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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  n.27 Concepción  2002

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482002002700008 

Acta Literaria N 27 (91-108), 2002 ISSN 0716-0909

La galaxia poética latinoamericana*
2a mitad del siglo XX

MARIO RODRIGUEZ F.

Universidad de Concepción, Chile

Octavio Paz habló de poesía en movimiento, de signos en rotación; bajo su amparo, hablo de galaxia poética, para referirme a la poesía latinoamericana y los movimientos de sus estrellas más visibles en el conjunto de hoyos negros y nebulosas que la conforman. Si la visibilidad de las estrellas es un hecho importante, no lo son menos sus movimientos.

Del mismo modo que lo hace la galaxia astronómica, la poesía latinoamericana se expande velozmente hacia los bordes. Ella se aleja cada vez más del centro de la revolución, del centro de la lengua, de la ética, la erótica y la religión. Descentramientos sucesivos provocados por el vértigo de las orillas. Poesía a punto de asfixiarse en el Afuera, una línea mortal, sin aire, una línea de "buey que se derrumba cuesta abajo" (Neruda), una línea de huracán que lo destruye todo, una línea de "ballena enfurecida" (Melville).

Discursivamente el descentramiento se refleja en que la poesía es cada vez más la expresión de una "lengua menor", en el sentido deleuziano; abre "otra lengua" en el poema, una lengua que desespera de la comunicación o hace un simulacro de ella; lengua que exasperadamente se pliega sobre sí misma o se descomprime en un despliegue que la acerca a la lengua de todos los días.

El sol de la revolución ya no ilumina a los poetas, nadie piensa ya que la poesía puede cambiar el mundo o en los "deberes del poeta", y si lo piensa es desde una posición absolutamente descentrada, como la del género, de las minorías étnicas, sexuales o ambientales.

La relación del sujeto poético con la ética aparece también descentrada en cuanto ya no se considera a la subjetividad una esencia, sino una construcción sujeta a una verdadera "tecnología del yo". Con un añadido, parece que ya no funcionan las antiguas técnicas, como "el conócete a ti mismo", o el "cuidado de sí", tecnologías del yo que se remontan a los griegos (Foucault); funcionan ahora tecnologías de destrucción antes que de construcción; pareciera que la idea es: destruye tu yo fijo, molar, para conseguir lo único estimable: identidades oscilantes, pasajeras, yoes en fuga. Caso ejemplar fue el de la argentina Alejandra Pizarnik, oscilación, fuga y muerte.

La poesía como la erótica y la religión, obligada a trabajar con la imagen, con la representación, lo sigue haciendo siempre, pero con sus restos y de un modo distinto a las vanguardias del 20 que todavía creían en el cuerpo como materia trabada y organizada por el deseo y, especialmente, en el alma como un remanente de esa entidad cristiana culpable y castigable.

Poetas como Parra en Chile y Mutis en Colombia proponen un cuerpo sin órganos, "des-organizado" ("El hombre imaginario" en el chileno, Macroll en el colombiano) y des-almado, aunque la expulsión de la tiranía del alma no se consiga del todo. Utilizando el lenguaje parriano, podría decir que El hombre imaginario y Macroll el gaviero nunca dejan de poseer un "corazoncito": "y vuelve a palpitar el corazón del hombre imaginario".

El orden que voy a proponer tiene relación con lo dicho: la galaxia, las estrellas visibles, los hoyos negros, la atracción de los bordes, el descentramiento.

El primer tirón hacia los bordes que se produce en la poesía chilena y latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX corresponde a la promoción de poetas que la crítica ha llamado "generación del 50".

Lo que la caracteriza es el alejamiento de una poesía centrada en la revolución que, a pesar de todos sus logros expresivos, ha devenido "lengua mayor", como es el caso de Canto general de Neruda; me adelanto a explicar que mayor o menor no se refieren a cualidades, sino a dos distintos modos de funcionamiento de la lengua: una, basada en la invariante gramatical, lexical, semántica, etc., que se presenta como centro (la "mayor") y otra, en la variante descentrada, huidiza, fugaz (la "menor"). Tal vez sea en la música, como demuestra Deleuze, donde resulte más fácil percibir la diferencia entre la invariante y la variable. Los leit motiv determinan centros de atracción y de estabilidad, mientras la fugacidad de ciertos acordes produce una inestabilidad variable, descentrada.

La lengua mayor nerudiana de Canto general, a juicio de poetas como Enrique Lihn, se había transformado en lengua de poder, dominante en el panorama lírico chileno. Fundado en el poder de las constantes morfosintácticas y semánticas había levantado un territorio poético centrado en la figura del vate, del "gran pedagogo". Era una escritura que había "disciplinado" la lengua poética, obligándola a decir sólo lo que conviniera al pueblo, en relación al cual también procuraba, paradojalmente, disciplinar sus cuerpos (como sucede en el poema "Educación del Cacique") para el cambio revolucionario

Los del 50 desterritorializan esta lengua mayor haciéndola devenir menor, lo que indica que el problema no es la distinción entre una lengua mayor, como la de Canto general y una menor, como la de La pieza oscura, el problema es el de un devenir. Devenir no es imitar a algo o alguien, metamorfosearse en otra cosa, sino alcanzar zonas de indeterminación, de ingreso a un espacio del "entre", donde nunca se llega a ser porque siempre se está en vías de ser algo distinto, algo así como permanecer en el círculo de atracción del verbo estar huyendo del otro círculo, el del verbo ser.

Lo que hacen Lihn, Teillier, en la poesía chilena o Gelman en la rioplatense, es hacer devenir menor una lengua mayor.

Para ello abren líneas de fuga en el territorio homogéneo y sacralizado de la lengua poética dominante, a través de las variantes que le proporciona una lengua más cercana a los modos de comunicación cotidiana. Se produce una deflación del lenguaje, una inclinación por la economía verbal, como en Gelman que privilegia el habla de barrio; o en Carlos Germán Belli que hace uso de un sistema comunicativo muy complejo, arcaizante y moderno al mismo tiempo, cerrado en algunas zonas si no se opera con nuevas formas de lectura, como la de devenir, presente en poemas claves, entre los cuales destaco "Sextina de los desiguales" en donde el sujeto deviene asno ("un asno soy ahora y miro a yegua"), ("luz ardiente luz del día"), olmo ("me cambio en ufano olmo"), etc. No debe entenderse que el poeta se transforma en asno, en luz o en árbol, sino que él captura, en el caso del primer devenir, un gen animal sin perder su calidad de hombre. Hay una evolución aparalela entre el hombre y el asno en que cada uno encuentra al otro, sin alcanzar jamás la completud de una forma definida, ya que todo sucede entre los dos. El sujeto se mueve en una zona de indeterminación, "entre" el asno y el hombre o entre la yegua y la mujer; todo sucede entre los dos y fuera de los dos. Se trata de fugas, de agenciamientos con el mundo animal y vegetal; fugas hacia lo "menor", al animal, todo lo contrario a las fugas hacia lo "mayor", como al HOMBRE con mayúsculas; "la vergüenza de ser hombre", escribe Deleuze. Son las fuerzas del hombre superior las que constituyen la figura del vate, del profeta, del oráculo, figuras que repugnan íntimamente a Lihn y Belli.

El rechazo a estas formas anacrónicas del poeta, como las del gran pedagogo, privilegiadas por los líricos de la primera vanguardia, se traduce, en general, y en particular en el caso de Miguel Arteche que examinaremos, en lo que Harold Bloom llama "lecturas erróneas", o "malas lecturas". Como en el caso de Arteche que lee "erróneamente" a Neruda.

Se trata de una lectura interesada del predecesor para abrirse un espacio propio, escapando de la asfixia de las influencias. En el primer encuentro de escritores organizado por la Universidad de Concepción en 1958 (donde confluyeron los poetas de las promociones del 38 y del 50), Arteche deslindó las aguas que separaban la escritura de su generación con la, a su juicio, torrencial, y, por lo mismo, opresora, de Neruda. Arteche efectúa esa "mala lectura" oponiendo "la presión y control a que deben ser sometidos los materiales de trabajo", a una creación supuestamente incontrolada del autor de Residencia en la tierra y Canto general.

Es curioso, pero explicable, que en ese momento (ya que después lo hará) Arteche no practique la misma lectura "errónea" de Parra, el antecesor inmediato, sino del más lejano por edad, Neruda; lo que indica que en la poesía chilena de la segunda mitad del siglo XX el parricidio a cometer no está en la figura de Parra, sino en el "padre" de la poesía chilena, Neruda.

El primer descentramiento de la poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX se produce por esta rebelión contra los padres o "los fundadores de la poesía latinoamericana". La fundación para los del 50 se habría hecho en torno a una concepción olímpica de la poesía ­ya denunciada por Parra­ que transformaba la lengua poética en consagración y sacralización de significantes.

Sin duda, que fue Enrique Lihn quien llevó a una línea de frontera la desterritorialización de esa lengua mayor, cuya manifestación más rotunda la veía en la escritura de Canto general, a la que parodió sin concesiones en Canto general al paseo Ahumada.

Lihn utiliza una lengua menor que hace rechinar el lenguaje de la consagración y sacralización, especialmente cuando esa lengua choca con las pompas y el caos de la cultura de segunda mano que define a la expresión artística latinoamericana, según el propio Lihn.

Las desterritorializaciones, en este caso, desacralizaciones, son mortales si no son compensadas con una reterritorialización del sentido. Es lo que sucede con Lihn y Pizarnik. En sus poemas hay una desconfianza tal en la consagración del sentido que se produce en ocasiones su abolición. Nacen, entonces, fugas vertiginosas hacia esa línea mortal del "afuera", de la que hablé al principio. Ejemplo estremecedor es Diario de muerte, donde Lihn se niega a reterritorializar la muerte, a compensar su ataque aterrador mediante la ritualización que no cesan de prestarle las que Lihn llama "escrituras felices sobre la muerte" (las de Gonzalo Rojas en Contra la muerte y de Oscar Hahn en Arte de morir).

Al negarse a reterritorializar la muerte confiriéndole una figura ritualizada, Lihn no puede sino llamarla la "no sujeto", lo que equivale a pensarla como un hueco negro que se traga vorazmente todo, hasta lo más sólido "como la llegada de la muerte a la lengua del buey que cae a tumbos, guardabajo, y cuyos cuernos quieren sonar". La cita entrecomillada tiene por finalidad revelar el vínculo explícito entre la producción de Lihn y el Neruda de Residencia en la tierra, texto que en la década del 30 representó el más feroz tirón hacia los bordes de la galaxia poética nacional.

Residencia, las dos primeras, están también situadas en una línea de fuga donde pasan todas las cosas y tienen lugar todos los devenires. Estamos frente a un texto situado en la frontera de la galaxia.

El término frontera es, al parecer, el más adecuado para operar en las líneas de descentramiento de la poesía latinoamericana, como en el caso de Carlos Germán Belli, poeta fronterizo por antonomasia. Lingüísticamente no es ni lo uno (arcaico) ni lo otro (moderno), atraviesa los reinos animal, humano y vegetal, carece de identidad fija, la escritura es un flujo, una corriente, a la que se intenta, paradojalmente, cortar mediante una versificación sujeta a las normas clásicas. En esta contradicción entre los flujos "el bolo alimenticio", y la forma del corte, versificación regular, está contenida la renovadora arte poética de Carlos Germán Belli.

Poeta fronterizo no es lo mismo que poeta mestizo. Nada tiene que ver con categorías raciales, ni con la dialéctica del dos que engendra siempre el tres. Para el buen funcionamiento del término se debe olvidar la primacía del uno que engendra el dos y éste el tres, estableciendo la gran primacía, la de la raíz del ser. Lo que me importa aquí es el espacio del entre, lo que sucede entre el uno y el dos, que nunca dejan de ser el uno y el otro, lo marcado por la conjunción "y" o la disyuntiva "o". ¿Qué pasaría, se pregunta el poeta español Juan Cobo si en vez de fijar la atención en los dos términos de la famosa disyuntiva "ser o no ser", nos ocupamos de la "o"?

En este sentido, el modelo fronterizo anterior a Lihn, Belli o Mutis es Parra.

Se ha insistido mucho en separar el poema del antipoema, cuando en verdad lo que interesa es el espacio en que el poema deviene antipoema y viceversa. Sería muy injusto considerar, por ejemplo, que "Hay un día feliz" es un poema, es decir, que cumpliría con un canon poético prestigioso; incluso, algunos han afirmado que el texto se inscribiría en la poesía lárica, o que Parra sería el primer (cronológicamente) lárico chileno. Se pasan por alto, y no deja de despertarme cierta curiosidad el hecho, ciertos operadores, "enganches" o shifters del relato poético que lo envían hacia la otra zona discursiva, la del antipoema:

Vamos por partes, no sé bien que digo,
la emoción se me sube a la cabeza
. .
¡Buena cosa, Dios mío!
. .
A estas alturas siento que me envuelve.
Estos shifters ("vamos por partes") que introducen el lugar común, la "lengua coloquial", son claramente impertinentes al tipo de dicción que caracteriza la poesía lárica. Ellos representan un control definido de la sentimentalidad neorromántica que amenaza siempre el recuerdo del paraíso ­el día feliz de la infancia­ constituyendo, lingüísticamente, su desacralización: "vamos por partes"; lo que equivale a decir: a ver, a ver, ¿qué es esto de la infancia?

Creo que es un error contraponer el antipoema al poema (con lo cual no digo nada nuevo) porque no se trata de una cuestión de posiciones, sino de un devenir (lo que sí es nuevo). Corresponde explorar los mecanismos por los cuales el poema deviene antipoema y viceversa. El antipoema no existe por sí mismo, sólo existe en relación al poema. Lo que hace Parra es alcanzar tal sobriedad en la lengua poética que logra ponerla en un estado de variación continua, que hace huir lo sacralizado y canonizado que hay en ella. Parra utiliza el antipoema para producir la fuga de la poesía olímpica o "ateniense" o "helénica". El autor hace entrar a la lengua poética consagrada en un devenir minoritario de todos sus elementos (fonéticos, sintácticos, semánticos), y ese devenir es el antipoema.

Habría, pues, que distinguir los antipoemas, la poesía helénica y un devenir minoritario de ella. Es decir, los antipoemas serían agentes potenciales para producir un devenir menor de la poesía helénica, poesía academicista y trascendental.

La mirada sobre la "y" de Poemas y antipoemas nos ha enfrentado al devenir, pero no se trata de que el uso de cualquiera y, o conjunción disyuntiva, abra todas las variaciones y fugas. No, lo que importa es si desequilibra las identidades fijas hasta transformarlas en oscilantes, llevándolas hacia una línea de frontera que está siempre, como dije, entre dos; reitero, que no es ni lo uno ni lo otro, ni menos la resultante de un encuentro; es una desterritorialización, una línea de fuga, una corriente de río velocísima que nunca toca las orillas.

Así, en el texto "El poeta y la muerte", las rupturas del canon occidental sobre el tópico: la posesión del sujeto por la muerte, producen una fuga que implica tanto al poeta como a la muerte, línea de fuga que transforma al cliché de modo tal que no se sabe quién es el que posee y quién es el poseído:

La puerta se abrió de golpe:
ya ­pasa vieja cufufa­
ella que se le empelota
y el viejo que se lo enchufa.
Estamos frente al devenir de una lengua poética mayor que ha consagrado imágenes terroríficas o idealizadas de la muerte (como en Manrique, Darío o Góngora). Figura reducida en el antipoema a una "vieja cufufa", vieja media loca, fallada; en tanto que la prestigiosa metáfora de la posesión se transforma en un modismo descarnado: "se lo enchufa". La utilización del giro coloquial trastorna las significaciones: morir es enchufarse con la muerte, es decir, conectarse a un sistema de energía, no a un vacío, a una inercia total, como pudiera pensarse. Conclusión sorprendente: el antipoeta es capaz de aprovecharse, haciéndose el tonto ("ya, pasa"), de la energía de la muerte.

La cópula de viejos salaces que se energizan nos remite a un microerotismo de frontera que ha dejado atrás los macroerotismos con que la tradición poética ha funcionado en este punto.

La cuestión de la energía me parece que puede desarrollarse ampliamente hasta llegar a tocar una línea en que las ideas de "galaxia", "convergencia", "divergencia", "flujos" y "frontera" confluyen en un ámbito de vértigo.

Creo que Parra al extraer energía de la nada, del vacío, demuestra que lo que hacen los poetas es conectarse, "enchufarse", a las corrientes energéticas que recorren la realidad. Los poetas devoran la energía de las materias, como lo hace claramente Gonzalo Rojas. En el poema "Al silencio" el poeta se conecta con una energía singular, tal vez tan paradojal como la de la muerte: la del silencio. Otro vacío, otro ámbito aparentemente desenergizado para el común de los hombres, pero no para el poeta que hace un "agenciamiento" con esa energía negativa para hacerla devenir positiva. Ello significa, como he dicho, no un cambio de signo, de valencia, sino un encontrarse con un espacio que está entre lo negativo (-) y lo positivo (+). Entre - y + se sitúa lo que para Rojas es "casi su Dios, casi su padre cuando está más oscuro": el silencio.

Parra y Rojas son dos grandes poetas vinculados a potentes flujos energéticos. En el primero, la risa, "energía al mismo tiempo destructora y regeneradora1; en el segundo, el erotismo numinoso, o sagrado, que busca en el vértigo del orgasmo el exceso del ser.

Aunque fatalmente voy a caer en los binarismos (¿cómo escapar de ellos?), me atrevo a sostener que en la galaxia poética latinoamericana hay un grupo de poetas (Lihn, Pizarnik, Harris, Fischer) conectados preferentemente a la valencia (-) de la energía, para los cuales la escritura es un modo de sobrevivencia; y otro grupo "enchufado" con fuerza al signo contrario (+), capaz de extraer energía de todo, como Parra, Rojas, Gelman, Dalton, Corcuera, Zurita.

El término frontera, el espacio del "entre", me permite escapar provisoriamente de las oposiciones absolutas: (-) (+), para instalarme en un lugar en que lo negativo deviene positivo sin alcanzar jamás su completud, al permanecer oscilando entre lo uno y lo otro, como sucede en todos los poetas nombrados.

Retomando las metáforas estelares, creo ver en poetas como Lihn un verdadero "hoyo negro", que se "traga" todas las energías que circulan a su alrededor, éticas, eróticas, políticas, sociales, para extraer de ellas una débil luz que es la escritura, "hoyo negro a medias", ya que emite esa pequeña luz.

En el otro lado, Rojas que se conecta luminosamente con todas las energías de su círculo poético-vital. Poeta del relámpago, de esa luz súbita que ilumina la oscuridad para apagarse enseguida. Poeta, por consiguiente, intensamente luminoso e intensamente oscuro. Conectado a la valencia (+), generada desde ella su contrario (-).

Incluso podría, desde este mecanismo de atracciones y dis-atracciones, ensayar una posible valoración estética. Los creadores que permanecen en un solo polo, en una sola valencia, serían menos estimables, más retóricos, menos creíbles, más pomposos, que los situados en el lugar que media entre las oposiciones; debo aclarar que el término media no significa en absoluto una posición equidistante, un supuesto ponerse de acuerdo dónde termina una parte y comienza la otra, sino que se refiere a esa corriente de río de la que hablé, que transcurre rápida y otras veces lentamente entre dos orillas [ (-) (+)] sin tocarlas jamás. Movimiento, fuga, sin punto de partida ni de llegada, porque en este espacio del entre no hay puntos, sino líneas, líneas duras, líneas flexibles, líneas fragmentadas.

Los mejores poemas de Lihn son aquellos en que se cruza la línea dura de la negatividad con los destellos positivos de la línea flexible de la vida. Los más estimables de Rojas, como "El señor que aparece de espaldas", los que en medio de la línea inflexible de una poética de la "gran salud" introducen la línea fragmentada de la enfermedad, o mejor, de una "pequeña salud", necesaria a todo escritor, "un nadador en cama", como afirmaba Michaux.

En resumidas cuentas, los poetas latinoamericanos atraídos por el vértigo de los bordes inician fugas flexibles y/o duras hacia ese espacio del entre, hacia una línea de frontera en que se corre el riesgo de perecer, como el fox terrier desaparecido en una intersección de líneas, en el poema de Juan Luis Martínez, cabal poeta fronterizo.

Estas fugas del centro puedo conectarlas con las tesis de Paz narradas en Los hijos del limo sobre la poesía moderna. Sabemos que Paz entiende la modernidad literaria como "la tradición de la ruptura", idea paradojal, como el mismo autor reconoce, ¿cómo una ruptura se puede transformar en tradición? Yo añadiría que la comprensión exacta del mecanismo exige, más allá del juego de opciones que se niegan unas a otras (como la negación que hacen las vanguardias del modernismo), la introducción del término que he venido utilizando, el centro. Es con el centro de la lengua, de la erótica, de la política, de la ética, etc., con el que se produce la ruptura. Las vanguardias, Vallejo, Girondo, Huidobro y Neruda, significan la primera gran ruptura con el centro de la lengua, en el cual se había instalado parte del modernismo. Pero es el mismo Neruda quien vuelve a reconstruir el centro en Canto general, centro político, épico y revolucionario, que le impone una lengua mayor (naturalmente que con sus debidas excepciones).

Parra y Cardenal escenifican, a su vez, una ruptura del centro nerudiano con la introducción de esa lengua menor que se llamó poesía de lo cotidiano y poesía conversacional, respectivamente.

Cardenal, que hoy en día constituye una figura emblemática del mito del poeta revolucionario y comprometido con la utopía, se declara al comienzo de su obra como un secuaz de los grandes poetas norteamericanos, lo que evidentemente es irónico, aunque sí es serio su intento de aclimatar la poesía anglosajona del siglo XX en nuestra lengua, tal como lo había hecho Darío en el siglo anterior en relación a la lengua poética francesa. Lo más destacable en ese intento fue el acercamiento que se propuso realizar Cardenal entre poesía y prosa, para conseguir como resultado la poesía conversacional.

Todo ello ha sido bien estudiado por Roberto Fernández Retamar, aunque disiento de su lectura demasiado ligera de la antipoesía y de las diferencias que establece entre ella y la poesía conversacional. Dejo el caso atrás porque quiero referirme a un punto que la crítica no ha visto en Cardenal, que se aproxima asombrosamente a lo que pretendemos exponer sobre la galaxia poética:

La materia es movimiento.
0000El universo, transformación.
0000 0000Las velocidades dentro de los átomos
0000 0000 0000son como las del cielo.
0000 0000 0000 0000En continua danza la materia
0000 0000 0000 0000 0000("Cantiga 5. Estrellas y luciérnagas")
No sólo es poesía y prosa lo que trata de acercar Cardenal, sino también, poesía y ciencia, mejor dicho, visión poética y visión científica, o aún más acotado, integrar la poesía a los giros de la materia, poesía y materia como danza continua. Enlazamiento del poema con el cosmos, espejamiento del cielo sobre la tierra: la luz de la estrella replicando en la luz de la luciérnaga.

Si es cierto que el espíritu religioso de Cardenal lo lleva a ver en el mundo mirando a sí mismo la figura de Dios, yo, menos afortunado que Cardenal, veo con Deleuze agenciamientos, devenires, desterritorializaciones, fronteras, velocidades y lentitudes. Convengo, apresurándome, que los poetas hablan de lo mismo que los críticos, pero mucho más bellamente.

Aún puedo decir más, unos versos de Cardenal perdidos en la memoria y recobrados por el anuncio de una visita del poeta a mi ciudad han sido los investigadores, junto a las lecturas hacia Paz, de esta idea de la galaxia poética y de su expansión:

¿Por qué, porque giran las galaxias?

¿Qué puso en movimiento giratorio el universo?

0000"El hecho básico del universo es su expansión"
0000La más básica de las realidades de la vida
0000esta expansión
0000 0000 0000 ("Cantiga 20. La música de las esferas")

La promoción que sigue, Lihn, Gelman, Arteche, Teillier, se aleja aún más del centro nerudiano, fundamentalmente por el uso de una lengua que consigue la minoridad mediante esa misma habla cotidiana o conversacional de Parra y Cardenal, pero desprovista de la risa ambivalente del primero o de la tendencia político-religiosa del segundo.

Aún más, en Jorge Teillier existe una nostalgia del "centro", que debe entenderse en su caso como nostalgia del origen. La nueva significación enriquece el término centro. Ella apunta al origen de la galaxia, si seguimos las metáforas estelares; al mito, si viramos a las metáforas antropológicas; a Dios, si utilizamos las imágenes sagradas; al ser (la poesía como "casa del ser"), si recurrimos a las filosóficas; al primer texto, al juego de la traza, si preferimos las correspondientes a la escritura, etc. De modo que cuando he hablado de centro he estado hablando constantemente de todos esos significados, de lo cual se desprende que la idea de ruptura con el centro ya apuntada resulta ser una ruptura con la idea de origen, de mito, de Dios, de casa, del ser, de texto primero.

La ruptura no excluye, de ningún modo, la nostalgia del origen, tal vez la ruptura guarde paradojalmente en su interior la atracción de lo rechazado, movimiento que nos envía nuevamente al espacio del "entre". La poesía lárica es ejemplar en este sentido si somos capaces de deshacernos de los binarismos como campo-ciudad o presente-pasado con los que, generalmente, se le ha interpretado. Libres de ellos podremos ingresar al espacio de la memoria teillieriana que es radicalmente ambivalente, como se evidencia en una serie de imágenes, entre las cuales están algunas claves, como las referentes a la pareja luz y sombra que cambia constantemente la valencia de los términos (agresividad luz - protección sombra o viceversa), hasta llegar a devenir media luz y media sombra, lo que explica el privilegio del amanecer o del crepúsculo en la poesía del autor de Muertes y maravillas2.

Poesía de la media luz, de la semi-sombra, la poesía lárica es un intento de devenir niño, devenir pájaro, devenir lámpara y, geográficamente, devenir sur; este punto cardinal ya no es el sacralizado, mitificado por la poesía nerudiana ­"Quiero volver al sur"­, sino un espacio de vida cotidiana: la plaza, el toque de campana que anuncia los trenes, la charla de invierno junto a los rescoldos, las carretas cargadas de trigo, los amigos, el vino. No es el espacio del mito, sino el de la nostalgia de lo que ya no existe, o está oxidado o en miras de hacerlo. ¿Cómo reconstituir la aldea lárica en ruinas? Haciendo agenciamientos, con los pájaros, los caballos, el viento, el bosque, la sombra y la luz del sur. Hacer agenciamiento significa, primordialmente, conseguir un territorio (en este caso, el territorio del lar).

Territoriales los agenciamientos, se organizan en dos niveles: el del contenido y el de la expresión. El primero corresponde a un sistema pragmático que son las acciones y pasiones que recorren la poesía lárica. En estos movimientos se producen territorializaciones y desterritorializaciones, que producen toda una poética de la mano y del gesto.

Frente al molino
descargan los sacos de una carreta triguera
con los gastos de hace cien años
Por su parte, la expresión deviene un regimen de signos, un sistema semiótico. Preguntarse por lo que se hace y se dice en la poesía teillierana es enfrentarse a un tercer aspecto: el de las transformaciones incorporales Esta noche duermo bajo un viejo techo,
los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,
y el niño que hay en mí renace en mi sueño,
aspira de nuevo el olor de los muebles de roble,
y mira lleno de miedo hacia la ventana,
pues sabe que ninguna estrella resucita.
Están presentes aquí el territorio como protección (el viejo techo), las desterritorializaciones, como asechanza (y mira lleno de miedo) y las transformaciones incorporales ("el niño que hay en mí renace").

Me he detenido en Teillier porque en su poesía se expresa, casi emblemáticamente, el movimiento de ruptura y nostalgia del origen que caracteriza a esta promoción del 50 y alcanza con variantes importantes a otras grandes figuras que siguen, como Antonio Cisneros, de la llamada generación del 60.

La ruptura con el centro de la lengua, de la política, la ética y la erótica está clara en el autor de Comentarios reales al desplazar desenfadadamente desde el título mismo a la figura paradigmática de la tradición literaria peruana, el inca Garcilaso. Estamos ya no frente a los Comentarios reales del Inca Garcilaso, sino de don Antonio Cisneros.

Pero la vinculación rupturista es compleja. Cisneros percibe muy bien que los Comentarios reales del Inca pasan necesariamente por el problema de la traducción. Traducir desde la lengua materna, el quechua, a la lengua "ajena", el español. Cisneros construye su texto sobre este problema; sus Comentarios son, también, la traducción (reinterpretación o reescritura) de otro texto, el del Inca, y de uno más general, la historia del Perú.

La idea de la escritura como traducción envía al rasgo de la intertextualidad, mecanismo básico de la poesía de los sesenta, según afirma con propiedad Pedro Lastra.

Se podría decir que Cisneros se propone reescribir la historia oficial del Perú, evidenciando sus saltos, vacíos y falacias; lo que interesa a Cisneros es cómo esta historia ha sido recogida y transmitida, según afirma bien María Luisa Fischer. A su vez, lo que me interesa es ese movimiento de atracción y rechazo del origen, que podría enunciarse en la poesía de Cisneros como la oscilación entre el uso de una escritura latinoamericana, obligada siempre a buscar el origen, llámese conquistador, o padre de la patria o escritura original (en este caso los Comentarios reales del Inca) y el deseo del sujeto de escapar de ese centro canónico, mediante la parodia, la ironía, el uso de una lengua menor, en síntesis.

En Cisneros, al contrario de Teillier, no hay nostalgia por el origen, sino la idea de que el origen ­diré provisoriamente­ se actualiza en el presente, mejor dicho, que la violencia originaria define el presente. En el poema "Los conquistadores muertos" se expresa que a partir de una fecha emblemática, 1526, en el Perú:

nadie fue dueño
de mover sus zapatos por la casa
sin pisar a los muertos
Comentarios reales de Cisneros, históricamente, corresponde al espacio del "entre", término que permite superar la noción de actualización del pasado para entender que el tiempo en que se sitúa el texto no es el del presente ni el del pasado, sino uno que está al medio, que no es ni lo uno ni lo otro.

La atracción por el espacio del "entre" es la clave central de la ruptura con el centro, con el origen. En este sentido, todos los grandes poetas latinoamericanos son poetas de los bordes: Vallejo, Neruda (el de Residencia, ya que no de Canto general donde el poeta está instalado plenamente en el centro de la revolución, del pueblo, de la palabra), Mistral, De Rokha, Parra, Rojas, Lihn, Teillier, Cardenal (el de Salmos y Oración por Marilyn Monroe), Lezama Lima, Cisneros, Corcuera y los más nuevos, Lara, Millán, Bracho, Zurita, Harris, María Auxiliadora Alvarez, Eduardo Milán.

De los bordes desterritorializados es Arturo Corcuera, a quien elijo no sólo por su presencia cada vez más importante en la poesía peruana actual, sino ­inte- resadamente­ porque me permite añadir a la caracterización de la galaxia un rasgo más, presente en muchos de los poetas ya mencionados: el delirio.

Corcuera, en Noé delirante se ve arrebatado por una visión tremendamente poderosa, la de la libertad que le conduce a un devenir casi demasiado potente para él que lo lleva a fugarse en una línea semimágica de fabulación, donde el yo se ve proyectado más allá de sí mismo: a santo varón insomne o que lava platos, a gusano, colibrí, árbol, a fantasma sin rostro, a tonto útil de la poesía. Por lo tanto, no estamos frente a un delirio personal, sino genérico, un delirio como desplazamiento de reinos, tiempos y continentes, un delirio como un sueño que se proyecta a una "materia de estrella" o a un "humus de un leño apagado". El delirio del poeta es una empresa de salud: "Libertad es irradiar salud"; no se trata en Noé delirante de una gran salud, sino de una pequeña, irresistible, que proviene de que el sujeto que escribe ha visto y escuchado cosas demasiado grandes para él, cosas irrespirables: "¿Volveré a tener rostro, el que tuve en la nada?"; nunca vistas: "Una orquídea lila que aletea recién desprendida del cielo" o deslumbrantes: "Nos deslumbramos frente a un atleta que atrapa de un salto la luna". Ellas son las que desencadenan los devenires en Corcuera, ya que una gran salud dominante las impediría.

En realidad, el delirio es una enfermedad ­el fascismo es un delirio (racial)­ y sólo se transforma en empresa de salud cuando se habla en y por una raza bastarda; bastarda no significa aquí un asunto de familia, sino que el poeta peruano habla en y por el menos santo de los varones, por el jardinero que manguerea el jardín, por los sacerdotes descarriados, por su perro Majo, por los jubilados, por los tontos útiles; es decir, por los componentes de un pueblo inferior, no políticamente revolucionario como en Neruda, sino por los de uno que se agita, se desplaza, siempre inacabado; revolucionario, entonces, en sus devenires.

Delirante es el texto de Corcuera: delirios del pájaro y la jaula: "¿y si un día / se le da por cantar a la jaula / prisionera en el pájaro?"; del gallo amordazado que deja al mundo en tinieblas; del fuego de los espejos; de Narciso que se contempla en cada rostro; de una realidad en que se mezclan Bufalo Bill, el ratón Mickey, el pájaro loco y Rico Mac Pato, con la Cia y el Caballo de Troya, y éstos con los duendes y el esposo que siembra la semilla del primer hijo.

Noé sonámbulo y delirante, Arturo Corcuera ha inventado, como los grandes poetas de la galaxia latinoamericana, un pueblo que no existe, pero que puede venir si logran los poetas desenterrarlo de sus negaciones y traiciones, ya que la literatura como salud y delirio consiste en reinventar una tribu propia.

Paso ahora a referirme a los poetas chilenos del 60, la generación "diezmada" o "emergente": Lara, Millán, Quezada, Floridor Pérez, Manuel Silva Acevedo, Schopf, diciendo, por ahora, que sin duda son poetas de los bordes, poetas fronterizos, que han gozado de esa pequeña salud que les ha permitido inventar un pueblo menor, capaz de resistir la destrucción, el exterminio y la muerte, con la tenacidad de un "nadador que no sabe nadar", como decía Kafka; braceando, a pesar de todo, con contención (Lara), con ira (Millán), con calma (Quezada), con humor (Pérez), con ahogo (Silva Acevedo). Son metáforas, es cierto, pero revelan muchas cosas de las que hemos hablado: la poesía como movimiento de velocidades y lentitudes, como movimiento de fugas flexibles, la poesía como empresa de salud, la poesía como resistencia, el poeta como un deportista en cama.

Dentro de mi tesis el rasgo más relevante de esta promoción ­y no solamente en Chile, sino en Latinoamérica­ se refiere a que con ella parece detenerse el acelerado movimiento de expansión hacia los bordes de la galaxia poética.

Un poema de José Emilio Pacheco, figura fundamental de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, es paradigmático de esa poesía que no quiere sumarse al vértigo descentralizador:

Al doctor Harold Bloom lamento decirle
que repudio lo que él llamó "la ansiedad de las influencias"
yo no quiero matar a López Velarde, ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines.
Por el contrario,
no podría escribir ni sabría qué hacer
en el caso imposible de que no existieran
Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de poemas
0000000000000000000000000000("Contra Harold Bloom")
Creo que la "generación emergente" chilena tampoco sabría qué hacer si no no hubieran existido Mistral, Neruda, Rojas, Parra, Lihn y Teillier. Ellos se "aferran" a estos predecesores para no ser pulverizados por el vértigo de las orillas. No quieren ir más lejos de lo que fueron Parra y Lihn, por ejemplo. La generación emergente ocupa, de todas maneras, un lugar excéntrico, aunque previamente "colonizado" por los poetas que le precedieron, a tal punto que suscribe con ellos un pacto de no agresión, renunciando a cualquier rivalidad y esforzándose al máximo para no caer en lecturas correctivas (erróneas) de los mayores.

Se me aclara en este punto que lo que he llamado descentramiento provocado por el vértigo de las orillas equivale a lo que Deleuze llama despliegue, un tránsito hacia el "afuera", a una "no interioridad", a esa línea mortal de vacío asfixiante de la que he hablado que impulsa al sujeto y al lenguaje a "un salir de sí mismos". En el afuera el lenguaje escapa al modo de ser del discurso, a la dinastía de la representación, como sucede en "Galope muerto" de Neruda y en "Altazor" de Huidobro.

La generación emergente chilena al renunciar a ese tipo de escritura, en la que el lenguaje al distanciarse de la representación pone al descubierto su propio ser, elige lo contrario: un retorno de los signos sobre sí mismos, un pliegue en que se anida el sujeto y el lenguaje.

Sujetos anidados en un pliegue de sobrevivencia, los poetas del 60 inician sin los terribles peligros a que se expusieron algunos de sus antecesores, líneas de fuga hacia el afuera temible en que circulan a velocidades asfixiantes la violencia, la aniquilación y la muerte. La generación emergente admira el modo en que Mistral, Huidobro, Neruda, De Rokha, Rojas, Parra, Lihn, "cabalgaron" esa línea mortal, pero no repiten la experiencia, no porque la consideren agotada (ella siempre está emitiendo sus señales en la poesía de Lara o Silva Acevedo, por ejemplo), sino porque han decidido emerger a partir de ella como hijos que conservan en forma de cicatriz la herida inferida a sus padres. La herida que el despliegue mortal produjo en la subjetividad de los predecesores ha cicatrizado en los del 60, gracias al pliegue que les ha permitido construir una interioridad que aunque muy precaria guarda destellos fragmentados del ser y la palabra. Son los destellos del amor (Lara), del humor (Floridor Pérez), de "Solantiname, el paraíso terrenal" (Quezada), de la humanización de los reinos (Silva Acevedo), de la palabra regeneradora (Millán), del deseo de rearmar una subjetividad quebrantada (Schopf).

La frase de un crítico a propósito de la poesía de Hölderin, puede servir muy bien para visualizar el intento de la generación: "Recuperar en la tierra los tesoros dilapidados en el cielo". En efecto, los poetas de este período son "tierra firmistas decididos", característica que se evidencia en su intento de volver a humanizar la naturaleza (de aquí sus relaciones con la poesía lárica, la de la casa natal y el paraíso provinciano) y especialmente en la manera de construir el pliegue.

Nuevamente José Emilio Pacheco me parece decisivo en esa construcción poética. Transcribo un verso clave de su poema "Caracol":

Defendido del mundo en tu externo interior. Foucault me dice que en el Renacimiento los locos eran abandonados en un barco a la deriva en alta mar. Presos en el más libre de los espacios, el mar; presos en el interior de lo exterior en cuanto el navío actúa como un pliegue del mar. No se pliega, por consiguiente, lo interno, sino lo externo, lo que equivale a decir que la interioridad es un pliegue del "afuera". El caracol, en la preciosa imagen elaborada por Pacheco, ha plegado lo externo para construir un interior. La forma del pliegue es la concha. Ella guarda el sonido, es un pliegue del sonido, tal como el navío de los locos es un pliegue del mar.

Refulgente imagen del mejor poeta mexicano actual: tu externo interior. Ella nos lanza al vértigo de las equivalencias: ¿qué es la escritura sino un pliegue de lo externo? Plegar y replegar para resistir la fuerza del despliegue que conduce a la muerte o a la inmensidad de un sonido que aturde. Escribir: domesticar en el interior la fuerza salvaje del afuera. Escribir: construir un pliegue, una concha de caracol, para poder respirar en el "vacío irrespirable". Del mismo modo que la fuerza (y la belleza) del caracol reside en el prodigio de la concha, que pasará a ser su huella cuando muera, la escritura es la huella, el pliegue, que dejará el poeta en la tierra, el aire, el fuego y el agua. Escribir es, también, dejar huellas como el caracol:

Nos iremos sin dejar huellas
El caracol es la excepción
Yo añadiría al caracol la figura excepcional del poeta. Huellas del viaje, del amor, del ser, de la amistad y el exilio son las que nos deja la poesía de Omar Lara, cada día más apreciada. Las huellas son los pliegues que logran detener la velocidad asesina del afuera, del despliegue que conduce el vacío más horroroso.

Es desde esta perspectiva que he dicho que la promoción del 60 construye un pliegue, una concha de caracol, para resistir el movimiento de expansión hacia las orillas, hacia ese otro pliegue (ahora de aniquilación) de la galaxia poética latinoamericana.

Jaime Quezada, Floridor Pérez, Omar Lara, Manuel Silva Acevedo, Federico Schopf, Gonzalo Millán son grandes constructores de pliegues. Tal vez sea el último el que construye los pliegues más débiles, porque va en una línea de fuga destructora hacia los límites. En Millán el lenguaje poético se desata (se despliega) en la violencia del cuerpo, del grito. Se abandona el pliegue salmodiante, tan importante, por ejemplo en Huerfanías de Jaime Quezada, y se avanza hacia el desgarramiento de todos los pliegues. Millán es el poeta de los sesenta en Chile más atraído por el vértigo de las orillas y su vacío irrespirable.

En otro de los importantes poetas chilenos del período, Manuel Silva Acevedo, hay también una atracción por el borde, con la diferencia, en relación a Gonzalo Millán, que no es una fuga destructora, sino una captura de genes excéntricos a la persona humana, preferentemente genes animales (lobos y ovejas), captura que traiciona los reinos para producir nuevos "agenciamientos" con la vida. Silva Acevedo es un interesantísimo poeta de "borde", un anomal que escribe desde el límite externo de la manada.

En el autor de Lobos y ovejas el afuera no es algo terriblemente petrificado, sino un ámbito cambiante lleno de pliegues y repliegues, capaces de formar una "memoria de manada" que puede transformar el afuera en un elemento regenerador. Omar Lara también sabe plegar el afuera, sabe construir un "espesor" en el que se aloja el sujeto con familiaridad; viajero, paseante, "pescadito" en la red, Lara asegura su movilidad lenta, pero constante, como la del caracol de J.E. Pacheco. Lara ha construido un "adentro" del lenguaje, de la vida y del trabajo, una suerte de domicilio, aunque sea solamente para dormir en él. No es la vieja interioridad, sino una operación del afuera, un "externo interior". Inversamente, Lara es un prisionero en medio del más abierto de los caminos (el "pescadito" del que habla María Nieves Alonso), o mejor dicho, es el prisionero de su propia travesía. Así ocurre en el hermoso poema "Encuentro en Porticaliu", donde no hace más que tratar de "encerrar el afuera" para poder encontrarse ("porque ­pensaba yo­ la poesía para qué puede / servir sino para encontrarse?"), aunque ello signifique encadenarse a una encrucijada infinita.

Por último, en los poetas del sesenta el pliegue, "lo externo interior", tiene otro nombre sugerentemente hermoso: memoria. Para que se entienda bien de lo que hablo, vuelvo al "Caracol" de Pacheco. Primeramente reitero la imagen del viajero prisionero de su propia travesía:

Ya nunca encontrarás la liberación:
habitas el palacio que secretaste
El caracol "prisionero de su mortaja", de su pliegue, ha encontrado, sin embargo, en él una memoria inextinguible: el eco del mar. Ya no la memoria "corta" de los archivos, sino una absoluta, una memoria del afuera: Cuando se apague su eco
perdurará sólo el mar
que nace y muere desde el principio del tiempo
La memoria absoluta que es tiempo incesante situado en el afuera, "memoria del afuera", debe entenderse tal como se presenta en el poema de Pacheco, bajo una doble faz o una coexistencia entre la memoria y el olvido.

Borges, el indispensable en cualquiera de nuestros relatos, me ayuda a explicar la aparente paradoja de que no hay memoria sin olvido, o que recordar es olvidar.

En "Funes el memorioso", el autor de Ficciones plantea la imposibilidad del recuerdo total: "Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero". El drama de Irineo Funes es esta coincidencia entre el tiempo del enunciado (lo narrado) y la enunciación (la narración). Ella imposibilita la memoria creadora porque Funes no dispone de un tiempo infinito como Dios ­como bien aclara Beatriz Sarlo­. Recordar es elegir entre miles de detalles trabados del recuerdo, lo que significa olvidar los no elegidos, cortar el continuo del tiempo, trabajar con la elipsis y el hiato, destrabar.

Destrabar, hacer elipsis, bien puede ser el otro nombre del pliegue. El navío como pliegue del mar corta la infinitud de las ondas marinas, la concha del caracol hace lo mismo con el rumor. El pliegue es equivalente a la memoria, ambos cortan el continuo avasallador del tiempo, del movimiento, del "movimiento malherido", como escribe Neruda, ambos son una huella en medio del despliegue mortal, del que habla Deleuze.

En síntesis, José Emilio Pacheco y la generación emergente en Chile nos reiteran que escribir es recortar, cortar y soldar las partes, quebrar un continuo, hacer un pliegue, construir una "memoria del afuera", como la concha del caracol.

Resiste, así, la generación del sesenta el tirón de las orillas, el envión excéntrico. Al contrario, los poetas que siguen: Raúl Zurita, Coral Bracho, Eduardo Millán, María Auxiliadora Alvarez y el limeño Eduardo Chirinos, son absorbidos por el vértigo de la expansión de la galaxia. Y aunque "huyen" buscando un hálito de vida, saben, como dice Chirinos, que "la muerte sabrá donde encontrarlos".

This article proposes a spatial metaphor of development in Latin American poetry: a galaxy that expands rapidly towards the limits.

It also analyzes the strongest centrifugal movements, represented by Residencia en la tierra by Neruda or Diario de muerte by Enrique Lihn. In general, it examines some exemplary decenterings of the poetry of the twentieth century as effected by the generation of the 1950's and the counterpart, the resistence to the attraction of the limits, that defines the following promotion, that of 1960.

BIBLIOGRFÍA CITADA

Harold Bloom. La angustia de las influencias. Venezuela, Monte Avila Editores, 1991.

Gilles Deleuze y Félix Guattari. Mil mesetas. Valencia, Pretextos, 1997.

María Luisa Fischer. Historia y texto poético. Concepción, Ediciones Lar, 1998.

Michel Foucault. Historia de la sexualidad. La inquietud de sí. México, Siglo XXI, 1998.

Pedro Lastra. Relecturas hispanoamericanas. Santiago, Editorial Universitaria, 1986.

Octavio Paz. Los hijos del limo. Barcelona, Seix Barral, 1974. 

*Una primera versión de este trabajo apareció en Trilce N 9, Tercera Epoca, julio 2002.

1Desde un ámbito distinto, el del carnaval, Alonso y Triviños han propuesto este sentido doble de la risa.

2En un seminario de título "J. Teillier, poeta entre la luz y la oscuridad" (Marcela Veloso) que dirigí en la Universidad de Concepción, se desarrolla el tema.

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