INTRODUCCIÓN
En el variado panorama del arte colonial chileno el tema que trata remos a seguir, el retrato en la pintura del siglo XVIII, ha sido hasta hoy menos investigado frente, por ejemplo, al interés despertado por los grandes artistas de los siglos XIX y XX, o por la historia de la arquitectu ra tanto religiosa como militar y civil (Villegas, 2009; Ivelic, 2011).
Creemos que una de las razones de tal desinterés radique en el afán de los investigadores empeñados en temas chilenos de indagar acerca de las urgentes cuestiones no solo culturales, sino más bien políticas y sociales, procedentes de la proclamación de la República, con el objetivo común de dar forma a una historia del país y por ende una identidad nacional.
A esto debemos añadir la constatación de la indiscutible dificultad de hallar escritos sobre la época, por un lado, a causa de las pérdidas y las dis persiones que registran las instituciones entre sus fondos y, por el otro, por las continuas incursiones de los coleccionistas privados en el mundo de las fuentes documentales (Villegas, 2009).
Otra explicación hay que buscarla en la objetiva predilección por la te mática religiosa que se registra en la sociedad chilena hasta bien entrado el siglo XVIII, hecho que hace que los ejemplos de retratos de ostentación sean muy escasos, abundando, por el contrario, los retratos de frailes en los grandes ciclos de vidas de santos. Basta con referirnos por ejemplo a "La vida de San Francisco"1 (Cruz, 1986), "La vida de San Pedro de Alcánta ra"2 (Cruz, 1986) y la "Vida de Diego de San Diego de Alcalá"3 (Santander, 2011).
EL MUNDO DE LAS BELLAS ARTES EN CHILE EN EL SIGLO XVIII
El siglo XVIII marca en España (como en Europa) la feliz aplicación de los ideales de la Ilustración (Mestre, 1998; Sánchez Blanco, 2002). El pro ceso se tradujo en numerosas iniciativas que el Rey Carlos III de Borbón puso en marcha desde su subida al trono, con el objetivo de un renovado florecimiento de su reino, también en el ámbito de las bellas artes (Palacio Atard, 2006; Fernández, 2001). Basta con citar la fundación de la madrileña Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1752 (Bedát, 1989) y la llamada a corte del italiano Giovan Battista Tiepolo y del bohemio Anton Raphael Mengs que se desafiaban entre Glorias y Triunfos en los techos del Palacio Real (Roettgen, 2003; Sánchez Cantón, 1953).
Las reformas emprendidas por Carlos III y realizadas por una multitud de ministros y funcionarios (Kuethe, 1998) conllevaron, tanto en España como en los lejanos territorios americanos de la corona (Guirao de Vierna, 1993; Zuleta, 1989), notables reajustes en la vida económica, social y políti ca, los cuales ineludiblemente influyeron en las actividades culturales y en las artes en particular (Morán, 2003; Paniagua, 2005).
En Chile el absorbimiento de los cánones estéticos propugnados por los nuevos vientos de progreso que soplaban siempre con más fuerza en Espa ña fue un proceso lento pero inexorable, que dio sus frutos en un lapso de tiempo más extenso que en el resto de las colonias (Campos, 1989).
Los tiempos y las modalidades con las que Chile llevó a cabo tal pro ceso dependieron de diferentes factores, y en esta sede creemos oportu no destacar los tres más determinantes: el primero de ellos radica en dos circunstancias, la objetiva lejanía geográfica de Chile respecto a las demás colonias4 -hecho que ralentizó la implementación de modas y costumbres europeas- y la naturaleza sísmica del territorio andino, que tan solo en el siglo XVIII vio su suelo hecho añicos en dos ocasiones5.
El segundo atañe a consideraciones más bien de orden práctico, esto es, la perduración de la tradición del barroco bávaro impulsada por la presen cia masiva en todo el territorio chileno -islas incluidas- de los hermanos jesuitas (Araneda, 1967). Ellos mantuvieron bajo su control todo lo relacionado con la educación y las bellas artes, hasta su expulsión en el año 17676 (Valdés, 1985; Moreno, 2007).
Desde su llegada en 1593, además de la misión evangelizadora, los es fuerzos de los jesuitas se focalizaron en dotar el país de escuelas de primeras letras, archivos y bibliotecas implantando el sistema de enseñanza básica, media y superior más eficiente y completo que tuvo Hispanoamérica entre los siglos XVI y XVIII (Matthei, 1968). Con la expulsión de los jesuitas se interrumpió el avance de las formas básicas de institucionalidad cultural en Chile, derivando ello en la ausencia de un organismo central y secular que tutelara las tareas relacionadas con la enseñanza (Villegas, 2009)7. Hubo que esperar a don Manuel de Salas para la fundación de la primera Acade mia Chilena, la llamada San Luis, que a partir de 1797 dictó sus primeras clases de matemáticas y dibujo (Amunátegui, 1895). Los artistas hasta en tonces habían basado su formación en el aprendizaje en talleres poco espe cializados, muchas veces en ámbito familiar (Berríos, 2009).
Un último factor, al que nos parece oportuno dedicar más espacio en este escrito, fue el rol jugado por el Virreinato de Perú, centro de produc ción cultural muy activo y atractivo para Chile en la época que nos interesa (De Mesa y Gisbert, 1982). A lo largo de tres siglos, desde Lima y Cuzco en particular los conocimientos en cuestiones de bellas artes llegaban y se difundían en toda el área andina, ofreciendo compendios de técnicas ar tísticas y señalando las directrices a seguir en materia de gusto y temáticas (Cossio del Pomar, 1958; González, 1970; Stastny, 1967).
En particular, las élites chilenas de las que nos ocuparemos más adelante demostraron una prolongada inclinación en el tiempo por la producción de la Escuela Cuzqueña de Pintura (Bravo, 1981). Tal predilección radicó quizás en las tonalidades cálidas e intensas de rojo, tierra de Siena y ocre; o en la reinterpretación del espacio que prescindió de las reglas de la pers pectiva aérea, prefiriendo dividir la composición en diferentes escenarios, como si de una historia narrada en un mismo lienzo se tratara. O tal vez se debió al llamativo empleo del brocateado, técnica que, recurriendo al oro aplicado en aureolas y vestimentas, reconducía a los elegantes elementos sevillanos-flamencos e italianizantes embebidos aún de la tradición de la antigua pintura medieval bizantina. Las obras cuzqueñas, que destacan por su brillantez, emanaban solemnidad. Su carácter mestizo es prueba de una tensa y sobrecogedora simbiosis hispano-indígena, cuya expresión máxima se alcanzó en cuadros de temas religiosos, marianos, angélicos, hagiográficos, los que Francisco Stastny (1967; 1994) define como cuadros históricos simbólicos, perfecta expresión del sincretismo entre modelos europeos y ele mentos andinos.
Será, sin embargo, la Escuela Limeña la que en el siglo XVIII focalizará sobre sí la atención de las élites chilenas cuando, urgiendo la necesidad de afirmar su individualidad respecto al mundo español, comienza a autopro-clamarse, comisionando los retratos de ostentación de los que nos ocupa remos en el siguiente apartado, y que tienen en el pintor Gil de Castro el mejor intérprete.
Los gustos y tendencias imperantes en el Mediterráneo llegaban a Lima junto con la mercancía de los barcos españoles que navegaban entre Pana má y Cabo de Hornos, facilitados por la presencia en los puertos peruanos de buques franceses tolerados por las autoridades locales (Cruz, 1984). En Francia como en Italia, de Rigaud a Liotard, de Mengs a Batoni, los gran des maestros retratistas cortesanos se libraron de los mesurados modelos promovidos por los Austrias. Dejaban paso a las atmósferas empolvadas y frívolas, a la novedad de la elegancia mundana en las telas en las que el jue go de las apariencias hacía resaltar joyas, atuendos y escotes y miradas hasta ahora poco usuales (Calvo, 1990; López, 2001).
Lima experimentó una verdadera metamorfosis, animándose con ar tistas que, al servicio de los nuevos intendentes, gobernadores y obispos, plasmaron en retratos la imagen de la nueva sociedad inclinada al afran-cesamiento típicamente borbónico (Pastor de la Torre, 1999; Wuffarden, 2008). Prueba del cambio es el retrato que representa el "X Obispo de San tiago, Don Manuel Alday y Aspée" (Fig. 1), una de las pocas obras que ha llegado hasta nosotros de la mano del limeño José de Legarda (Silva, 1917). Las noticias ciertas sobre datación y autoría proceden de la misma tela en la que el artista dejó su firma y una larga inscripción. En ella podemos leer de los sucesos de la vida del retratado y de sus virtudes. La ambientación y la pose son típicas del retrato virreinal, aunque el pintor consiga dar a su obra un aire y una originalidad inusuales. El retratado está de pie junto a un me són donde se apoya con un gesto natural, lo que lleva el ojo del espectador a fijarse en la elegante mitra finamente bordada en el costado derecho de la escena. Son pocos los demás elementos decorativos que dinamizan la tela: el libro Decretales, unos apuntes, el escudo. El autor ha querido fijar con el pincel la caracterización psicológica y espiritual del personaje. Este es el aspecto más destacado de la obra.
El siglo XVII había acogido a la pintura, la escultura y la arquitectu ra entre las artes liberales. El siglo XVIII las convirtió en bellas artes. Este hecho marginó la función cognitiva y comunicativa de la representación artística, exaltando, en cambio, sus aspectos psicológicos. El arte ya no iba dirigido a la razón sino a los sentimientos (Vitta, 2003, p. 211).
El cortinaje no parece sufrir por su propio peso, cae en elegantes líneas que denotan cómo Legarda se distinguió en el manejo del dibujo. El detalle del borde tejido es prueba de la voluntad del pintor de conferir a su pintura una nueva elegancia cortesana, aunque estemos delante de un hombre de Iglesia.
El hábito coral, ligeramente desmesurado en proporción a la cabeza del obispo sobresale en el tratamiento del encaje del roquete en las mangas es trechas y en la parte inferior de la prenda de lino. El verdadero protagonista de la pintura es el color. Las tonalidades de rojo y marrón en diferentes matices, que Legarda utiliza para dar solemnidad a Alday prueban el legado de la Escuela Peruana del que fue heredero. Además de resaltar su expresión segura gracias a la mirada y al leve tensarse de los músculos de la cara, como si el pintor le hubiese fijado en un momento de concentración, el rostro respeta el parecido con el retratado. Todo ello contribuye a fijar en la tela la individualidad del obispo.
Al igual que Lima, Chile tampoco quedó ajeno a tan sensible transfor mación del gusto, como demuestra la evolución en tres retratos conserva dos hoy en día en la capital andina. Nos referimos a los de "El corregidor Zañartu y su mujer María Madariaga" (Fig. 2), y del "Maestre de Campo don Santos Izquierdo y Romero y su mujer Doña Tadea Jaraquemada de Águila y Cisterna" (Figs. 3 y 4). El de la primera pareja es uno de los pocos ejemplos de doble retrato que ha llegado hasta nosotros desde la época co lonial. Los personajes retratados pertenecieron a la élite intelectual de San tiago. El corregidor Zañartu se distinguió por sus actuaciones en el tema de mejoras urbanísticas en la ciudad de Santiago (Aguirre, 1959). En la obra se detectan claras influencias del retrato austero de los Habsburgo, aunque no faltan detalles que nos hablan de una tendencia hacia las atmósferas rococó. La pareja está de pie, se presenta al espectador en la pose típica del retrato virreinal. Las tonalidades de negro y rojo dan a la escena solemnidad, junto con los trajes que los protagonistas visten, que nos hablan de la inminente entrada a una iglesia. La mujer luce mantilla y saya negras cubriendo una camisa blanca que da luz al rostro ovalado. Destaca la disparidad entre la sobriedad del traje y del peinado recogido en un moño clásico y la exube rancia de las joyas, en particular de los pendientes elegantemente labrados. La expresión del rostro, muy seria, es acentuada por la rigidez de la mirada y la dureza de los labios cerrados.
El corregidor viste un traje sobrio y de rica tela, como el de su mujer: una camisa sin cuello, con una abertura embellecida con una guirindo la, con volante de tela muy fina. La chupa negra acampanada luce unos alamares dorados que nos hablan de la posición privilegiada de Zañartu dentro de la élite chilena de aquella época. Rematan el atuendo unas ele gantes medias de seta, que evidencian las pantorrillas bien formadas y que contribuían a dar la idea del buen parecer masculino; el bastón muy fino y la peluca empolvada a la manera francesa, con bucles delicados que enmar can el rostro, nos hablan del cambio de gusto y tendencias en el género del retrato chileno del siglo XVIII.
En el caso de la segunda pareja, estamos delante de dos retratos apareja dos, atribuidos a Gil de Castro hasta que los nuevos estudios sobre el pintor peruano han hecho descartar esta hipótesis. Hoy se reconoce en ellos la mano del pintor suizo Martin Petris. Presentan muchas zonas repintadas, especialmente en los dos rostros y en algunos atributos, como el pequeño sombrero que el Maestre de Campo sujeta en la mano derecha (Campos, 1976). Su cuerpo destaca en un fondo muy oscuro, dinamizado por el juego de los azulejos del suelo que, aunque concurran a crear un efecto de pers pectiva un tanto distorsionado, dan profundidad a la escena de interior. El traje que luce, también de tonalidades oscuras, está decorado con encajes de oro y con los atributos de las órdenes al que el caballero perteneció. Destaca la mano debajo del pecho, emulando una pose clásica empezada por los romanos, y que una vez más nos habla de las influencias francesas que llegaban al territorio andino según las modalidades ya mencionadas en el presente trabajo. El gesto, en efecto, se había impuesto como norma social de decoro en Francia a finales del siglo XVIII. El realismo de esta figura contrasta con la búsqueda de decorativismo en la representación de la dama, en la que el autor ha dejado más espacio a la interpretación eu ropea del género del retrato. Igual ambientación de la obra que le hace de pendant, aquí destaca el traje de Tadea, amplio, acampanado y finamente definido. La particularidad en este cuadro, creemos, reside en los atribu tos que la dama presenta: la preciosa parure de perlas blancas que ciñe su cuello y termina en un juego de tres hilos anudados en el pecho; el abanico en la mano derecha, y el delicado reloj de faltriquera con lujosa leontina. Estos detalles ya adornaban los retratos femeninos que el pintor sajón Anton Raphael Mengs había dejado en las cortes europeas, desde la de Dresde hasta la de Madrid. Las tonalidades del rostro y del traje nos recuerdan, en efecto, la translúcida inocencia cromática de las estatuas de porcelana que apreciamos en el boceto de la joven María Luisa de Parma de Mengs, hoy en el Museo del Prado.
EL RETRATO DE OSTENTACIÓN EN CHILE EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS DE LA COLONIA
Además de los ecos recibidos por la dinámica capital peruana en tema de retrato, en Chile se dieron unas felices circunstancias que favorecieron el desarrollo del género de ostentación como expresión independiente respec to al retrato de temática religiosa, dentro de una más general tendencia de las artes hacias formas -definidas por comodidad en estas páginas- neo clásicas.
En primer lugar, el hecho que estas tierras empezaron a poblarse de ar tistas europeos del calibre del romano Joaquín Toesca y Ricci, portadores de una verdadera renovación en cuestiones de gusto a través de la transfor mación arquitectónica y urbanística del centro neurálgico chileno, eso es, Santiago (Modiano, 1993). El impulso edilicio, en efecto, fue el principal conducto a través del cual las formas neoclásicas llegaron a Chile8.
En segundo lugar, con los navíos españoles y franceses, llegaban a los puertos de Valparaíso y Concepción9 los nuevos escritos de arte que en Europa estaban alimentando una verdadera reforma del debate científico entorno a las artes10.
Tercer elemento catalizador de un cambio de gusto a finales de siglo XVIII fue la implantación de la primera Academia de Bellas Artes en San tiago, la ya mencionada de San Luis, fruto de los esfuerzos incansables de Manuel de Salas, culto, amante de la literatura como del dibujo y de la his toria, y verdadero espíritu ilustrado de una sociedad en transformación (Ripamonti, 2010).
La multiplicación de los retratos en la segunda mitad del siglo, si por un lado prueba el deseo de las élites chilenas de aparentar la condición y el bienestar de pudientes americanos, por el otro es testimonio de una nueva inspiración cortesana de las renovadas corrientes neoclásicas propugnadas por el academicismo europeo (Montes, 2008).
Todos estos elementos hicieron que a partir de la segunda década del 1700 en Chile se produjeron retratos que, aunque no podamos agrupar por su estilo o por los modelos en los que parecen inspirarse, nos permiten es pecular acerca de la difusión de la práctica de este género en ámbito andino.
Si bien las guerras de independencia significaron la pérdida de la mayo ría de las obras guardadas en el Palacio de la Real Audiencia, en el Cabildo y en el Palacio Arzobispal (Pereira, 1965), hoy en día se conservan ejemplos de retratos que bien ilustran la iconografía colonial chilena. Entre ellos, cabe citar el "Retrato de Don Fermín Francisco de Ustáriz" (Fig. 5), pro bablemente realizado en Lima, como era costumbre a principio de siglo XVIII. Es uno de los más destacados ejemplos de retratos del 1700. En él es evidente el cambio de gusto que paulatinamente la sociedad chilena es taba experimentando, reflejo del cambio de dinastía Habsburgo-Borbones que se había producido en España. El refinado afrancesamiento de la moda queda evidente en el atuendo del militar y comerciante Ustáriz, figura em blemática del 1700 en América. La riqueza decorativa de la escena une los motivos de la pintura mural de la región del Altiplano y los cánones del gé nero del retrato europeo (Amunátegui, 1910). La inscripción en el primer plano del cuadro, la expresión serena en el rostro joven y la elegancia del cuerpo airoso contribuyen a ennoblecer la figura. El cortinaje en la izquier da es tratado como la quinta de un teatro, y los motivos floreales que le adornan enmarcan la escena junto al mesón de la derecha, creando un en torno fastuoso. Ustáriz viste ropa de encaje suntuosa y elegante, con casaca roja con bordados de oro, que deja entrever la camisa blanca. Las medias de seda negra, el sutil espadín y el tricornio, una vez más, son herencia de los retratistas franceses. Completa la escena un detalle muy poco usual en las obras chilenas de esta época como es el de la ventana que se abre sobre un panorama marítimo de la ciudad de Concepción.
El proceso de transición en las bellas artes empezado con los Borbones en España y cuyos ecos llegaron a Chile según las modalidades a la que hemos hecho mención más arriba, tuvo su raisond'etre en el impulso dado
a la arquitectura, y llegó a involucrar paulatinamente también la pintura. A finales del siglo XVIII si bien continuaban las comisiones de retratos de temática religiosa, la sociedad criolla, que en pocas décadas se habría con vertido en la élite política y cultural de la Emancipación, quiso ser la pro tagonista de las telas. Es en este momento cuando los retratos de ostenta ción de la nueva élite chilena, usando las palabras de Alfredo Jocelyn-Holt, "hacen desaparecer los retratos de autoridades metropolitanas, al igual que la noción de ciudadano hace desaparecer la de súbdito" (1999, p. 90). Esto no impide encontrar retratos de autoridades eclesiásticas empreñados to davía de atmósferas típicas del retrato de corte limeño. En este punto cabe citar el "Retrato del Obispo Francisco de Borra José Marán" (Fig. 6). La obra remonta a finales del período colonial y es una de las pocas obras de cierta atribución: correspondería al pintor santiaguino de principios del siglo XIX Joaquín Mesías. En el retrato de Marán (Hanisch, 1990), de me dio busto, el autor ha querido resaltar la fundación de la Parroquia de La
Estampa Volada, representándolo sosteniendo una maqueta de ésta, según costumbre en la iconografía del retrato de tema religioso (Duarte, 2001, p. 22). Hay que subrayar la perfecta realización del dibujo de la fachada de la iglesia, cuyo arquitecto fue el principal discípulo de Joaquín Toesca, Juan José de Goycoolea y Zañartu11. Además de ser un valioso documento para la historia de la pintura chilena, el cuadro es una fuente de primaria im portancia para la historia de la arquitectura santiaguina neoclásica, ya que la Iglesia representada quedó destruida en el año 1822, siendo entonces lo que apreciamos en el retrato de Marán uno de los pocos testimonios de su aspecto original. Al igual que en el retrato del Obispo Alday, en la escena hay pocos elementos decorativos, todos alusivos al cargo desempeñado en la ciudad de Santiago. Sin particular atención por la perspectiva, en el fon do del cuadro sobresale una mitra ligeramente desproporcionada respecto de la composición de la escena. El traje sobrio (destaca el roquete decorado en las mangas), la pose casi frontal, el escudo con sus armas y la cartela inferior con la leyenda completan la representación. Falta cierta introspec ción psicológica en el personaje y el gesto de la mano derecha sujetando la birreta resulta poco natural. Una vez más el protagonista es el color, cuyas tonalidades y pinceladas enérgicas crean diferentes planos en la escena.
La evidente necesidad de la creación de una iconografía postcolonial respondió en Chile a la voluntad de la sociedad de verse mostrada en obras que reflejaban la identidad, y por ende las diferencias, que la distinguían de la aristocracia española. Si bien algunos retratos nos dan prueba de esta toma de conciencia a finales de siglo, habría que esperar al Mulato Gil para que las transformaciones sociales y culturales se tradujeran en gracia estili zada en la tela. Basta con citar el "Retrato de Doña Nicolasa de la Morandé y Prado de Andía y Varela". Hemos elegido una de las obras maestras del pe ruano Gil de Castro como prueba del cambio (Fig. 7) que la sociedad chile na experimentó en el delicado momento histórico del pasaje desde la época colonial a la proclamación de la República. Podemos, en efecto, considerar al pintor limeño el eslabón entre el retrato virreinal y las nuevas tendencias artísticas europeas que, con la aparición de Napoleón en la escena política, conllevaron la adopción de estilo imperio en la pintura, como en la moda.
En el retrato podemos, en efecto, observar que Gil trata el espacio y la forma de la figura de adueñarse de él, según los mismos principios de la pintura colonial: Nicolasa está retratada de frente, apoyada en un mesón cuyos contornos crean un ambiente plano, gracias al conjunto de líneas que desde el primer plano guía el ojo del espectador hacía el fondo de la esce na, hasta el gran cortinaje que hace de quinta (Góngora y Sagredo, 2011). Destacan una vez más el empleo del color intenso que subraya además de la bonita silueta de la mujer, los preciosos elementos decorativos que la acompañan. Todo se juega en el contraste entre el celeste del vestido y el rojo del trasfondo. El empleo de estos colores responde a un criterio de pu reza formal anhelado por las corrientes artísticas de principio de siglo XIX en Europa. Y también llaman a la mente el significado político que estos colores tuvieron para Chile.
El pincel de Gil de Castro ha fijado en la tela la singularidad de la retra tada, por un lado, su cuerpo, tratado como modelo de arcaica pureza tal y como los dictámenes neoclásicos sugerían; por el otro, la introspección psicológica, con su mirada vivaz y serena en un rostro delicado, que la espalda erecta hace resaltar naturalmente. Los años de formación de Gil resultan claros en el tratamiento que reserva al traje de Nicolasa. El manejo del di bujo ya es maduro, destaca en el peinado detallado y en las transparencias del traje a la moda de inspiración grecorromana, que donan a la dama la elegancia típica de la élite americana, nueva alma pulsante de Chile.
El rol jugado por Gil de Castro en el panorama de las bellas artes chile nas fue fundamental: por un lado en función de las innovaciones estilísticas que supo introducir en el género del retrato, y que permiten decir que los dictámenes neoclásicos propugnados por el academicismo europeo llegan gracias a su obra a la perfecta actuación en la pintura. Por el otro, Gil de Castro agilizó en Chile la construcción de un imaginario colectivo de iden tidad nacional.