo indí-gena– que él resaltará no sólo en el aspecto cultural sino también en el lingüístico. La no aculturación de su país tenía que transitar por esa fusión, tal como afrmara en su discurso de entrega del Premio Inca Garcilaso de la Vega: “Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua” (Rovira, 1992: 41).

Una de las mayores aportaciones fue, como hiciera Roa Bastos con el guaraní, la quechuización del castellano. Si en los cuentos de Agua (1935) y en la novela Yawar Fiesta (1941) Arguedas introdujo algunas palabras quechuas en los textos, a partir de Diamantes y pedernales (1954), y de manera plena en Los ríos profundos (1958), opta por un uso del español que se entremezcla con elementos propios del lenguaje quechua como la variación del orden gramatical y la elaboración de un lenguaje en el que abunda el uso del asíndeton y de las repeticiones. En palabras de Arguedas, “encontrar los sutiles desordenamientos que harían del castellano el molde justo, el instrumento adecuado” (1983: 96). Esos “sutiles ordenamientos” consistirían en la introducción de una palabra o una frase en quechua y su traducción al español, sin otro tipo de explicaciones; o bien, y mucho más frecuente al menos en Los ríos profundos, la explicación semántica del término quechua introduciendo descripciones procedentes de su labor como etnólogo. Asimismo, incorporó en sus ficciones el folclore, también vetas de realismo mágico, y aportó en Los ríos profundos una nueva forma de acercarse a las novelas de iniciación e incorporar por primera vez a una mujer como líder de las reivindicaciones indígenas.

Seguidor de las huellas de Arguedas fue Manuel Scorza, autor del ciclo narrativo titulado La guerra silenciosa compuesto por cinco novelas que publicó en la década de los setenta: Redoble por Rancas (1970), Garabombo, el invisible (1971), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). En las primeras entregas el autor marcó la importancia del mito para la comunidad quechua y cómo a través de éste surgía el realismo mágico; sin embargo, en la última novela ciclo, La tumba del relámpago, desmitificará la imagen mítica del indio y propondrá la imperiosa necesidad de que el indígena se adaptase a nuevos modelos sociales para romper definitivamente con la imagen arcádica de la cosmo-visión indígena. Detalle este último nada baladí y en el que reincidiremos posteriormente, ya que con su propuesta finiquitó el espíritu de la novela neoindigenista.

En estas cinco obras Scorza ficcionalizó las revueltas campesinas que tuvieron lugar en los Andes centrales a finales de los años cincuenta, aunque tenemos que matizar que en las últimas entregas de esta pentagonía el autor subrayó el irremediable cambio social que había afectado a las comunidades indígenas y que el propio José María Arguedas no quiso aceptar a lo largo de su vida. Hasta El jinete insomne, Manuel Scorza fue fel seguidor de las estructuras habituales de la novela neoindigenista; sin embargo, en la cuarta novela del ciclo, Cantar de Agapito Robles, se produjo un cambio significativo: los campesinos optan por la militancia política para dar fin a todos sus males. La mayor revelación, en cambio, llegará en la última entrega porque finalmente los campesinos serán conscientes de que el mayor de los males no está en las fuerzas opresoras que representan el poder –tradicionalmente representado en las novelas indigenistas por la iglesia, el ejército y la ley–, sino en la milenaria tradición que interpretaba los fenómenos naturales a través del prisma mítico-mágico. La novela, como ha afrmado Teodosio Fernández, simboliza el fin del realismo mágico y también del neoindigenismo:

Scorza, que al redactar El cantar de Agapito Robles tal vez recordó a García Márquez, en La tumba del relámpago (1979), imaginó una variación inusitada: decidido a construir su propio destino, Remigio Villena quema la torre donde se almacenan los ponchos proféticos para sustraerse a un futuro predeterminado. El gesto resulta excepcionalmente significativo, al menos si se tiene en cuenta que esa última novela del ciclo de La guerra silenciosa parece renunciar al aparato mágico-realista que en las anteriores pretendía la creación de una atmósfera mítica, pues eso puede interpretarse como un síntoma de la crisis del realismo mágico que había encontrado su culminación en Cien años de soledad […] La destrucción de los ponchos de doña Añada se trasforma así en un signo que habla de cambios profundos en la narrativa hispanoamericana reciente […] El gesto de Remigio Villena hablaría de esa narrativa que abandona el mito para insertarse en la historia, alejándose de los procedimientos que garantizaban su éxito para hacerse eco ahora de nuevas inquietudes (1992: 164-165).

De manera directa o indirecta, el autor hirió mortalmente a la narrativa del neoindigenismo y los escritores tendrán que optar por formas renovadas a la hora de acercarse al indígena. Una de las vías prioritarias creo que es el testimonio, tal como posteriormente abordaremos, pero también caben otros accesos como el que marcará Gioconda Belli en algunas de sus novelas. La escritora nicaragüense no se centrará tanto en la problemática indígena sino cómo el pasado tiende sus tentáculos y se funde con el presente; un presente que habla desde un mestizaje cultural, nunca exento de utopía, y que conformará las bases de su obra narrativa, fundamentalmente, La mujer habitada (1988) y Waslala (1996). La autora retoma el rico legado de las culturas indígenas americanas para crear mundos literarios donde la historia, los mitos y la ideología van unidas, y donde, además, estos referentes van a ser complementados o contrastados con las tradiciones cristianas y grecola-tinas con el fin de reivindicar el mestizaje como futuro cultural de América. Sin embargo, ya no estamos hablando de neoindigenismo propiamente dicho, aunque éste participe en los citados textos, sino de la recuperación de un pasado indígena que, sin duda, está más próximo a los objetivos de nueva novela histórica, o bien a un modelo estético –barajado fundamentalmente por algunas narradoras en los años ochenta– que guarda una estrecha relación con los mitos y los ciclos de la naturaleza.

PRECISIONES SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL TESTIMONIO

Al comienzo de estas páginas hablábamos de las primeras manifestaciones literarias sobre el indio. Los textos del Padre Las Casas, Fray Bernardino Sahagún e incluso de Huamán Poma de Ayala bien podrían ser clasificados de obras testimoniales e incluso, por su espíritu, se acercan más a este género que a obras propiamente ficcionales. Con el paso de los años y de los siglos, la reivindicación del indígena se fue impregnando de constructos propios de la novela, abandonando el carácter testimonial que tuvo en sus comienzos. Tal vez la razón sea que el testimonio ha tenido que ganar una larga lucha para ser considerado parte de la literatura.

Esas reticencias se fueron disipando a partir de los años sesenta del siglo que nos precedió, y el testimonio en América Latina comenzó a adquirir nueva savia cuando los referentes sociales que nutrían el género encontraron en los numerosos confictos armados, en el terror militar, en el auge de los movimientos de liberación nacional y en las huelgas estudiantiles temas que contar y denunciar. Como ha apuntado Gustavo V. García, “la escritura de testimonio forece en países que enfrentan profundas crisis económicas, sociales y políticas, en especial allí donde la democracia ha sido reemplazada por dictaduras institucionales (gobiernos militares) o ideológicas (Cuba) que violan los derechos humanos” (2003: 19). Estos hechos contribuirán en el terreno literario a la recuperación de un realismo más puro para la literatura, convirtiéndose en una alternativa al simbolismo imperante que se dio en las narraciones a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Fue el cubano Miguel Barnet, en los años sesenta, uno de los primeros en reivindicar la importancia que el testimonio debía tener para afanzar los discursos sobre la identidad en América Latina con el fin de “contribuir a articular la memoria colectiva, el nosotros y no el yo”. Desde su punto de vista, los escritores debían ser portavoces de la conciencia colectiva, de ahí que fuera necesario que éstos se apropiasen del material propuesto por el informante y, con el apoyo de su conocimiento histórico y su capacidad de recrear la voz oral, fuesen capaces de dar verosimilitud a la voz real: el informante y el editor se fusionaban en una sola voz (1983). Éste fue un primer paso para una trasformación más profunda del testimonio: se rompía con el carácter excesivamente representativo y se producía un desplazamiento hacia espacios más interpretativos, más próximos a la idea de concienciación a través de la individualización y particularización del discurso.

En los años noventa, el testimonio amortiguará la que fue su principal intencionalidad: representar la verdad histórica, y buscará una visión subjetiva de la historia basada en concepciones no tan políticas y más estéticas. Otro concepto de lo testimonial, ya embrionado en los ochenta, se abre a nuevos caminos que podrían resumirse en una mayor hibridez textual, que se concretaría en textos más fragmentados, más ficcionales y en los que se vislumbra un retorno al anonimato y a la espacialización en vez de la temporalidad; rasgos que conectarían con ciertos valores propios de la posmodernidad. Este nuevo vigor entraría en contradicción con lo dicho por Donald L. Shaw al afrmar que “incluso los más acérrimos defensores de la literatura testimonial aceptan que ha tenido una vida breve y que no sobrevivió la década de los 80” (1999: 254). En cambio, en palabras de Gustavo V. García, “sólo en tiempos recientes, con la emergencia de la literatura de testimonio, el sujeto marginal participa, por primera vez y de modo directo, en una (re)presentación más verosímil de su identidad, ya que el acto de ‘dar testimonio' es legitimado por el poder escriturario a su servicio” (2003: 12).

Los debates más recientes sobre el tema apuntan que el testimonio ha perdido su esencia primigenia debido a la notable presencia de otros lenguajes procedentes del periodismo, de la historia, de las nuevas tecnologías; aunque sigue manteniendo su principal motivación que es la recuperación de identidades silenciadas. En la mayoría de los países con cierta tradición en el género se ha cambiado la idea de “la voz de los sin voz” por “la voz de la Historia”, o bien “la voz del hombre de su época”. Es en esta tesitura en la que podemos vincular el testimonio con la literatura sobre el indio.

ENTRECRUZAMIENTOS: LA NARRATIVA SOBRE EL INDIO Y EL TESTIMONIO

Extinguido el modelo neoindigenista, la narrativa que se refiere al indígena se diversificará, como ya adelantamos, en otras formas, y una de ellas será el testimonio. Ese nuevo concepto de lo testimonial, al que aludíamos en líneas precedentes y que aboga por la hibridez textual, se abocará hacia textos más fragmentados y más cercanos a la ficción con el fin de poner en evidencia y denunciar la situación en la que siguen viviendo los indígenas. Será en Centroamérica, debido a la convulsa situación política vivida con intensidad a finales del siglo pasado, donde este género tendrá sus principales valedores. Y será también en estos países en los que con intensidad encontraremos testimonios que nos hablen de la explotación en la que sigue inmerso el indígena. Desde un punto de vista sociológico o etnográfico podríamos destacar obras como Todas estamos despiertas– Testimonios de la mujer nicaragüense hoy (1980) y Cristianos en la revolución (1983) de la estadounidense Margaret Randall, o Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983) de la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos (Mackenbach, 2001).

Sin duda, uno de los testimonios más conocidos es el de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, páginas en las que se nos relata la vida de esta humilde mujer de origen maya, sobreviviente de varios conflictos bélicos, y quien se ha caracterizado por su lucha a favor de los pueblos indígenas, lo que le llevó a obtener el Premio Nobel de la Paz en 1992. El libro ha sido polémico y son muchas las voces –incluso la de la propia testimoniante– que han puesto en duda la labor realizada por la editora. Pero en cualquier caso, la obra sirvió para que en el mundo occidental se conociese una realidad que quisieron ocultar los gobiernos de turno.

En el mismo año en el que se publicó el texto de Rigoberta Menchú se editó Los días de la selva de Mario Payeras, quien, desde la autobiografía, trata de enmendar el error cometido por el movimiento guerrillero guatemalteco de pasar por alto los símbolos y expresiones de la identidad indígena de los pobladores en la región montañosa de Quiché, Ixcán y Huehuetenango. Otro ejemplo es la obra Testimonio: muerte de una comunidad indígena en Guatemala (1993) de Víctor Montejo, en la que el autor narra sus experiencias en comunidades indígenas; con Q´anil Akab´ publicará el mismo año Brevísima relación de la destrucción del Mayab.

En Bolivia, uno de los testimonios más destacados es el de Domitila Barrios de Chungara con Si me permiten hablar (1978). La autora, esposa de un minero del estaño, cuenta cómo se transformó en activista a causa de las condiciones opresoras en que vivían los mineros; tampoco vacila en reivindicar el papel de las mujeres en la lucha contra la opresión. Otro testimonio, contado y escrito desde la propia experiencia, será el de Filemón Escobar, La mina vista desde el guardatojo (1986).

Desde Perú, país en el que la ficcionalidad sobre el indio ha sido poderosa, podemos destacar el libro Ñuqanchik runakuna/ Nosotros los humanos (1992) de Ricardo Valderrama Fernández y Carmen Escalante Gutiérrez en el que se le da la voz a dos comuneros quechuas. El texto tuvo como precedente el testimonio autobiográfico del cargador cuzqueño Gregorio Condori Mamani, preparado y traducido por los mismos autores.

Para finalizar, añadir que desde una visión muy europeizada del indio, narrativa indianista, se pasó –a finales del siglo XIX y comienzos del XX– a una reivindicación de corte político que dejó sus huellas en la literatura. Ya en la década de los sesenta, los escritores apostarán por inmiscuirse en aspectos no transitados por la narrativa anterior, como la reivindicación cultural y mítica, y también en aspectos lingüísticos. A finales del siglo pasado se buscaron nuevas opciones que se enmarcaban en la recuperación histórica o en visiones multiculturales, pero fundamentalmente en el testimonio. De este modo, la reivindicación del indígena, al posicionarse en el género testimonial, vuelve a sus orígenes (Beverly, 1987, 1989, 1991, 1996; Smorkaloff, 1991; Yudice, 1991).

NOTAS

1 A pesar de que gran parte de la crítica participa de esta denominación, algunos preferen, por la existencia de ciertas imprecisiones, hablar de forma genérica de “novela indigenista”. De este modo lo expresa Antonio Lorente: “Por todo ello me parece aventurado acuñar dicho concepto y prefero ver las nuevas manifestaciones indigenistas (y las que salgan en el futuro) como parte de la formidable corriente del indigenismo existente desde la Conquista” (2008: 60).

 

REFERENCIAS

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Recibido: 04.09.2013. Aceptado: 25.10.2013.

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