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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  n.32 Concepción  2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482006000100004 

Acta Literaria Nº 32 (45-54), 2006

Artículos

Imaginarios urbanos: La ciudad de Santiago de Chile como acontecimiento (1950-1973)

Urban Imaginaries: The City of Santiago de Chile as a Happening (1950-1973)


GLORIA FAVI C.


Universidad Central de Chile. Santiago, Chile
E-mail: gfavi@ucentral.cl



RESUMEN

Nuestra lectura conjetural se enmarca en una línea semiótico-textual en el intento para integrar los discursos literarios en una metodología que determine su significado global como la representación de los signos de una cultura. La existencia de la urbe como escenario que se construye en el reflejo de las voces del pasado, nos permite –en el siglo XXI– considerar los poemas urbanos de Neruda, Parra y Lihn como signos culturales abiertos, factibles de ser reinterpretados en este tiempo lejano y ajeno a los autores.

Palabras claves: Poesía, nostalgia, identidad, urbe, ficción.


ABSTRACT

Our conjectural reading is framed in a semiotic-textual line in the intent to integrate the literary speeches in a methodology that determine its global meaning as the representation of the signs of a culture. The existence of the metropolis like setting that is built in the reflection of the voices of the past, permits us –in the 21st century– to consider the urban poems of Neruda, Parra and Lihn as signs feasible of they to be reinterpreted in this alien and distant time to the authors.

Keywords: Poetry, remember, identity, metropolis, fiction.


 

ESTAS líneas se configuran como un ejercicio de nostalgia sobre los espacios olvidados (bares, cafés, plazas y pensiones) que esconden los recuerdos de nuestros grandes poetas y narradores de la mitad del siglo XX. Las voces de Parra, Lihn y Edwards Bello, entre otros, darán forma al decir cotidiano que desde la literatura entregarían nuevas perspectivas para interpretar nuestra cultura e identidad. Así es casi imposible referirse a la construcción de la identidad chilena y vivir la ciudad de Santiago sin consultar las páginas satíricas y amargas que sostienen el saber bohemio sobre esos espacios clausurados de la ficción donde habitan los fantasmas que reviven los antiguos portales de la Plaza de Armas, los bares y viejos palacios descoloridos que aún guardan su espacio para la miseria y el desencanto.


Sabemos que las ciudades no existen sólo en la geografía porque los poetas las han edificado en el lenguaje usando las más bellas escrituras. Así el 12 de febrero de 1541 rastreamos la construcción de la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, “tierra apacible y fértil”, en las cartas que envía don Pedro de Valdivia al Emperador Carlos V, y es esta fundación la creación de un lenguaje atormentado que relata también las ruinas de la ciudad cuando el 11 de septiembre de 1541 los fieros batallones indígenas de Michimalongo redujeron todo a cenizas. Entonces Valdivia, en una memorable carta a Carlos V, le dice que vio las “orejas al lobo” y para destacar su propia valentía y fervor en esta tarea urbanista y planificadora cuenta que todos “cavábamos, arábamos y sembrábamos en su tiempo”, de esta forma, la voluntad indomable del fundador sella nuestro destino e identidad y los trayectos del lenguaje construyen y reconstruyen nuestra ciudad.


Nuestra capital nunca estuvo asentada sobre un terreno firme, fue por más de un siglo una ciudad campamento y todo a lo que a ella se refería en el pasado tenía un sabor de gesta y de combate; ha sido también ciudad de anegamientos y temblores, sus numerosas reconstrucciones imposibilitaron la supervivencia de edificios representativos y marcaron el sello distintivo de nuestra arquitectura colonial.


Pero, más que una historia de la ciudad de Santiago, nos interesa conocer cómo se inscribe el tiempo en determinados lugares y las formas de vida que se encuentran implicadas en los juegos del lenguaje que reconstruyen los espacios y el decir cotidiano de la ciudad.


Sabemos que la experiencia corporal de la ciudad puede ser contada privilegiadamente en el lenguaje de la literatura y la crónica a través de los trayectos, las acciones de habla, los contactos, sabores, olores y colores, porque la ciudad fantasmal mueve activamente el cuerpo hacia un destino, a un espacio habitado por palabras que se resisten al cierre del tiempo y a la lejanía definitiva del pasado. Esta ciudad de los trayectos en el siglo XX organiza también los contactos espectrales en un tiempo que no excluye el pasado, el presente y el futuro.
Pero, ¿cuáles son las percepciones que nos permitirían desentrañar las actitudes e identidades que se producen como resultado de la interacción de los individuos con su espacio vivencial?


Así el sujeto de los antipoemas de Nicanor Parra (1914) ha emigrado con grandes expectativas desde las zonas rurales y se ha convertido en un sujeto urbano:

Yo iba de un lado a otro, es verdad
Mi alma flotaba en las calles
Pidiendo socorro, pidiendo un poco de ternura;
Con una hoja de papel y un lápiz yo entraba en los
cementerios
dispuesto a no dejarme engañar.

¡Adónde ir entonces!
A estas horas el comercio estaba cerrado;
Yo pensaba en un trozo de cebolla visto durante la cena
Y en el abismo que nos separa de otros abismos.

No me quedo ni un día más aquí
Sólo estoy esperando
Que se me sequen un poco las plumas.

Si preguntan por mí
Digan que ando en el Sur
Y que no vuelvo hasta el próximo mes
Digan que estoy enfermo de viruela
(“Hombre al agua”, en Parra 1983a: 73)

Las sensaciones físicas en Poemas y antipoemas (1937-1954) y Versos de salón (1954-1962) revelan a la vez la ruptura del vínculo identitario con el campo y la urbe y que estarían narrados por movimientos que desarman los contactos y el roce con los otros en esa ciudad donde sólo vive un cuerpo desconectado en un espacio también fragmentado y discontinuo, así, su perspectiva del “Paisaje” corresponde a la interpelación:

¡Veis esa pierna humana que cuelga de la luna
Como un árbol que crece para abajo
Esa pierna temible que flota en el vacío
Iluminada apenas por el rayo
De la luna y el aire del olvido!
(“Paisaje”, en Parra 1983a: 29)

Con el uso de la interjección el sujeto antipoético ha creado su propio discurso y la eficacia intrínseca de un habla que a la vez constituye un testimonio en sí mismo para implicar ciertas formas de vida; el desequilibrio y desolación de un habitante de los límites. La ruptura del vínculo identitario del sujeto con la ciudad está marcada por la cesación de los movimientos que organizan los contactos con los otros; así, hay una “pierna temible” que cuelga de la luna y flota en el vacío, este fragmento inmovilizado y liberado de la resistencia del cuerpo sugiere el terror al roce, al contacto con los otros lo que significaría transitar por las calles y alamedas de la ciudad.

FUENTES DE SODA

Aprovecho la hora del almuerzo
Para hacer un examen de conciencia

El receptor de radio me recuerda
Mis deberes, las clases, los poemas
Con una voz que parece venir
Desde lo más profundo del sepulcro

Hago como que miro los espejos
Un cliente estornuda a su mujer
Otro enciende un cigarro
Otro lee Las Ultimas Noticias
(“Fuentes de soda”, en Parra 1983a: 75)

En el poema “Fuentes de soda” el sujeto se refiere a algunos establecimientos comerciales característicos del viejo Santiago y que evocarían todas las sensaciones físicas sentidas en el paisaje urbano; la hora fugaz de la colación es el instante para el reencuentro consigo mismo, las miradas a hurtadillas al reloj y el retorno al sueldo mínimo, las noticias desde un viejo receptor tal vez el único portal que nos conecta con el resto del mundo, los bostezos y el hojear distraído a un diario de la tarde, serían algunos movimientos mecanizados por la vida cotidiana que están dando cuerpo y forma a la ciudad.


Diferentes son las percepciones sensoriales que evocan las crónicas de Joaquín Edwards Bello (1887-1965), en la ciudad antigua el cuerpo se mueve activamente para sensibilizar el espacio hacia un destino situado en una geografía urbana ilusoriamente íntegra y que se opone a lo fragmentario y discontinuo. En sus crónicas los habitantes construyen mapas mentales que calzan tanto con su propia posición corporal como a la totalidad urbana, lo que les permite representar su situación espacial para relacionarla con una totalidad condicionada por elementos culturales comunes (imitación de la cultura francesa), frases estereotipadas, costumbres actualmente modificadas, carteles y anuncios que señalan las pautas generales de interpretación del espacio vivido en el siglo XX:

He dicho que Santiago era para mí entonces la ciudad encantada, la obra maestra de la elegancia y de la opulencia. Santiago era una ciudad afrancesada, con pasajes y portales, como la cité Bergére y el Rougemont, que se comunican en París… ( “La alegría de las demoliciones”, en Edwards Bello, 1974: 135).

Mi barrio es un barrio con sentido común… Por la noche se adivina la pobreza del barrio en las luces eléctricas de los pisos altos. Nada produce tanta idea de pobreza como esas ampolletas colgadas en un cuarto desnudo… En las ventanas del barrio se ven letreros conmovedores: “Se vende un trajecito de primera comunión para niña”. “Se vende una mantequillera de plaqué antiguo”. “Se vende un abrigo de astrakán y dos vestidos de noche” (“Mi barrio”, en Edwards Bello, 1969: 65).

En las calles como en las personas, hay desdoblamientos y contradicciones: partes malas y partes buenas. Y calles hipócritas de doble cara… (“Barrio Brasil”, en Edwards Bello, 1969: 58).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En las crónicas de Joaquín Edwards Bello reconstruimos la realidad invisible del espacio social de Santiago de Chile que se ha generado por el capital económico y el capital cultural en los inicios del siglo XX. Rescatamos la construcción permanente del significado y de las identidades secretas que se construyen en las crónicas de los barrios de la ciudad; así nos resultan conmovedores los anuncios de ventas pegados en las ventanas, la creatividad de los oficios antiguos, las anécdotas de nuestros personajes históricos, los palacios desencantados, las calles y los bares olvidados, porque la ciudad se estaría creando en la frontera entre dos conciencias; la del cronista y mi memoria activa en el presente que no acepta la lejanía irreductible del pasado, entonces buscamos un tiempo utópico habitado por palabras y una imaginación que violente el tiempo para reponer la memoria olvidada de las cosas.


“Una ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres, personas similares no pueden crear una ciudad”, afirma Aristóteles en el Libro I de La política.


Así desde 1890 los vecinos de Santiago siempre mantuvieron su variada presencia en la Plaza de Armas el centro de la ciudad; de tal manera, Theodore Child, un viajante extranjero, le dedica las siguientes palabras:

Es el centro del movimiento santiaguino, el término de la carrera de los tranvías, la gran estación de coches, el paseo de lujo de la tarde, mientras toca en el kiosco una banda de música… ¡Qué papel tan importante desempeña en la vida de una ciudad! La plaza está plantada de árboles y provista de escaños para ofrecer sombra y descanso a los ciudadanos, a las nodrizas, a las madres, a los grandes y a los chicos. La Plaza de Armas de Santiago es de holgada proporción y adornada con hermosas plantas que le dan bello aspecto y exquisito perfume…” (Child, en Godoy 1976).

 

 

 

 

 

Así la visión de la ciudad de Santiago en los inicios del siglo XX y cuyo eje central era la Plaza de Armas, es un archivo complejo de imágenes, sonidos, impresiones afectivas y reacciones particulares construida por habitantes heterogéneos que rescataban su propia imagen de la ciudad, para rechazar a las autoridades municipales que deseaban transformarla en paseo destinado a los elegantes y en lugar de sobrias celebraciones patriótico-religiosas. La primera manifestación de su rebeldía fue el porfiado mantenimiento del nombre Plaza de Armas frente al decreto del 26 de enero de 1825 que, para anular todos los vestigios que recordara a la dominación española, obligaba a nombrarla como Plaza de la Independencia; la segunda la constituyó una medida administrativa que dispuso la llegada y partida desde este centro a todas las líneas de tranvías y carretelas que circundaban la ciudad; esto permitió el acceso y contacto con todas las clases sociales urbanas y campesinas.


“¿Quién habla cuando yo hablo?”, se preguntaba Enrique Lihn (1929-1988) para intentar poner en evidencia la interioridad socializada impuesta por la ideología de un determinado poder. Así la vida del sujeto de la escritura de Lihn en “Recuerdos de matrimonio” (1955-1962) transcurre penosamente en espacios desarticulados e inhóspitos; entonces el hablante, como formador de su propia imagen de la ciudad, se va diferenciando del imaginario institucionalizado que va narrando la urbe según los estereotipos estéticos del poder público; él va creando su espacio particular que es a la vez su lugar de vida donde, por decisión propia o designios del destino, fija una posición que constituye a la vez el reflejo implícito e involuntario de las creencias profundas de una época.

Buscábamos un subsuelo donde vivir,
cualquier lugar que no fuera una casa de huéspedes. El paraíso
perdido
tomaba ahora su verdadero aspecto: uno de esos pequeños departamentos
que se arriendan por un precio todavía razonable

El hombre es un lobo para el hombre y el lobo una dueña de casa
de pensión, con los dientes cariados, húmeda en las axilas,
dudosamente viuda
Y allí donde el periódico nos invitaba a vivir se alzaba un abismo de
tres pisos:
un nuevo foco de corrupción conyugal.
(“Recuerdos de matrimonio”, en Lihn 1984)

La conciencia corporal real se anula en estos espacios diminutos que afligen al entorno urbano y que están relacionados con el embotamiento, la esterilidad táctil, la monotonía y que han encontrado su verdadera expresión en la arquitectura que simula, para las clases medias, la proyección geométrica del paraíso perdido y que ha tomado su verdadera forma; un pequeño departamento CORVI con un arriendo razonable.


Estos habitantes ficticios, que intentan sobrevivir en los suburbios de la ciudad “ilustrada, opulenta y cristiana”, originan una modalidad especial para representar esta experiencia de vida cotidiana que transcurre en la mitad del siglo XX y que señala el intento para superar la aglomeración urbana que dio origen al Decreto con Fuerza de Ley N° 224 y que correspondería a la nueva Ley General de Construcciones y Urbanización (1953) y finalmente al Plan Intercomunal para Santiago en 1960.


El lenguaje desolado de Lucas Ramírez es el tránsito que realizamos a través de las calles del Santiago antiguo en el cuento “Un mendigo” (1929) de Manuel Rojas (1896-1973):

Caminó así entre la multitud que llenaba las aceras. Parecía un extraviado, un hombre que ha perdido la orientación y la memoria y que marcha sin saber por dónde, procurando recordar la calle y el sitio en que está su casa, su hogar. Iba hacia todos lados y hacia ninguno... Se detenía en las esquinas y miraba: hacia allá iba una calle, hacia acá otra, por allí una, por allí otra y contemplábalas huir vertiginosamente, sin saber cuál era la suya, sin poder elegir una, pues todas eran iguales y ninguna le recordaba algo que lo llamara... Las vidrieras se llenaron de luz y los automóviles abrieron sus ojos deslumbrantes… Anduvo aún dos cuadras más. El número y la casa deseada no aparecieron… (“Un mendigo”, en Rojas 1993: 50-51).

 

 

 

 

 



Pero la proyección geométrica de la desesperanza y la fracasada búsqueda de un contacto sobre estas interminables calles de pesadilla, correspondería a una anécdota superable, la experiencia de un cuerpo que intenta encontrar la conexión con un espacio humanizado; el hogar perdido. Porque en la Ciudad Antigua el espacio sensibiliza al cuerpo y lo conduce hacia un destino situado en una geografía urbana integral. Entonces, irónicamente, Lucas Ramírez, el angustiado caminante, es obligado a formar parte de la ciudad en una esquina adecuada para la mendicidad...

Cerca de donde estaba, había un restaurante con dos focos a la puerta y una gran vitrina iluminada, a través de la cual se veía, en medio de un resplandor rojizo, cómo los pollos se doraban a fuego lento, ensartados en un asador que giraba, chorreando gruesas gotas de dorada grasa... (“Un mendigo”, en Rojas 1993: 55).

 

 

 

Los solitarios personajes en los cuentos de Manuel Rojas saben descifrar adecuadamente los signos espaciales de la vieja ciudad; los bares ruinosos, las aceras gastadas y los conventillos amigables donde “los días sábados, los borrachos quedan colgando como piezas de ropa puestas a secar” y son estos espacios-acción su lugar de vida donde fijarán también su posición identitaria:

Hay además hombres que no trabajan en nada, no son mendigos ni ladrones, ni guardianes, ni trabajadores. ¿De qué viven? ¡Quién sabe¡ Del aire, tal vez. No salen a la calle, no trabajan, no se cambian nunca de casa; en fin no hacen nada ni siquiera se mueren. Vegetan pegados a la vida agria del conventillo, como el luche y el cochayuyo a las rocas (“El delincuente”, en Rojas, 1993: 18).

 

 

 

En la mitad del siglo XX, cuando la elite santiaguina de inspiración europea había emigrado al barrio alto, nuestro centro colonial afrancesado y los barrios suburbanos aún conservaban la calidez e intimidad de nuestra identidad mestiza. Así los boliches, sabores y olores de las calles, los gestos de amistad, conversaciones y rumores se escenifican en el lenguaje de nuestros poetas, cronistas y novelistas que reconstruyen El Santiago que se fue (Plath, 1997) y que en el siglo XXI ha perdido lentamente la geografía de la historia y su conexión armoniosa entre el cuerpo humano y las creaciones arquitectónicas, porque el cuerpo individual que se mueve en la ciudad contemporánea desconoce la conciencia física del paisaje y de los otros seres humanos.


Pero para hablar del pasado evitaremos las retóricas distractivas que centran la estética del recuerdo en políticas de la memoria impuestas por el consumo cultural en el siglo XXI. Sólo intentamos señalar comparativamente la privación sensorial que nos ha impuesto la tecnología del movimiento cuando ha construido espacios urbanos que sólo existen en función a la velocidad; así, en los estacionamientos, autopistas, zonas industriales y zonas de oficinas, el espacio es un medio para que circule el movimiento puro y desconectado del cuerpo para así evitar las distracciones personales que impidan atravesarlo rápidamente; entonces esas carreteras rectas y uniformes han desplazado a la población urbana popular hacia espacios menos estimulantes, marginales, reducidos y amorfos.


Sabemos que la planificación urbana contemporánea lleva aparejado el temor al roce y al contacto real, entonces se ha eliminado el tránsito en las aceras y se ha sectorizado el espacio a través de autopistas que separan las zonas populares, comerciales, industriales y residenciales; así el fragmentado mundo circundante que va creando la vida cotidiana en la ciudad contemporánea, estaría destinado a insensibilizar el cuerpo humano para crear un abismo insalvable entre los ricos y los pobres, el pasado y el presente.


El 11 de septiembre de 1973 los poetas inauguran Santiago del Nuevo Extremo, una nueva ciudad que reincorpora, junto a la violencia y la muerte, la experiencia bestializada del cuerpo; citamos El Paseo Ahumada (1983) de Enrique Lihn:

Así se pasta en los campos chilenos entre uno y otro cerco de álamos
Así se camina por las calles de la ciudad entre uno y otro pelotón
Así los carros bombas pasan a la estética del Vivac...
(“Introducción a la estética del Vivac”, Lihn, 1983: 4).

La experiencia física de una nueva geografía de la historia refundará a sangre y balas la ciudad de Santiago de Chile en el marco agresivo de la economía neoliberal; entonces un cuerpo pasivo, violentado y torturado se desplazará por los parques, comercios, plazas, bares y desde este recuerdo del viejo tejido urbano hemos decidido rescatar la nostalgia de los hombres desterrados del tiempo para reconstruir la realidad invisible de nuestro antiguo diseño ciudadano que aún marca, en nuestra memoria, los momentos más significativos del espacio social santiaguino en la mitad del siglo XX.


“El Quitapenas”, bar cercano al Cementerio General, despidió con grandes jarros de vino, miles de duelos y evocó las cualidades del poeta maldito Pedro Antonio González, quien lo había transformado en dormitorio, biblioteca y bar. En abril de 1925 una división interna del club de fútbol “Magallanes” dio nacimiento al equipo “Colo-Colo”. El bar “La Piojera”, bautizado así por don Arturo Alessandri Palma, es el lugar donde pican clientes de todos los pelajes, es decir, piojentos y piojosos, piojos grandes y piojos chicos.


La ciudad fragilizada ha transformado los trayectos físicos en las huellas de los trayectos narrativos que van contando los ritos y las acciones significativas de esos tiempos; la presentación de un libro, la celebración de un premio, la lectura entusiasta en el Parque Forestal, el triunfo político desde los balcones de La Moneda, las reinas del carnaval de una primavera olvidada, la inauguración de un edificio y el anuncio de un descubrimiento médico, todos ellos marcaron momentos significativos en la experiencia que la gente tenía de sus propios cuerpos y de los espacios donde vivían.


La cultura urbana en el siglo XXI ha cedido el protagonismo del espacio público a las actuales tecnologías comunicativas que han creado nuevos esquemas perceptivos de la ciudad y que manifiestan, en sus formas individuales para congregarse, un nuevo tipo de insipidez; reunirse para comprar en las liquidaciones, seleccionar oportunidades y saldos en las ventas nocturnas, asistir a los conciertos y museos que se han instalado en los malls de la ciudad.


Por ello estas líneas sólo han intentado rescatar las huellas y la creatividad del tiempo que se ha inscrito en nuestra ciudad, porque en cada instante que los poetas la han fundado en el lenguaje, también el tiempo ha sido rescatado en los sucesos del pasado que aún viven en este presente continuo, donde un futuro impaciente espera estar inscrito en algún lugar.


Parra retrata finalmente nuestro incierto caminar en su poema, “Un sujeto de malos antecedentes”:

Se desplaza por un laberinto
Desde luego parece un insecto

Habla hasta por los codos
Se le sueltan las cuerdas vocales
cada vez más arrugas en la frente
masturbación a falta de suicidio.
(“Un sujeto de malos antecedentes”, en Parra 1985: 32)

REFERENCIAS

Edwards Bello, Joaquín [1952] 1974. Nuevas crónicas. Santiago, Chile: Zig-Zag.


–––––––––––––––. 1969. Andando por Madrid y otras páginas. Santiago, Chile: Andrés Bello.


Godoy, Hernán. 1976. El carácter chileno. Santiago, Chile: Universitaria.


Lihn, Enrique. 1984. La pieza oscura. Madrid: Lar.


Parra, Nicanor [1954] 1983. Poemas y antipoemas, en Obra gruesa. Santiago, Chile: Andrés Bello.


–––––––––––. [1962] 1983. Versos de salón, en Obra gruesa. Santiago, Chile: Andrés Bello.


––––––––––– . 1983. El Paseo Ahumada. Santiago, Chile: Ediciones Minga.


––––––––––– . 1985. Hojas de Parra. Santiago, Chile: Ganymedes.


Plath, Oreste. 1997. El Santiago que se fue. Santiago, Chile: Grijalbo.


Rojas, Manuel. 1993. El delincuente, El vaso de leche, El colo-colo y otros cuentos. Santiago, Chile: Zig-Zag.


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Recibido: 24-04-2006. Aceptado: 15-05-2006.

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