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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  n.32 Concepción  2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482006000100003 

Acta Literaria Nº 32 (25-43), 2006

Artículos


De Freud a Travis. La ciudad morada se puso gris

From Freud to Travis. The Colorful City Turns Gray


MARCELO SÁNCHEZ ROJEL
Universidad de Concepción. Concepción, Chile
E-mail: sanchez1@mixmail.com



RESUMEN

Para dar cuenta de la transformación radical, que va de la modernidad a la posmodernidad urbana, leemos la primera novela de Sergio Gómez Vidas ejemplares en relación con la novela del mito territorial, sociológico y político que distingue a Los túneles morados de Daniel Belmar. Nos interesan los puntos de divergencia en tanto posibilidad de clasificar una escena literaria penquista donde opera un cambio de paradigma estético y narrativo.

Palabras claves: Ciudad, transferencia, novela moderna, relato posmoderno.


ABSTRACT

In order to demonstrate the radical transformation, which goes from the modernity to the urban postmodern era, we read Vidas ejemplares by Sergio Gómez in relation with the novel of the territorial, sociological and political myth that distinguishes to Daniel Belmar’s Los túneles morados. We are interested in the points of difference while possibility of classifying a local literary scene where it produces change of aesthetic and narrative paradigm.

Keywords: City, transfer, modern novel, postmodern story.


Parece que nuestro destino común sea
convertirnos en una película
PAUL VIRILIO

 

 

TREINTA y cuatro años separan a Los túneles morados (1960) y Vidas ejemplares (1994), ambas como novelas situadas en Concepción, “ciudad de la lluvia” y “Parque Deportivo”, en el lenguaje cifrado de cada autor, Daniel Belmar y Sergio Gómez, respectivamente. En esta lectura nos proponemos aplicar conceptos de Paul Virilio como glocalización y contaminación dromosférica; como también las aproximaciones a dos estéticas distintas: de la aparición en Belmar y de la desaparición en Gómez; o bien, de la representación y de la mostración, de acuerdo a Jean Baudrillard y otros ensayistas contemporáneos. Nuestro intento es desplegar los cambios producidos en la escritura de la ficción narrativa y la tesis de que ambos textos operan distintos imaginarios de transferencia sobre Concepción: Desde un texto que lee a la ciudad moderna y mítica, a la novela que abandona definitivamente ese mito territorial, sociológico, político, ese modo de concebir y comprender la realidad y la vida1. Para escribir esta lectura utilizaremos, aunque no necesariamente en orden secuencial, los siguientes operadores de texto: Cambio de paradigma (canon europeo y suspense estadounidense); la profundidad es la piel (vida ejemplar de los 50-60 y vida ejemplar de los 80-90); estilo (ética de la política y estética de la publicidad); nexos urbanos (de los bares a los medios, de la agonía existencial a la indiferencia urbana); crítica y aprendizaje versus bloqueo e incertidumbre; desacralización posmoderna (todo puede ser literatura) y, por último, de Freud a Travis: de la representación a la presentación.

****

De acuerdo a la teoría de las generaciones, Daniel Belmar (1906-1991) pertenecería a la llamada generación del 38 ó 42, aunque en términos de archivo local esa prescripción sea insuficiente para dar cuenta de la promoción y producción literaria desde la provincia. El autor neorrealista de Ciudad brumosa escribe antes de mayo del 68 y antes de la caída del Muro de Berlín. Vive el apogeo del realismo socialista como exportación paradigmática hacia las zonas de la intelectualidad latinoamericana comprometida con los ideales de una revolución política y cultural. Gómez escribe después del cinemascope, de MTV latina, del “Boom” latinoamericano y desde lo que más tarde será el manifiesto “Mcondo” –que remplaza el realismo mágico por el realismo virtual y, sobre todo, desde los pasos irreversibles de la caída de los metarrelatos. Ambos, eso sí, quieren escribir desde la provincia, desde un punto geográfico concreto, que no corresponde a la centralidad literaria nacional. Quizás porque ambos autores proceden de ciudades aún más alejadas de núcleos metropolitanos y en esa filiación convoquen a la ciudad penquista. Belmar proviene de la zona sur argentina en un viaje de padres allende Los Andes (Temuco-Neuquén-Santiago-Concepción). Gómez llega desde la zona sur chilena atraído por la promesa de estudios universitarios (casi como si fuera un personaje de la ficción belmariana2). De cualquier manera, precisamos que el hablante nostálgico de la infancia está ausente en ambos textos.


Si, en términos de Paul Virilio, la velocidad define el estado actual de las cosas (actual en la medida de varios años hacia atrás), los treinta años que separan a una de otra publicación hacen mayor la distancia, no sólo en cuanto anclajes de producción y recepción textual, sino también en lo que consideramos un cambio radical de paradigma. Si en Belmar predomina el canon europeo y pesa la tradición latinoamericana del huérfano (Cánovas, 1997); en Gómez asistimos al cambio que se va produciendo en el país desde la influencia política y cultural del Viejo Continente hacia un sostenida permeabilización de la cultura de los mass media capitalizada desde Estados Unidos. Los epígrafes introductorios de Vidas ejemplares son fieles a esa adhesión. En orden lineal, el autor nos traza su mapa de preferencias. La lectura ha mutado de padres, tíos y hasta primos. Es más bien la novela norteamericana3 y el suspense cinéfilo. Me refiero a que no es la escuela francesa, ni la narrativa rusa, menos la influencia filosófica alemana. Es el inglés Joseph Conrad y los narradores estadounidenses Francis Scott Fitzgerald y John Cheever. Los epígrafes internos son del silabario Lea, no sabemos si como metáfora del error-aprendizaje-memoria, proceso que experimentan parcialmente los protagonistas de su relato; o como signo de normalización (Foucault) en tanto ajuste a la sociedad por imposición molar (Deleuze), por ejemplo, de la lengua.


En su angustia de las influencias, diría Harold Bloom, Sergio Gómez encuentra sus fetiches en la producción cinematográfica antes que en la tradición literaria chilena, de la que explícitamente intenta escapar en una fuga que se hace más nítida al leer el manifiesto mcondiano4. Documento que igualmente continúa la tradición de la ruptura tan propia de los manifiestos que dieron vida a las polémicas artísticas del siglo veinte. Sabemos, en la teoría de Pierre Bordieu, que la estructuración del campo literario hace movedizos a sus participantes en la búsqueda de inscripción y visibilidad. Cuando todos observan un punto fijo, basta girar la mirada para convenir una variante. En el tercer espacio de Alberto Moreiras, el escritor y la teoría latinoamericana se proponen reaccionar contra el dominio del texto metropolitano y alejarse de paradigmas identitarios y hegemónicos; se propone pensar en un intersticio entre lo hegemónico y lo subalterno. Vidas ejemplares no trabaja con la apropiación, traducción o rehistorización de textos que articulen un archivo local de experiencias literarias. Es cierto, Gómez pone en duda la esencialidad de la identidad latinoamericana, no por sospechas de utopía, sino porque su matriz conceptual se fricciona con la globalización mcondiana. En ese espacio, la profundidad es la piel. Se vive como se mira el cine.


La transición desde Belmar a Gómez opera en una condición diferente. Los túneles morados se deja influir por la escenografía teatral del ágora, del foro, del atrio, elementos tradicionales en la historia de las ciudades. Personajes, argumento, desenlaces, atmósferas, descripciones, momentos de clímax, énfasis y distintas velocidades escriturales texturizan los diálogos, monólogos y la voluntad omnipresente del narrador que entiende la literatura como pistas para que el lector vaya armando las historias en las páginas por venir, concentradas en tres relatos fundamentales que se desencadenan en tanto “vidas ejemplares”. Aunque el texto apura sus diatribas revolucionarias, uno de los núcleos narrativos del texto verifica un pensamiento familiar: Una moral, unas costumbres, una aceptación social: El Chico Navarro, autor de las cartas que incluye la novela, no pierde la cordura y en las vecindades de los lenocinios se avergüenza de esos “años perdidos, de este naufragio repugnante y obscuro” (151). Cierta esperanza y optimismo iluminan, al fin y al cabo, la vida: “Aquí estoy, el corazón herido pero libre. El porvenir que parecía tenebroso se ilumina a la distancia. Voy a partir. Muy lejos, hacia el sur remoto”.
El fracaso no hace desaparecer la certeza de tiempos mejores, apremia la duda, no la desconfianza. ¿Qué aprenden los protagonistas de esta novela de estética alusiva5?: El Chico Navarro, que el amor con una prostituta no hace posible la familia, que es un cáncer. El Oso, que la locura siempre termina en la muerte. El Chino Domínguez, que se busca lo que nunca se encuentra, que la búsqueda del otro es siempre un viaje hacia sí mismo. La Colorina, que el exceso es autodestructivo y la ebriedad de la noche invita al crimen. Eliana, que nuestra biografía nos determina para siempre. El Abuelo, que la noche tiene tratos con residuos y flujos, y que el día los “normaliza”. Oskar, un periodista alcoholizado que termina en la cuneta, descubre la seguridad del hogar y su mujer. Martinelli, el estudiante de Leyes revolucionario, llevado a los extremos conmina al orden y asumiéndose un “intelectual podrido”. A pesar de su carácter de novela residual y barrosa, admitimos en el desencanto y la marginalidad un espacio para el aprendizaje, o bien, el paso de la juventud a la madurez6. Los personajes cruzan de la noche al día, de la situación nómada en que recorren los bares y lenocinios de la ciudad, al sedentarismo del trabajo y la sumisión del oficio. En ese tránsito podemos hablar de escepticismo, porque el espacio del juego y la transformación quizás concluye para siempre. Confesión y conversión cierran el proceso de aprendizaje.


Las vidas de estos universitarios son ejemplares como acontece en la novela de Sergio Gómez, donde otro grupo de jóvenes asume que en la vida los ejemplos no sobran. Los dos textos trabajan con el paso de la juventud tardía (hoy, antes de los 30) a la madurez incipiente (después de los 30). El primero en torno al trance desde la universidad hacia el mundo laboral y la formación de la familia. El segundo, de los años donde todas las alternativas parecen abiertas, al momento en que es necesario decidir un futuro, un futuro distinto del aquí y ahora. ¿Qué distancia en estas ficciones a las generaciones del 60 y del 90?: El discurso político, el límite de pertenencia a diferentes clases sociales, el orden disciplinario que recae sobre la conformación de Los túneles morados, cierta utopía al final del túnel, la intención nostálgica de hallar en lenocinios y bares espacios para la búsqueda de la verdad, para el sentido profundo de la existencia, de su absurdo y su miseria, de la risa y su desorden, pero también de algo más oscuro que la noche lluviosa: La incapacidad de cruzar las fronteras de la razón y la sinrazón, y salir intacto. A esa imposibilidad psicológica se suma un obstáculo material: ser pasajero o residente hace una diferencia elemental.


Siguiendo la traza baudrillariana de las ciudades modernas y posmodernas, en Gómez alternamos con la cinescenografía, es decir, mutación secuencial de una ciudad, cuya población activa se metamorfosea durante un tiempo en figurantes de una historia que conviene resucitar (Contraseñas, 1999: 42). Dicho de otra manera, seres sin peso cuyo destino de atraviesa-murallas es tan enigmático como el de su última morada (55). Desaparece el discurso político, se difumina cualquier indicio de utopía y se dispersa el mito de ciudad cultural-bohemia-lluviosa. Mientras la ciudad de los túneles morados es recorrida a pie en las líneas demarcadas entre centro y periferia; la ciudad que intentan habitar los personajes de la novela mcondiana no decae bajo la sombra de los márgenes. Esa dicotomía es improcedente. En la configuración urbanística, el límite de los suburbios cede terreno y ese desplazamiento lo patenta la narrativa de Gómez. También se disgrega la disposición a concitar en el relato los conflictos entre clases sociales. Se intenta menos una radiografía clásica de las diferencias, que una especie de mapa urbano de la vida diaria de unos compañeros de curso conectados por la moda o el estilo, más que por supuestas identidades locales o nacionales. Al target socioeconómico medio, en sus variantes alta y media, pertenecen los avatares básicos de la novela. Y como la profundidad es la piel, la cifra visible de esta condición irá instalándose en las marcas publicitarias del consumo. Si la exploración del lenguaje en Belmar quiere absorber la atmósfera lluviosa del texto y se llena de adjetivos, de frases subordinadas, de extensas descripciones de carácter; en Gómez apreciamos una versión suficientemente mcluhaniana de acontecimientos en superficie que definen el tono y el modo de vida de los protagonistas. El cómo se ven y el cómo lo dicen dan pautas del quiénes son y qué dicen. La adjetivación deviene en objetivación. Sostenemos que esa externalización traducida en códigos visuales es propia de la cultura de la imagen y es un arreglo al lenguaje contemporáneo en que insiste la publicidad y los medios. Podríamos decir, con Lyotard, la cultura es la naturaleza, cuando la cercanía a la realidad se produce a través de la imagen. En este cruce asistimos a excesos diferentes: de adjetivar al sujeto y sus acciones, a la sustantivación de los informes descriptivos. En una técnica cercana al reportaje periodístico, el texto sigue su intención de testimoniar una época y se hace modelo en las voces de los dos narradores-personajes: Karen Bascuñán y Pedro Pablo Salgado. Ahora (en el tiempo final del texto), bordean los 30 y hacen recuentos paralelos de sus vidas, desde los 80 hasta pasados los 90, en un repaso que se asume generacional. La música, el cine y las drogas que se consumen tienen señales precisas como los lugares que hacen posible la geografía de Concepción, ciudad bautizada por Gómez como Parque Deportivo. Al lector se le permite reconocer las huellas citadinas: el cine Ducal (hoy desaparecido), el restorán Nuria (ídem), la Galería Olivieri (en la ciudad de galerías, quizá sinónimo de túneles), o bien, puntos comunes de encuentro, como “frente a Falabella” o notas propias de la memoria urbana como “el edificio con agujeros de bala del 73’ (Castellón esquina O’Higgins), por mencionar algunos testigos de una arquitectura insuficiente para singularizar el tránsito de ciudad. Aun así, nombres y detalles quieren establecer que el relato “en realidad” transcurre en Concepción. Es posible reconocer un tramado, barrios característicos y una vecindad indisoluble con las comunas que conforman la provincia homónima. En este mapa cobra relevancia un rasgo natural omitido en la narrativa belmariana: el Bío-Bío, que hacia el lapso de escritura de Vidas ejemplares iniciaba su regreso triunfal a la ciudad, es decir, de cara al río, ya desprovisto de su carácter fronterizo y rediseñado por la política de infraestructura de los gobiernos de la Concertación, no sin conflictos de asentamiento y finalidad urbanística. En el texto ficticio, como es el ánimo toponímico del autor, el curso fluvial se designa como río Reunión. Este cauce, como figuración, adquiere una notable reminiscencia nerudiana. Son menos de cinco líneas en que el autor produce la psiquis del taxista pirómano, desencantado y abstraído: “A pesar de que no veo el río Reunión por detrás del estacionamiento, siento que está ahí, fluyendo lentamente. Me siento hermanado al río involuntariamente, los dos fluimos constantemente sin detenernos” (84).


Otra fisonomía que esbozará el contraste literario entre la ciudad de los 50 y la segunda capital chilena en términos topográficos es la presencia del mar. La provincia tiende a olvidar su esencial demarcación marítima en las novelas de Belmar, mientras que en Gómez se acerca a una configuración cinéfila, en tanto esa atmósfera suministra el cuadro que cierra la secuencia. A modo de ejemplo, citamos el interludio entre el consumo de Ditimil y la muerte de un personaje por exceso en la aplicación de ampollas. La escena que media entre el sueño y la conciencia es un zoom que abre la imagen: “Por una ventana abierta comienza a entrar el viento frío con olor a mar” (211). Estamos en el interior de un departamento de Remodelación Paicaví (complejo de edificios) que se convierte en sitio del suceso, en el penúltimo incendio que consuma el protagonista varón de la novela. Es cierto, la lluvia belmariana y gomecina actúan como telón de fondo, pero en el primer caso hasta devenir personaje secundario y en la segunda escritura, como esfumado, como guiño para identificar el estilo del montaje. Me explico. En Belmar, la lluvia es el flujo que reúne materias y seres dispersos o antagónicos. Cada vez que llueve fermenta la muerte, se remueve el barro y la razón. A veces es el “golpe tenaz y despiadado del aguacero” (37), a veces permite evadir la realidad y a veces ser “una lluvia menuda y helada, transminante, velando el resplandor de los avisos luminosos” (27). En Gómez, la lluvia juega un rol que articula secuencias, es la pausa o el decantador de un acontecimiento. La frase “la ciudad está limpia después de llover toda la noche” (47) es la antesala de la violación de una menor de edad. Después de que Pedro Pablo abusa de la hija de la nana de su madre, relata: “abro la ventana, pero afuera otra vez llueve” (51). Como los acontecimientos se presentan, más que representarse, el mal o el bien se sustraen a la adjetivación valórica. Otra escena acusa el mismo estilo: “Llueve en Parque Deportivo, pero cada vez menos (...) El río parece más limpio después de llover”, comenta el mismo protagonista, al rato después de incendiar la residencia de los Landau (146). La serie sigue así: “Decido volver al centro de la ciudad. Recorro todas las calles después de la lluvia. Veo a la gente allá afuera, los veo moverse y no me siento tan solo” (146). En tanto, la secuencia belmariana entre psiquis y paisaje es sentenciosa, afectada, no menos filosofante que adornada en la voz epistolar del Chico Navarro: “Ya no llueve. He mirado por la ventana hacia la calle, y la niebla errante deslíe los contornos. Todo aparece moribundo, las luces, los perfiles. El tiempo pasa transformándonos (...) Pensando mejor, acaso el tiempo no fluya. Está. Somos nosotros el material informe que el tiempo conforma, perfecciona y aniquila” (145).


Incorporar a la novela anotaciones al modo como lo hace el guión teatral o el script cinematográfico, no es lo mismo que rodar esas acotaciones. Indicar no es lo mismo que filmar, resumiríamos en las sendas estrategias discursivas con que trabajan Belmar y Gómez, un novelista de la modernidad radial y un escritor de la posmodernidad visual. El autor de Coirón necesita esos comentarios para revelar la escena en tercera persona. Sus locuciones preferidas son del tipo: “Y salió, a grandes tambaleos”. En Gómez, la inquietud, la indecisión, siempre en primera persona sería: “Compro una entrada en el cine Ducal, pero no entro; es decir, entro hasta el lugar donde venden chocolates y galletas y compro casi de todo lo que tienen. La vendedora no lo puede creer. Después no logro encontrar sitio en mis bolsillos para llevarme todo” (177). Para poner en relieve y precisar que no siempre en Los túneles morados el alcohol es el flujo conductor del relato, el párrafo que compone la frase indica: “Lancinante punzada quemó alguna intacta región en los adentros del hombre. Pero no logró conformar el pensamiento. Sólo sintió el deseo imperioso de fugarse, evadiéndose de una realidad que se le antojó de pronto implacablemente acusadora. Salió a la calle. Y, a grandes tambaleos, se perdió en los cendales de la fina garúa” (79). Se trata de dos estilos radicalmente diferentes. Belmar pliega su texto de misterios, enunciados confesionales y culposos para desplegar un relato que quiere representar la atmósfera de cada escena, la psicología de cada personaje. Gómez despliega las voces narrativas de distintos personajes para plegar una sola complejidad y disolución. Si la novela contemporánea determina el argumento del cine, el cine condiciona el estilo del libro. Por eso es tan importante la “banda sonora” que unifica la narración gomezina. La persistencia de la música y de la cinefilia remplaza el fondo lluvioso belmariano. En la década del noventa se escribe después de la televisión y del cine, de la profusión de la FM y MTV. El coeditor de McOndo no rehúye su tiempo. Su personaje pirómamo, después de cada incendio, se dispone a la megalomanía y la cinefilia. La influencia de la era de los medios está en los créditos que funcionan como registros de trivia. El británico Cat Stevens es la recompensa que devuelve el mundo a su normalidad, el mundo de Pedro Pablo Salgado. Y si falla la música, resiste el cine. Luego de incendiar la casa de Sonia, proyecta Educando a Arizona del director de culto Joel Cohen. Cuando quema el McVideo, regresa al hogar, se deja caer en la cama y elige Sobreviven de John Carpenter y el capítulo Scorsese de Historias de Nueva York. Bien podrían catalogarse las películas de la vida7 de Pedro Pablo, en el mismo tono que acompaña el detritus lexical de moda urbana y nomenclada en Karen Bascuñán.


En otro guiño al cine, se elige una fotografía colegial para explicar qué paso con esos rostros. Es un retrato generacional: Karen es hija de padres separados, hizo su gira de estudios por Estados Unidos, regresa a vender productos Avon, se somete a un aborto y vive el fracaso del amor. Pedro Pablo es taxista, hereda la casa de sus padres, la vende y adquiere un departamento en la calle Diagonal, no oculta su carácter destructivo, consume drogas y nada parece importarle. Polo es ahora abogado, consume drogas y es pirómano. Rovira es un homosexual asumido. Sonia Tagle fue combatiente de extrema izquierda y ahora oscila entre la depresión y la decepción. Leo Rivas y Judith son profesores venidos a menos. Andrés Kolchav es un amante peregrino. Alex Landau administra las cabañas de verano de sus padres.


Los nexos que establece Gómez entre los mass media y la configuración urbana son opuestos al espacio del encierro, casi claustrofóbico y eternamente velado con que se conecta la ciudad del frío y la lluvia. Aunque la novela de Belmar transcurre una sola noche y es invierno, otros textos suyos marcan el mismo territorio y habitantes. Ciudad brumosa también se decide en los bares y lenocinios. La “brumosa perspectiva” es su arquitectura y estética. Junto con instalar un diagrama de la ciudad (calles, bares, edificios), se propone más allá de ese diseño físico, material, la construcción de una identidad, el sello particular, un ethos penquista. La reiteración de la bruma quiere decir mucho más: “Sale a la calle borrada por la bruma” (113), “y tan sólo brumosa llovizna esfumaba las perspectivas” (66), “la ventolera agitaba la bruma” (109), “sacó la cabeza hacia la noche en actitud de avizorar la calle esfumada por el ceñido y obscuro velo de agua” (37), “la temblorosa silueta fue tragada por la líquida, brumosa perspectiva” (37), “la bruma cubría la ciudad con su opaca, impalpable mortaja” (127). La profusa adjetivación se inclina a la abundancia porque significa diluir los límites y es uno de los valores narrativos de Belmar. Siguiendo a Gilles Deleuze y Félix Guattari, construye episodios moleculares donde la metamorfosis del paisaje prefigura la mutación del cuerpo humano, seres que en la noche bohemia pierden su centro y desestabilizan las líneas de lo concebible. Estos son los fragmentos más sugerentes del texto, hasta que predomina el reordenamiento y esas figuras en tránsito se detienen ante el futuro, recapacitan, buscan y encuentran una salida. En cambio, los personajes que produce Sergio Gómez mantienen afecto por el detalle y los objetos. En su recapitulación, en ese momento inevitable del paso a otra edad, interesa menos encontrar una salida o una solución, que explorar los posibles enigmas o dar cuenta de una incertidumbre insondable. El final que cierra las páginas es más abierto en la novela de la nueva narrativa y un relato, más que otro, está supeditado al acento de la novela de aprendizaje. El Chino Domínguez, personaje central en la confección temática de Belmar, resume la experiencia del grupo de estudiantes universitarios: “No todo muere. Siempre algo sobrevive... De otra manera no tendría objeto ni sentido la vida del hombre” (156). Karen Bascuñán, el polo cuerdo del retrato generacional de Gómez, compendia las vidas desfondadas y solitarias de un grupo de los 80 que sobrevive en los 90: “Sigo siendo la misma, pero distinta, no sé si me entienden. Nunca permanezco mucho tiempo en el mismo lugar. Se podría decir que evito echar raíces” (223). La ciudad que en el día recobra el “sentido de la vida” se ha desplazado hacia la no residencia, hacia “un lugar de paso, un lugar donde desde el principio se sabe que el futuro está en otra parte y no ahí (...) Ahora sé que todas las ciudades, todos los lugares, son lugares de paso” (223). La ciudad como lugar de paso no puede fundar mitos urbanos, geográficos ni políticos. Esta insistencia en la desaparición del espacio real define la estética y la arqueología de esta nueva narrativa. Todo puede suceder y puede suceder en cualquier lugar. La imagen tiempo de Gilles Deleuze (1986: 229) acierta en este hecho moderno: “Ya no creemos en este mundo. Ni siquiera creemos en los acontecimientos que nos suceden, el amor, la muerte, como si sólo nos concernieran a medias. No somos nosotros los que hacemos cine, es el mundo que se nos aparece como un mal film”. Karen Bascuñán –que termina lejos de Parque Deportivo– y el taxista Pedro Pablo –de quien extraviamos las pistas– habitan el espacio-velocidad que pone en contacto instantáneo distintos lugares y suplanta el espacio-tiempo de las actividades cotidianas en que maduran los universitarios de Los túneles morados. Sergio Gómez se juega por un procedimiento silencioso, a la manera en que lo entiende Paul Virilio. Es decir, instalar la fijeza de la vida en el desplazamiento. La configuración posmoderna que pretende el relato es imprecisa en los tiempos y los espacios, declinan los contactos físicos y la familia nuclear. La relación centro-periferia, tan determinante en la novela belmariana, se reordena en el texto de Gómez. Es más, desaparece en la misma velocidad con que decae el discurso de clase que libera en el texto los conflictos de la sociedad. Apatía y bloqueo son las determinantes de las vidas ejemplares. Si algo tiene sentido, es justamente ese sinsentido. Ahí sí, el autor de la novela hace representar un rol: Más que presentar, convierte en divisa la indiferencia con que se mueve la generación de los 90, generación pospolítica según los términos apropiados por el decenio siguiente.


Cambio de registro y cambio de época. La ciudad moderna que describe Belmar aún mantiene límites y necesita áreas definidas. Tanto así que las historias principales se cruzan y, más bien, desembocan en un mismo lugar: el hospital8. El narrador concibe una arquitectura para compensar la disgregación inicial y metamorfoseada con que opera la ciudad y sus habitantes. Todo ha sucedido entre la bruma o bajo la lluvia, hasta que adviene la luz del amanecer y los estudiantes de Medicina aparecen “vestidos de blanco, serios y pensativos”. El hospital despide a los muertos y también sana a los noctámbulos. La bruma parece recogerse, como lo hacen la bohemia y el trasnoche. La ciudad que inscribe Gómez no está en los bares ni en las tabernas. Su fluida conexión vial con las comunas vecinas, implica que la plaza histórica deja de ser el único centro y los espacios cerrados se amplían hacia el exterior. La ciudad como damero español no tiene un sello característico, salvo esa marca brumosa y lluviosa, propia del sur chileno, y más propia aún de esta breve relación literaria de Concepción9: “Recorro las calles mientras llueve y el día se oscurece en mitad de la tarde (...) Veo la lluvia sobre el río Reunión. Todo está pálido y brumoso” (115), escribe el taxista ensimismado de Vidas ejemplares. Pero la presencia de esta materialidad no tiene la fuerza asfixiante ni bienhechora que trasluce la imaginería belmariana. Es cierto, la coincidencia sugiere a la vez un influjo. Es posible pensar en la influencia narrativa que ejerce Belmar o también en un sello pencopolitano en la producción literaria de la ciudad. El crítico Mario Rodríguez, responsable de reeditar la novela penquista del 60, destaca la descripción naturalista de ambientes y personajes y la creación de una atmósfera que transforma las calles, la lluvia y la ciudad en un espacio suprarreal (1999: 9). Allí las citas insistentes a la lluvia y la bruma consolidan una especie de andamio sobre el cual escala la novela. A pasos estrechos se produce el mito de ciudad brumosa o ciudad de la lluvia, por lo menos, es parte de la ambición literaria en tanto autoría de Daniel Belmar. Es una estrategia de visibilidad e inscripción en tanto novelista de la provincia, específicamente, productor de un imaginario de transferencia. La narración no puede escapar a este proyecto. Avanzada la lectura, la voz del narrador omnipresente, que bien puede ser del mismo autor, anota un párrafo clave del ánimo de escribir y describir a Concepción: “Una ciudad de provincia, en el sur, digamos. En torno a su plaza, y hasta no más allá de medianoche, se concentra el hormigueo noctámbulo. Salen los borrachitos (caballeros o pililos) de bares o tabernas, restaurantes o boites. Unos se marchan a pie, tambaleando, expuestos a los atracos, o a ser cazados por los radiopatrullas. Otros, los menos, cogen automóviles, propios o de arriendo, y parten. A poco, sobre las calles céntricas, cae la soledad. Sólo guardias montados, un coche que pasa, el chisporroteo vibrante y fantasmal de los avisos de neón, rompen el sosiego” (115). Más convincente, en tanto construcción de una psique urbana, resulta una de las cartas que el Chico Navarro escribe a su hermana Judith: “Cuando llegué, hace ocho años, cierto triste mediodía de invierno, un temporal golpeaba la ciudad. Las calles, los edificios, las perspectivas, todo aparecía velado, esfumándose bajo la furiosa lluvia incansable (...) A la mañana siguiente, la bruma cubría la ciudad con su opaca, impalpable mortaja. Y algo de esa impresión se replegó dentro de mí, persistiendo tenazmente, después, aún debajo del influjo tierno de las verdes primaveras y de los veranos dorados que se sucedieron” (127).

****

En Belmar, han apreciado Alfredo Lefebvre y Mario Rodríguez10, la novela interpela a un lector activo que va reuniendo las pistas como un detective. Cabe aquí la tesis del escritor y ensayista argentino Ricardo Piglia: La narración es un arte de vigilantes, donde el lector es el detective que reúne las pruebas del crimen y una vez que logra armar el puzzle, comprende la trama. En Sergio Gómez, la narración fragmentaria no quiere desviar la atención sobre los hechos decisivos, sobre el crimen o los sitios del suceso. Si acaso se impone un argumento, no permanece oculto bajo la ficción de la escritura a dos voces o del cambio de táctica al incluir anotaciones del tipo flaneur, porque sigue el mismo y único estilo del texto. Ciertamente, llegar al final no implica descubrir el argumento. Menos que el tema, importa el retrato. La vida está en otra parte. La desidia del estilo atestigua con la misma intensidad un crimen, un encuentro fortuito, un momento especial o una descripción citadina. En esta superación de los ideales de la vida cotidiana se producen algunas claves ideológicas del texto. En Los túneles morados, los diálogos quieren reflejar las contradicciones del sistema sociopolítico de los 60, los conflictos de clase y la emergencia del pensamiento transgresor. El anarquista, el revolucionario y el escéptico conviven en la ciudad de la bruma. El estudiante de Medicina (Oskar) le reprocha al estudiante de Leyes (Martinelli) su supuesta motivación revolucionaria: “No veremos nosotros la revolución... El camino es demasiado largo y difícil. Faltan hombres. El espíritu revolucionario del chileno, más romántico que estrictamente científico, todavía no cuaja en este frío país de poetas y radicales, de aristócratas soberbios e infelices arribistas (...) Si se presenta la oportunidad, ¡me vendo a la burguesía!” (30).


El retrato político de la ciudad, uno de los fondos que busca asimilar la producción literaria de Belmar, es constante y, en ese ejemplo, se hace nacional. La figura del raciocinio (el Abuelo) le replica: “No eres precisamente un traidor, sino un resentido (...) Pero lo que acabas de decir es una solemne estupidez. Ni la pequeña burguesía de esta ciudad fenicia tendría confianza en ti, ni tú podrías aclimatarte en el servil oficio de halagarla” (31). A continuación, el coloquio se torna todavía más afectado. El Abuelo increpa al anarquista (Martinelli): “Caíste en el pozo del anarquismo, y de allí no saldrás. Tu individualismo te condena a no traspasar las fronteras desde donde arranca la dialéctica” (31). Luego, el turno de Martinelli y su defensa; “¡Cállate, imbécil! ¡Bajo la melena de revolucionario escondes sesos de burgués! ¿Quién eres para calificar mi estructura ideológica?” (31).


Por supuesto, la escena es el bar y, siendo más indulgente con el autor, las décadas generosas de la oratoria, las disputas ideológicas de la lucha de clases, la guerra fría entre marxismo y capitalismo. Sergio Gómez escribe en la era global de Microsoft y en el tiempo local posterior a la dictadura militar, después del retorno a la democracia, después del derrumbe de las ideologías tal como se conocieron en buena parte del siglo veinte. El razonamiento político es casi relegado del texto e, incluso, sobreviene antojadizo y denostado. El futuro de los 80 es el mismo de los 90, la revolución y la política son dos palabras que se cruzan en un crucigrama. La ciudad política desaparece. Nuestro protagonista posmoderno detesta a Eduardo Gatti y sus melosos “Momentos”, conoce a la banda The Cure y disfruta con Robert De Niro o Tim Burton. A diferencia de Belmar, una anotación de carácter diría, por ejemplo, “yo me fui hundiendo con el sol, apagándome como una estufa a parafina” (134). Y si de política se trata, en Sonia Tagle se personifica el desencanto de la izquierda radical y en Pedro Pablo, la más absoluta indiferencia noventera: “Mientras había problemas en el país, yo aproveché de pasarlo bien” (145). Sonia, después de ser exonerada de la universidad en los ochenta (como sucedió con varios universitarios en la década de la convulsión) se aísla en el sur y regresa, años después, bajo una sombra generalizada de tendencia pospolítica y decepcionada. Pedro Pablo registra, con cierto cinismo, la pérdida de conexión con la realidad de los mitos y de los hitos. Resulta corrosivo cuando menciona la visita del Papa Juan Pablo Segundo a Chile y su recorrido por Concepción hacia fines de los ochenta. Así revive el momento: “Mientras el Papa hable por televisión o haga una misa, ella quiere fornicar conmigo” (170). Ni inconsciente político a la manera de Fredic Jameson, ni interpretación ideológica. Colapsa la sociedad real de las clases sociales, del discurso nacional, sea de la historia como amparo del devenir, sea de las utopías modernizadoras. Los grandes relatos eclipsan. A esa transición también quiere corresponder la ficción gomecina. La idea de progreso es ambigua tanto como el eventual proceso de maduración de la generación 80-90, anclada por cierta diáspora de la voluntad.


El dominio de la sociedad de consumo, la dispersión urbana y el quiebre de las matrices modernas –como bosquejar una ciudad según su ajuste topográfico–, son consideraciones transversales de la novela. Se desvanecen los límites territoriales, porque la realidad se juega en la imagen y los signos identitarios, menos que psicológicos y políticos, se desplazan hacia las marcas publicitarias, la valoración del objeto y la estrategia de operar con dos o tres perspectivas. Por eso todo puede ser literatura. Por eso en la novela convive el origen del perfume, la etiqueta del vestuario, el catálogo de música o la mezcla de drogas. Todo es tema para la descripción. En esa especie de arqueología visual es factible clasificar a un personaje. Detenerse en la moda, en los programas y películas favoritos cobra relevancia porque se ha vuelto innecesario diferenciar ideas. Sujetar la época por el consumo es inherente a la cartografía del fracaso de una zona de lo real. Es decir, apelar al “kit kat”, la “negrita” o el “Rodrigo Flaño” es un signo trascendente como hito cultural de la generación. Ostenta una carga social en tanto impresiones de lo cotidiano y es coherente con el intercambio entre alta y baja cultura, entre conocimiento provisorio y bloqueo informático. Así se explica el libro de citas en que a ratos se convierte la novela. En esa heterogeneidad, los epígrafes de La odisea y La eneida pueden convivir con giros del conocimiento de autoayuda: “Papá hizo lo mismo que tú, cerró esos lugares que en algún momento en la vida hay que cerrar”, escribe Karen a su madre (157).


Pensamos que esta ciudad dispersa territorialmente, transitada en distintas velocidades, que se visualiza por sus fragmentos, no es menos real que la ciudad acosada por la bruma y delimitada política, social y económicamente. La ciudad glocalizada (Virilio), que conjuga los tiempos global y local, es un rasgo de la sociedad contemporánea que acerca lo lejano y aleja lo próximo. El protagonista del texto circula, como circulan los automóviles en la carretera. No importa el horario ni la fecha. Ese nivel de realidad pierde su estatus: “No puedo decir el mes o el día, sólo sé que es invierno” (49), “estoy en un mes que puede ser octubre o mayo” (115). El principio de inseguridad es como el más o menos y el no sé qué neobarroco, cuando se reconoce lo impreciso, lo indefinido, la verdad multiplicada al infinito. El tiempo presente se incomunica de su aquí y ahora en favor de un sitio otro conmutativo. La presencia concreta en el mundo se convierte en telepresencia discreta en virtud de las tecnologías del tiempo real.


Y si hemos hablado de diferencias entre dos escrituras, también observamos zonas de convergencia. En ambas novelas, la ciudad es habitada entre la vida y la muerte, uno de los protagonistas fallece trágicamente, una joven mujer se somete a un aborto, uno de los personajes debe abandonar el territorio, casi no hay páginas para el humor y ambos textos incluyen cartas como ejercicios paralelos de narración. En Los túneles morados, bajo el título común de “Esa carta”, se integran en las páginas de la novela escritos que en primera persona el Chico Navarro quiere dirigir a su hermana. En Vidas ejemplares madre e hija intercambian cartas, fechadas e intercaladas en la narración fragmentaria de la novela, donde a diferencia de Belmar el editor mcondiano se transporta regularmente entre el racconto y la sucesión cronológica. La necesidad de redactar cartas, práctica que tiende a la desaparición en la era cibernética, es asimilada como la urgencia de comunicar algo que no se sabe expresar en un diálogo directo con los demás (con los amigos). Esa distancia es coherente con la desolación y el conocimiento superficial que unos de otros mantienen en Vidas ejemplares, ejemplos, al parecer, de la dificultad de compartir un espacio de confianza y diálogo. Por último, en el ejercicio común por explorar un estilo, se tiende a la exageración. Belmar recargado con frases como “maldita hurañez” (145), “río después con risa verdadera” (75) o “los automóviles de alquiler circundaban la Plaza, esperando noctámbulos, beodos, llamadas misteriosas” (27). Gómez opta por un estilo ocioso, por ejemplo, incorporar datos del tipo reseñas de cine: “El director de la película es Tim Burton, actúan entre otros Jack Nicholson y Kim Bassinger” (213). La redacción es accesoria, aunque intenta funcionar con el dime lo que ves y te diré quién eres. Al igual que los epígrafes de la cultura letrada, son guiños del autor culto: más que leer a Humberto Eco para saber escribir una novela, es necesario devorar la cinematografía.


En estas glosas equivalentes nos dejamos sorprender por la única confianza del Chino Domínguez de Belmar y el epílogo de la novela: “¿Saben qué? Está lloviendo”. O bien, repetimos con Pedro Pablo: “La lluvia arrastrará el frío y todos nos sentiremos mejor en Parque Deportivo”. En sus procesos de visualización e inscripción, Belmar mira en la provincia un rescate de los márgenes, produciendo el mito de ciudad bohemia, transgresora y cultural, pero no desde la estructuración marxista del conflicto burguesía versus proletariado. La experiencia narrativa da cuenta de la periferia como sitio de conocimiento, porque sus protagonistas cruzan geografía y experiencia al tensionar los puntos difusos de la urbe. Sergio Gómez encara otro modelo, lo interpela y decide operar con otro imaginario, acorde con el desafío de ópera prima. La ciudad deja de estar en la provincia y puede ser cualquiera, cualquiera que parezca globalizada. En esta y otras direcciones hemos cifrado el traspaso de Freud a Travis. Los arquetipos del psicoanálisis, la ilustración y el pensamiento disciplinario abruman gran parte de la maquinaria narrativa de Los túneles morados, especialmente en el complejo de Edipo del escritor de las cartas que incluye el texto. El Chico Navarro, que termina enamorándose de una prostituta, relata su iniciación sexual con una mujer madura que marca para siempre su vida: “Mi adolescencia se quebró entre los flacos muslos de la tía Mercedes” (82). Los diálogos, la revolución, el archivo local en que pretende transformarse el texto como documento urbano, se inscriben en el panorama de ciudad bohemia, intelectual, de grupos cohesionados y espacios cerrados. Uno de los valores que concentra el texto, en una lectura postestructuralista, es su opción por situarse en los espacios fronterizos del prostíbulo y los bares, además de concebir a personajes que “no tienen pasado ni futuro, sólo tienen devenires” (Rodríguez 2001: 5-18). ¿Logran estas fronteras constituir una ciudad, un tiempo, unos habitantes? ¿Acaso sendas novelas definen un archivo para documentar una época, traicionar un mito o la arbitrariedad de sus hitos culturales? ¿Es más real Concepción como ciudad brumosa o como parque deportivo, como ficción lluviosa o como incidente urbano?


Hemos imaginado a Pedro Pablo, como quizás se lo imaginó el propio escritor Sergio Gómez, como Travis, el complejo e inestable personaje de Taxi Driver (1976) interpretado por De Niro para el cineasta Martin Scorsese. En la versión local es un flaneur contemporáneo que en el espacio-velocidad recorre en taxi las calles de Parque Deportivo y sus alrededores. El autor de la novela deja en cursivas y en columnas reducidas los diez apuntes urbanos de Pedro Pablo Salgado, pero sigue el mismo registro de los demás párrafos, tampoco difiere del tono que mantiene la otra narradora protagonista del relato. Si bien el autor promueve una distancia de sí al producir dos narradores, el modo y el tono son menos ambiguos. Respecto de los apuntes, el taxista nos describe, por ejemplo, cuando en Freire con Paicaví observa a “un tipo muerto en la calle” (171-172), cuando “la calle está llena de gente extraña. Gente fea y amenazadora” (48-49), cuando se reencuentra con un personaje del pasado que luego desangra enterrándole un tenedor en los testículos (191-202), cuando un “tipo y su sobrina” salen del motel Fish (206). “La gente es extraña” (208) reitera en su último apunte y lo dice un pirómano, ahora homicida y con una adhesión desbordante por encontrar más vida en el cine y la música que en la realidad. Se quiere escribir el lado B, el lado de los perdedores, el lado de Karen Bascuñán y de Pedro Pablo, un anverso del love story. “Tenía metido en la cabeza que los perdedores éramos los buenos” (176-177), exclama el taxista. En cambio, para Belmar la interpretación de los sueños o el materialismo dialéctico se dejan sentir en algunas texturas. Sólo para enfatizar: “El espíritu revolucionario del chileno (...) todavía no cuaja en este frío país de poetas y radicales, de aristócratas soberbios e infelices arribistas”. Con Sergio Gómez, mucho después de la imposibilidad revolucionaria y a propósito de la dictadura militar chilena, se aprecia una insuficiencia similar, pero la razón se transforma cardinalmente: “Todo ocurrió demasiado rápido y nadie estaba preparado” (162). Esa frase se puede digerir en la sala oscura de un cine o en el lenguaje cotidiano de la calle. En verdad, lo intensamente fatal para Pedro Pablo es la ausencia de imagen en la pantalla del televisor, no el incendio ni el asesinato: “Me echo en la nariz un poco de cocaína (...) Me siento en la silla del dormitorio y enciendo el televisor, pero a esa hora no hay nada” (212). Inercia polar11. Estado de sitio domiciliario, por la llegada generalizada de imágenes y sonidos. En este paso del aquí por el ahora, “el dispositivo tele reemplaza el espacio público por la imagen pública y la imagen pública está descentrada de la ciudad. La imagen pública no está en la ciudad, o en la tele-cittá, ciudad virtual ya, en la que se pretende convivir porque miran juntos el informativo televisivo. Creo que lo que se cuestiona tras el problema del espacio virtual es la pérdida de la ciudad real” (Virilio, 1999: 47). Internet y los puertos electrónicos tienden a urbanizar el tiempo real en el momento en que se desurbaniza el espacio real (48). En la ciudad de los túneles morados, del atrio y del foro, el contacto es próximo. En la ciudad de las autopistas electrónicas y asfálticas, tiende a desaparecer. La ecología gris, la ecología de las distancias, no se aprecia porque no es visible sino mental. La forma urbana cambia o se transforma, como las plazas techadas (los mall), donde la vida cívica apela a otro contacto, a un poder y una imagen de intercambio. “La cuestión del prójimo y del alejado, es la cuestión de la ciudad” (43), observa el urbanista francés, al tiempo que vaticina que la solución de la velocidad y la virtualidad es la reorganización del lugar de vida en común (51-54), una regresión al término político de la polis.


En la novela de Gómez persiste la sensación de inestabilidad de los seres humanos y la fugacidad de las cosas. La novela experimenta una contaminación dromosférica, una contaminación de la dimensión real por la velocidad. Es un relato como contraseña de época, una versión posible y global de generación X, donde más que experiencias intelectuales o ideológicas priman las experiencias prácticas o mecánicas. Ahí se juega la intensidad de la vida, sin arquetipos, sin héroes ni antihéroes. Esa arqueología urbana sin territorio es la estética12 del autor. Por eso la ciudad narrada o ficticia alcanza delgadamente un paralelo inmediato, localizado, con la ciudad real. La complejidad demográfica, socioeconómica, política o cultural del mapa físico permanece intacta. Más bien, insistimos, se trata de un tiempo, una edad que intenta actualizarse y en ese proceso, desmitificarse. Poner al día, por ejemplo, inflexiones temáticas: Aparece una voz femenina (un autor hombre escribe como mujer); la familia nuclear se divorcia; la prostitución infantil no se desarrolla, pero se memoriza en una escena rugosa; el consumo de drogas es también tema; se tonifica la sexualidad como placer (en Belmar resulta matriz de represiones y pulsiones fatales); y en la desidia de los diálogos y esa voz en off que parece discurrir a lo largo del texto manifiesta su total prescindencia del debate político (como se entendió por lo menos hasta los 80). Quizás por ello, el discurso de Daniel Belmar se pueda repasar como letrado y comprometido. En los personajes de Sergio Gómez se anula el conocimiento pedagógico y prevalece una especie de confinamiento por el extravío del espacio real. Lo que en Los túneles morados se vive como plaza y suburbios, en el relato de la nueva narrativa se desplaza hasta disiparse completamente, desaparece el reticulado urbano y su eje divisorio. La pérdida de centro hace la diferencia. La ciudad moderna de indicios locales deviene hoy ciudad interconectada sin denominación de origen, porque esa memoria deja de tener importancia.

Notas

1 Seguimos la idea general de mito propuesta por Mircea Eliade como relato de repetición y reparación. En nuestra propuesta hablamos de un momento que se pretende fundacional de la vida literaria y cultural de la ciudad, que se actualiza con unas mismas escenas cada vez que la memoria acude a esa fuente para trabajar relatos artísticos y políticos. Disfraces de la ciudad y acontecimientos propios de una conducta mítica, al borde de arquetipos argumentales como la búsqueda o anímicos como el ser tormentoso.


2 A la Ciudad Universitaria llegan “hombres y mujeres venidos desde todos los puntos del país, y aun, desde otras naciones atraídos por el sólido prestigio de sus aulas”. Belmar, Daniel. 1950. Ciudad brumosa. Concepción: Edición Imprenta J.H. Salazar, p. 9.


3 Por cierto, Freud fue el héroe de Fitzgerald y su “generación perdida”, que luego alimentó a Jack Kerouac para la “beat generation”. Tal vez aquí sea provechosa la tesis de Fernanda Pivano: No es dadaísmo porque no le preocupa destruir mitologías o superestructuras. No es expresionismo, porque en su desconfianza ante la realidad social no afronta la política, la burguesía o el conformismo. No es surrealismo porque su negación de la supremacía racional no plantea sustituir la conciencia por el subconsciente. No es existencialismo, porque en su negación del concepto de norma no admite imperativos categóricos, ni siquiera la angustia sartreana. En “Introducción” a Los subterráneos (1958) de Jack Kerouac, 1998. Barcelona: Editorial Anagrama, pp. 9-25.


4 Nos referimos a la “Presentación del País McOndo”, que Gómez y Alberto Fuguet escriben a manera de prólogo y manifiesto en la antología McOndo, 1996. Barcelona: Editorial Mondadori.


5 En la presentación del texto, Alfredo Lefebvre comenta distintos aspectos de la novela, que califica como correspondiente a la estética alusiva.


6 Algunos elementos que articulan un relato de aprendizaje son la juventud y la orfandad, el provincialismo y el viaje a la ciudad, el conflicto con la sociedad, la formación mediante experiencias vitales y la búsqueda de vocación.


7 La sugerencia implícita parece haber sido recogida por el colega generacional de Gómez Alberto Fuguet, que años más tarde publicará Las películas de mi vida. El cine es el sustituto cultural que quiere mediar entre orfandad, ruptura, estilo y globalización.


8 El narrador es dueño de la toda la información, sostiene Rodríguez (2001: 11) en la presentación de la nueva edición de la novela.


9 En esta relación profunda con la lluvia se ubican los textos narrativos (cuentos y novelas) del escritor contemporáneo de Sergio Gómez, Tito Matamala.


10 Nos referimos a la presentación preliminar que estos críticos hacen, respectivamente, en las ediciones de la novela fechadas en 1960 y 2001, respectivamente. El comentario de Lefebvre, hacia la fecha de lanzamiento del libro, aparece íntegramente publicado ese mismo año en las páginas del diario El Sur de Concepción.


11 Esta es la consecuencia de la era de los medios, de la cultura de la imagen, de acuerdo a Paul Virilio (1999: 29).


12 Es sugerente “El efecto de empequeñecimiento” de que habla Paul Virilio (1996: 45-70): “Con la aceleración ya no hay el aquí y el allá, sólo la confusión mental de lo cercano y lo lejano, el presente y el futuro, lo real y lo irreal, mezcla de historia, las historias y la utopía alucinante de las técnicas de la comunicación”.


REFERENCIAS

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————– . 2003. El procedimiento silencio. Buenos Aires: Paidós.

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Recibido: 14-04-2006. Aceptado: 01-06-2006.

 

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